"Hogar" y "Sirena"

Originaria de Montego Bay, en Jamaica, Safiya Sinclair se ha ganado en pocos años un lugar destacado
en la lírica contemporánea, gracias a su voz fresca, potente, de imaginería provocadora. Los dos poemas
que presentamos forman parte de su libro Caníbal, ganador de múltiples premios en la versión
original en inglés (2016) y que en pocas semanas estará disponible en México en una edición bilingüe,
con traducción del poeta venezolano Adalber Salas Hernández, publicada bajo el sello editorial Mantis Editores.

"Hogar" y "Sirena"
"Hogar" y "Sirena"Foto: Especial
Por:

TRADUCCIÓN ADALBER SALAS HERNÁNDEZ

HOGAR

¿Lo he olvidado,

el dialecto salvaje de las conchas marinas

apóstrofe negro enrizado

apretando mi lengua?

O cómo los españoles construyeron muros

de vidrios rotos para mantenerme afuera,

pero el piquirrojo me perseguía

y rastrillaba hacia adentro: este lugar

es tu lugar, coronado de sargazos

rojos, antiguas maderas a la deriva

criadas por el mar pensativo.

El altar desvencijado que a menudo

visité, repleto de cráneos de pescado,

brillando con flores de guayacán:

Padre, le he pedido tantos milagros.

Ser paciente y saber perdonar,

ser formada de nuevo para ti en alguna

pequeña maravilla. Y qué alegría

aún poder creer en algo.

Mi dicción es ahora tan recta

como mi pelo; a esa extraña ya

la hemos dejado de buscar.

Pero si de algún modo nuestros corazones

a medias hundidos pudieran responder, pondría

mi boca en cuencos cálidos

sobre la tierra y besaría el polvo húmedo

del hogar, probaría el lodo pantanoso

y tendría una larga cáscara de naranja por piel.

Abriría mis oídos a la caña de azúcar

y largos tallos de guandú

para trepar por ellos. Nadaría en el mar

todavía recayendo en un marco soldado,

el mar que una y otra vez

me llama por mi nombre.

SIRENA

El tomillo del Caribe es diez veces más fuerte que la variedad inglesa —sólo

pregúntenle a la Reinecita y a su armada real, que no pudieron arrancar

ninguna hierba jamaiquina de su rosal sin que creciera de nuevo espesa,

multiplicada por diez, ennegrecida con el furor de un hombre violado. El

estadunidense tibio que hundí con mis viejos zapatos sobre las mandíbulas

del Atlántico nunca pudo entender el clamor duro de mi risa, por qué fruncía

rudamente el ceño, por qué conocía los puntos huecos de cada hueso. Pero

cava donde la tierra es húmeda y planta la semilla orgullosa del árbol de tu

vergüenza; que no digan que nunca creció. Echa a rodar cuesta abajo el barril

de pescado salado, mándale ese trueno maltrecho, escandaloso, a la luna de la

costa, tintineada por sus largos zarcillos en nuestro mar, diez veces más azul

que el más azul de los ojos. Ese té de menta que silba en la tetera holandesa es

más fuerte que el licor y lleva diez cucharadas de azúcar, por favor. Qué

puedo decir, la sangre de mi bisabuelo estaba densa de caña de azúcar y ron

duro; cuando sangró, la cosa cayó pesadamente, como melaza, coagulada

negra como flema en la garganta. Todas y cada una de las hormigas rojas, de

Negril a Frenchman’s Cove, vinieron a hurgar y chupar de su vena, donde su

pierna estaba caramelizada por la podredumbre diabética, y cuando atrapó a

mi abuela en su amplia red de pesca, la sirvió fría ante su hijo de ojos

desorbitados: “Sirena en la cubierta”.