Vicente Rojo (1932-2021)

Vicente Rojo: De la geometría en la ciudad

Desde el pasado 17 de marzo, cuando ocurrió la muerte del artista plástico, diseñador y editor Vicente Rojo,
el pesar se unió a la convicción de que sin duda extrañaremos su presencia y discreta actividad
—aunque a la vez profunda, con huellas imborrables en nuestra historia cultural, desde las artes plásticas
hasta el trabajo editorial, conjuntados por la fertilidad de su visión. Estas páginas lo muestran
en sus distintas facetas y añaden la dimensión afectiva, la calidez del trato, la presencia del amigo entrañable.

La tinta negra y roja 5, 2008.
La tinta negra y roja 5, 2008.Fuente: muac
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El suyo era un nombre que parecía haber estado siempre ahí. Ese siempre era el de los libros de la Editorial ERA, cuya R era precisamente la suya. Libros como el de Walter Benjamin, presentado por José Emilio Pacheco, o esos presentes amistosos que armaba con su tijera y talento, sacando de la nada, como un mago, mundos y trasmundos. Ese siempre era el de la Revista de la Universidad, dirigida por Jaime García Terrés, que él diseñaba impecablemente, y el del suplemento La cultura en México, creado y dirigido por Fernando Benítez y después coordinado por Carlos Monsiváis en la revista Siempre!, fundada por José Pagés Llergo. Ese siempre cobraría presencia en la Imprenta Madero de la calle de Avena en la Colonia Granjas México, donde Vicente era, junto con José Pepe Azorín —la A de ERA—, y Neus Espresate, hija de don Tomás Espresate —la E de ERA—, una de las almas y los cerebros, cerebelos y corazones de aquel reino intemporal de la Imprenta Madero, la cual durante muchos años fue la imprenta.

Carlos Monsiváis me había invitado a formar parte de la redacción de La cultura en México junto con sus amigos, que luego lo serían míos, David Huerta, Paloma Villegas, Jorge Aguilar Mora, Héctor Manjarrez, Carlos Pereyra, José Joaquín Blanco, Héctor Aguilar Camín, José María Pérez Gay y Rolando Cordera. Se reunían los sábados en la mañana; los lunes por la tarde había que ir a la casa de Carlos, en la calle de San Simón de la colonia Portales, a armar el número para darle su forma definitiva y llevarlo a la Imprenta Madero. El suplemento se hacía en el despacho de Vicente Rojo y se fraguaba con Bernardo Recamier, uno de sus discípulos (otros eran Germán Montalvo, Rafael López Castro y Luis Almeida).

Vicente sólo trabajaba por las mañanas en la imprenta, atendiendo numerosos pendientes que se representaban visualmente en un tablero donde se veían los avances de las publicaciones que ahí se hacían, como la Revista de la Universidad, La Gaceta del FCE, la revista Plural, el Boletín de la embajada de la URSS y otras muchas publicaciones académicas y universitarias, cuyo status conocían Vicente, Azorín y Elías —el coordinador de producción de la Imprenta Madero, que estaba adornada con los carteles y portadas de los libros de ERA producidos ahí.

Negación 5A, acrílico sobre tela, 1972.
Negación 5A, acrílico sobre tela, 1972.Fuente: muac

Hablaba poco Vicente, pero hacía mucho. Su discurso era el de la acción, que tenía un lado visible, su praxis como hacedor de libros y diseñador de revistas y carteles, y en el trasfondo, un lado secreto: la pintura. En medio estaba ese ser humano de estatura más bien pequeña, casado con una investigadora, Alba Cama, más conocida como Alba C. de Rojo, Albita, que por entonces era jefa de relaciones públicas del FCE, dirigido por Jaime García Terrés, y autora de las iconografías de Emiliano Zapata, Alfonso Reyes, Julio Cortázar, Daniel Cosío Villegas, José Clemente Orozco, José Moreno Villa, Max Aub, Luis Buñuel, Luis Cardoza y Aragón, entre otros.

Yo había entrado a trabajar al Fondo de Cultura Económica gracias a David Huerta, cuando éste salió de México rumbo a Europa a cumplir con el compromiso de la beca Guggenheim. Paralelamente, empecé a colaborar en la revista Plural dirigida por Octavio Paz, que se imprimía —¡qué casualidad!— en la Imprenta Madero. La coordinadora editorial de la revista era Ana María Cama Villafranca, la hermana de Alba C. de Rojo, con quien hice tal amistad que llegó a ser testigo de mi boda el 11 de abril de 1975, junto con Huberto Batis y Federico Campbell.

Durante un momento que duró varios años o, si se quiere, que ha durado toda la vida, Vicente Rojo fue para mí alguien cercano. A eso debo añadir que escritores que fueron mis amigos y maestros como Juan García Ponce profesaban por el artista, pintor y escultor, el geómetra y contemplador silencioso, tácito, el monje laico, el músico de las formas, una devoción poco habitual, para no hablar de la complicidad documentable que sostenía con poetas como León Felipe, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Alberto Blanco, o con escritores como Augusto Monterroso o Juan José Arreola.

Señal barroca en homenaje a José Carlos Becerra, óleo sobre tela, 1970.
Señal barroca en homenaje a José Carlos Becerra, óleo sobre tela, 1970.Fuente: muac

Vicente Rojo se formó como diseñador gráfico y fue discípulo del artista, pintor y diseñador español republicano Miguel Prieto Anguita (1907-1956). De él heredó una inclinación a la elegancia y sobriedad minimalista que lo llevaría naturalmente al mundo de la pintura abstracta; fue admirador de la vanguardia artística disidente de la preguerra y de la posguerra. También era un conversador vivaz, que hablaba con los ojos, el silencio y la parca palabra, como lo sabían su amigo Sergio Pitol o Carlos Monsiváis, con quien intercambiaba sonrisas y miradas felinas. En la casa de Vicente había una colección de cerámica, objetos y cojines con la figura del gato, ese descen-diente doméstico del tigre. En su forma silenciosa de moverse, Rojo se desplazaba como una de estas tersas fieras en el bosque de las letras.

En los últimos años, Vicente fue ganando peso espiritual y perdiendo algunos kilos. Llegó a tener algo de santo derviche o de personaje salido de una pieza de Samuel Beckett. Desdeñaba las candilejas y el famoseo. Prefería estar como los generales, a la sombra, para desde ahí ver mejor el campo de batalla, como su tío el general y estratega republicano Vicente Rojo Lluch, recordado por su participación en la defensa de Madrid durante la Guerra Civil. El pintor y diseñador escribió con pluma aérea e incisiva un libro de apuntes y recuerdos titulado Diario abierto (2013). Es —junto con Manuel Felguérez— uno de los grandes renovadores de la pintura y de los lenguajes artísticos en el mundo iberoamericano y un personaje emblemático de la llamada Generación de la ruptura: su obra se prodigó por la ciudad en libros, esculturas, vitrales y dejó casi concluido el proyecto del Memorial a Octavio Paz y Marie-José Tramini en el Colegio de San Ildefonso, obra que participa de la arquitectura, el diseño y el sabio manejo del espacio.

Es de los grandes renovadores de la pintura y de los
lenguajes artísticos en el mundo iberoamericano y un personaje emblemático de la Generación de la ruptura

CUANDO ESCRIBÍ el ensayo “Seis veces Rojo” en noviembre de 1981, para la revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz, Vicente tuvo la generosidad de enviarme un pequeño juguete de cartón, un gatito con articulaciones cosidas con cuerdas, acompañado de unas letras indulgentes. El texto causó cierta sorpresa en el medio, pero él supo leerlo entre líneas y me obsequió ese juguete. Ha pasado el tiempo. De 1981 a la fecha, la obra plástica, didáctica y aun civil de Rojo se ha afirmado como uno de los espacios de convivencia artística del México contemporáneo. La persona ha sido traducida a la otra orilla. Desde ahora será posible valorar una vocación sostenida en el tiempo, que atraviesa diversos espacios y cuyo ascendiente público es mayor del que se puede imaginar.

Trabajador modesto e infatigable, Vicente Rojo parecía tener, como los gatos, varias vidas: la del diseñador, la del editor, la del coordinador editorial y, secreta y a la vez pública, la del pintor y escultor, la del artista y la del artesano conocedor de la materia, las materias que trabajaba. También la del testigo discreto del mundo que no dejaba de tener una opinión sobre los hechos que, como olas y oleajes, pautan el mar de la historia, la del ser humano capaz de interesarse en la vida de las personas anónimas con las que convivimos, como el vendedor del periódico, el jardinero o el vigilante. Era raro Vicente; de un lado, disciplinado y férreo. Del otro, capaz de pausa y pasmo, capaz de maravillarse y quedarse en silencio escuchando la lluvia.

La nobleza de Vicente Rojo se traducía en el tacto sensitivo de su trato que escuchaba al otro con la atención que presta el afinador al piano que le han encargado devolver su diapasón exacto. No predicaba. Llevaba una vida monacal y trillaba la arena de su jardín interior como un jardinero zen. Todo esto sin aspavientos ni gesticulaciones. Atesorando amistad y silencio en el hacer lo que sabía producir.

Al fallecer su compañera de toda la vida y madre de sus hijos, Alba, Vicente quedó como huérfano. Pronto se encontró con Bárbara Jacobs, que había enviudado hacía poco, después de años felices con Augusto Tito Monterroso. Ese encuentro, si se juzga por la productividad de esos años finales, fue feliz y más que fructífero, tanto para él como para ella y en cierto modo para todos. De ahí la intemperie. Recuerdo unas líneas del poeta japonés Basho: “La primavera se despide: / los pájaros lloran —incluso a los peces / les saltan las lágrimas”.

La gran marca, óleo sobre tela, 1966.
La gran marca, óleo sobre tela, 1966.Fuente: muac

ADOLFO CASTAÑÓN (Ciudad de México, 1952) es creador emérito del SNCA y Premio Nacional de Artes 2020 en el área de Literatura y Lingüística.