El regreso del retrato

El regreso del retrato
Por:
  • veka-duncan

Dos hombres ataviados con pieles y terciopelos nos observan de pie ante un mueble que desborda instrumentos musicales, objetos científicos y libros. Se encuentran en un espacio ricamente decorado, con piso de mármol y una tela floqueada de fondo. Sus nombres son Jean de Dinteville, embajador de Francia ante Inglaterra durante el reinado de Enrique VIII, y George de Selve, Obispo de Lavaur y embajador ante el Sacro Imperio Romano Germánico, la República de Venecia y el Vaticano; son los protagonistas del cuadro Los embajadores de Hans Holbein (1533). Esta enigmática obra es probablemente la más representativa de la carrera del pintor alemán y una de las más emblemáticas en la historia del arte. Comisionado por Dinteville para su castillo en Polisy, es un retrato en el que la presencia de los objetos es tan importante como la representación precisa de los rostros; a través de ellos se nos explica quiénes son esos personajes que nos regresan la mirada, cuáles son sus intereses, sus convicciones religiosas y políticas, y qué lugar ocupan en la compleja jerarquía de las cortes europeas. En resumen, nos dice cómo querían que el mundo los viera.

En esta época de videoconferencias, clases en línea y mesas de debate virtual, todos somos los embajadores de Holbein. Al sentarme frente a mi computadora o ver un noticiero en televisión, de pronto me da la sensación de tener frente a mí una pequeña galería de retratos. Cada uno de nosotros produce su cuadro a partir de la imagen que quiere proyectar de sí mismo; en esas decisiones operan los mismos códigos de la pintura de retrato, un género que más allá de dejar testimonio de la apariencia física de quien lo comisiona, trata de reafirmar su poder y prestigio.

EN LOS EMBAJADORES, algunos de los objetos aparecen como declaración de principios en un momento de gran tensión política y religiosa. Dinteville comisionó el retrato en el mismo año en que Enrique VIII rompió con la iglesia católica para casarse con la siempre controvertida Ana Bolena. Dinteville debía reportar a los reyes católicos de Francia qué sucedía en Inglaterra y seguramente estaba horrorizado por las noticias que enviaba. Holbein representa este conflicto a través del laúd, que con su cuerda rota simboliza el cisma eclesiástico, y lo refuerza con un libro de himnos luterano. A la vez, los objetos científicos son herramientas para estudiar y entender los astros, dando a entender que estos son hombres preocupados por el ámbito celestial y divino. El mensaje es muy claro: Dinteville quiso dejar testimonio de su lugar del lado correcto de la historia. Hoy quienes aparecen en nuestras pantallas rodeados de sus fotografías con líderes del mundo me recuerdan a Dinteville.

Después de Holbein, el siguiente pintor en lograr una gran notoriedad en la corte inglesa sería Anton van Dyck. El flamenco llegó a Londres por invitación de Carlos I, un monarca particularmente apasionado por las artes, y ahí desarrollaría una importante producción plástica en la que domina el retrato. Van Dyck perfeccionó el género, rompiendo con las formas más rígidas de sus antecesores al introducir la individualidad del personaje. Sus obras son de cierta forma una colaboración entre modelo y artista: hay una conciencia del sujeto sobre el acto de posar. Lo que vemos en los retratos de Van Dyck es una corte apasionada por la moda y por su propia imagen; difícilmente encontraremos misteriosos objetos o lecturas eruditas, no, lo que estos lores y damas querían mostrar eran sus delicados encajes, sus terciopelos con brocados de oro y sus botas de tacón.

"En esta época de videoconferencias, clases en línea y mesas de debate virtual, todos somos Los embajadores de Hans Holbein".

La semana pasada, en una fiesta virtual, un amigo nos decía que percibía a sus alumnos más arreglados para las clases en línea que las presenciales, como si se sintieran más observados ahora que deben sentarse frente a la lente de sus computadoras; otra amiga se quejaba de que sus compañeras de trabajo aparecen siempre impecables y perfectamente maquilladas en su pantalla, cuando ella apenas tiene energía para bañarse. Más conscientes de su imagen que antes, los imagino a todos ellos como Lord John Stuart retratado por Van Dyck en una pose digna de las revistas de moda más prestigiadas, o como su propia esposa Mary, quien en una obra de la colección del Museo del Prado nos mira con las cejas arqueadas en una actitud altiva mientras nos presume el elegante rosario que trae en la muñeca.

CON LA LLEGADA de la Ilustración, el conocimiento se convirtió en elemento central del retrato. El interés por el coleccionismo ya era frecuente en las pinturas barrocas, donde el arte y los libros representaban erudición y poder económico, como podemos ver en las habitaciones atiborradas de cuadros de los gabinetes de pintura creados por Cornelius de Baellieur, David Teniers o Willem van der Haecht. Conforme las ideas de la Ilustración se extendían y arraigaban, los libros y las colecciones de antigüedades grecorromanas adquirían mayor protagonismo, junto con globos terráqueos y mapas. Al combinarse, estos elementos demostraban erudición y buen gusto, pero también mundo. Así, Luis XVI se mandó retratar señalando mapas con instrumentos cartográficos en Luis XVI dando sus instrucciones a La Pérouse de Nicolas-André Monsiau (1785), mientras intelectuales y exploradores como Alexander von Humboldt eran representados en sus bibliotecas, rodeados de souvenirs de viaje, con papel y pluma en mano. Un ejemplo mexicano sería el retrato de Sor Juana Inés de la Cruz pintado por Miguel Cabrera (1750), en el que se destaca la sabiduría de la poeta y su dedicación al estudio a través de sus libros.

DE ESTA MANERA, los retratos son una demostración del capital económico de quien los comisiona, pero también de su capital cultural; a través de ellos los personajes retratados nos dicen todo esto es mío y, a su vez, todo esto sé. En realidad, no es muy distinto a lo que hacemos ahora al aparecer en las pantallas de nuestros colegas o del público frente a nuestros libros o cuadros preferidos. Algunos quizá hasta se sientan tentados a comprar ese fondo falso de librero.