La mirada desde San Francisco El otro país

La mirada desde San Francisco El otro país
Por:
  • alicia_quinones

Por Alicia Quiñones

San Francisco aún se percibe como un sitio tranquilo para los mexicanos. Sin duda es una ciudad hermosa, y buena parte de sus habitantes guarda respeto por su historia cultural, política y por los derechos humanos, las minorías, la libertad de culto, los migrantes. Aquí se firmó en 1945 la carta constitutiva de la Organización para las Naciones Unidas. Y en este 2016 todavía parece existir un pacto social y de honor implícito en la vida cotidiana, de respeto por las libertades y los derechos.

David Baker, californiano, activista por los derechos de la salud y de los trabajadores, cuestiona: “¿Queremos una cultura del miedo? Al parecer, una de las pocas salidas que tendremos en esta nueva etapa política del país es la defensa a través del arte, como un escape para ese miedo que no queremos que crezca. Nuestro gran reto es empezar el cambio desde aquí, desde uno mismo, frente al racismo y los maltratos”, apunta sobre la incertidumbre que ha provocado la elección de Donald Trump: “Los americanos también tenemos miedo”.

Haight-Ashbury es el sitio donde se impulsaron movimientos como los beats o los hippies a partir de los años sesenta y setenta. Casi en la esquina de las calles a las que este barrio debe su nombre, Haight y Ashbury, se encuentra el departamento que Jimi Hendrix habitó poco antes de su muerte, justo arriba de una tienda de tabacos y pipas. Muy cerca del departamento de Hendrix se encuentra la tienda de discos Amoeba, un sitio clásico de compra venta de cd’s y acetatos, y ahí mismo se instauró un centro —abierto todos los días, a toda hora— para emitir tarjetas de uso de marihuana medicinal.

Uno entra ahí, paga 39 o 49 dólares, y un médico —que asegura completa confidencialidad— evalúa los síntomas y, si lo cree conveniente, expide una tarjeta para usar cannabis en casa y como tratamiento. Aunque en las elecciones del 8 de noviembre también se aprobó el uso recreativo de la hierba en este estado —California, por cierto, es la primera economía de la Unión Americana—, eso será realidad hasta 2018. Sin embargo, en muchas calles se percibe el olor a marihuana; y en algunas esquinas aparecen las jeringas usadas por los junkies la noche anterior.

A unas quince calles de la tienda de discos se encuentra Dolores Heights, que nos lleva al distrito The Castro, el barrio gay de San Francisco, donde un habitante decidió izar una bandera nazi en su casa. Como buena metrópoli, San Francisco está llena de contrastes: hoy es la ciudad con el costo de vida más alto del mundo, en gran parte gracias al desarrollo de Silicon Valley, donde se establecieron corporaciones de tecnología tan importantes como Google o Play Station, y las llamadas start-ups, desarrolladoras de servicios como Airbnb y Uber. La industrialización hizo que muchos profesores y artistas dejaran su casa, la vendieran o cambiaran de trabajo. Ante una renta de por lo menos 4 mil dólares al mes, sus avenidas están pobladas por más de siete mil indigentes.

En el distrito financiero que colinda con los restaurantes del malecón encuentro a uno de estos personajes. Ordena su contenedor, limpia su ropa, saca la basura que no le sirve más. Se dispone a escuchar su música favorita: Bach, para ser exactos. La calle está vacía. Mientras él se concentra en sus labores de limpieza, en la acera de enfrente se encuentra Jerry, de aproximadamente 60 años, quien grita: “¡Qué piensan estos estúpidos, Donald Trump va a jodernos más la vida!”. Jerry ha fumado marihuana, tal vez ha consumido otras sustancias. Le pregunto si accede a una entrevista, a decirme su edad —lo hace—, a decirme su nombre —lo hace—. “¿Quieres conocer la historia de mi desgracia?”, dice enojado: “Ésta es mi ciudad”.

¿Cómo asumen sus habitantes el posible o inevitable cambio de rumbo? En un principio, recibieron el fallo electoral con silencio en las calles, mientras que los trabajadores con green card —para residentes extranjeros— de Silicon Valley encontraron un particular silencio entre sus compañeros: “Nadie comentó la noticia, sólo callamos. En esta empresa, el ochenta por ciento de los trabajadores somos extranjeros y nuestra vida podría cambiar de un momento a otro”, comenta el ingeniero de una importante empresa de telecomunicaciones.

El fin de semana pasado, mientras se viralizaba el video de una mujer que amenaza a otra en el transporte público de San Francisco por hablar en árabe (“Trump podría deportarte”), en la ciudad surgían movilizaciones en contra del presidente electo, sobre todo en el área de la bahía: Oakland —con cuarenta detenidos e incendios en la ciudad el fin de semana pasado—, San Mateo y San Francisco.

“Hazte a un lado, Trump”. Con

consignas como ésta, hombres y mujeres de todas las edades y nacionalidades —algunos trabajadores de Uber y Foursquare—, pero sobre todo estudiantes de al menos diez escuelas de San Francisco, comenzaron una serie de movilizaciones desde el 10 de noviembre. Esta mañana del domingo 13 de noviembre, el llamado a través de redes sociales lo hacen los estudiantes, organizaciones de la sociedad civil nacientes y aquellos que cinco años atrás se sumaron a movimientos como los Occupy. Las movilizaciones son pacíficas. ¿Servirán de algo estas protestas?, pregunto a Sandy, estudiante de rasgos orientales. “Eso deseamos. No quiero vivir con un presidente como Trump. Sea como sea, algo lograremos”.

Mientras tanto, otros manifestantes promueven el Calexit —movimiento para la independencia y separación de California ante Estados Unidos— y Marc, uno de sus activistas, afirma: “Trump es la cara de un país, nosotros queremos otra”. Los versos del poeta beat Lawrence Ferlinguetti acompañan la manifestación y parecen inspirados en este instante: “Lástima de

la nación y del pueblo / que permite la erosión de sus derechos / y que sus libertades sean arrasadas // Mi país, tus lágrimas, dulce tierra de libertad”.