Los primeros egiptólogos
Fueron gatos, sin duda,
los primeros egiptólogos.
En tiempos ya remotos,
en la era de Ra,
del Nilo y las pirámides,
hicieron amistades
con los hombres;
los gatos se dijeron:
si a estos compañeros,
con sus trigos y sus silos,
les va como parece,
quizás valga con ellos forjar algunos
vínculos.
Hagamos, pues, estudios,
con tal de conocerlos,
y así se creó la ciencia
que estudia a los egipcios; y así fue que nacieron
los primeros
egiptólogos.
A poco de iniciar observaciones,
adoptaron los gatos
algunos de los dogmas
y de las convicciones
de sus nuevos amigos
(aquí a la letra cito
lo que antes que ninguno dijo Heródoto):
su religión de sol,
por poner el ejemplo más conspicuo;
¿o no es adoración aquel echarse
al rayo más directo
hasta salirles fuego?
¿Y de dónde vinieron
los pruritos celosos
de sus enterramientos?
¿Y aquellos llamamientos
a maúllos ignotos y reclamos que simulan
jeroglíficos?
Aunque eso sí:
acabadas
las primeras exégesis (las primeras, ya digo,
del tipo egiptológico),
a salvo de peligros y tumultos
—imperturbables, apacibles—
confiaron los estudios
a otras épocas.
Abandonaron, pues, a un tiempo
papiros y sarcófagos,
se olvidaron de túmulos,
de dinastías y esfinges,
y entre sí se dijeron,
refiriéndose al ocio y la molicie
(e incluso la desidia)
de aquellos compañeros,
¿habrá por caso en este mundo
virtudes más egipcias?
¿Quién lo duda?
Fueron gatos,
sin duda fueron gatos
los primeros
egiptólogos.
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