Los profetas de la cruzada anticientífica

Los profetas de la cruzada anticientífica
Por:
  • jesus_ramirez-bermudez

En su libro La Alta Edad Media, Isaac Asimov narra los problemas de la alfabetización en tiempos de Carlomagno: “Limitada la alfabetización a los sacerdotes, para distinguir un clérigo de un impostor bastaba abrir una Biblia y decir: ¡lee!”. En los siglos VIII y IX, incluso las clases aristocráticas ignoraban la aritmética elemental, lo cual dificultaba la administración financiera, y el analfabetismo era la norma. Carlomagno trajo maestros de Italia y de Inglaterra para generar el modesto Renacimiento Carolingio. El emperador fue tan entusiasta que quiso asistir él mismo a las clases, aunque lo hizo con el falso nombre de David. Según su biógrafo (Eginardo), Carlomagno aprendió a leer y “el arte de contar mediante números”, pero no logró escribir. Dice Asimov que “se llevaba consigo a la cama sus tablillas, con los modelos de escritura, y los cuadernos para copiar esa escritura. Los ponía bajo su almohada, y al despertar trataba laboriosamente de escribir las letras. Pero era difícil para sus grandes manos de guerrero.”

El día de hoy, entre la efervescencia de las redes sociales, leemos que el presidente del imperio más poderoso del siglo XXI lanza mensajes contra las vacunas, a través de twitter, porque a su juicio “provocan autismo”. El rumor que vincula a las vacunas con el autismo se basó en un artículo del doctor inglés Andrew Wakefield, publicado en la revista Lancet, y retirado al demostrarse que fue parte de un fraude orquestado por motivos económicos. Pero las tasas de enfermedades prevenibles como el sarampión han aumentado en países del Primer Mundo. Observamos con fascinación y horror la organización en pleno 2017 de la Conferencia Internacional de la Tierra Plana, en Carolina del Norte. Entre los defensores de la Tierra Plana hay personalidades célebres como un jugador de cricket inglés, un jugador de baloncesto profesional y un cantante de rap, quienes ofrecen como pruebas que han subido en un helicóptero, o que condujeron un auto por toda la Unión Americana y “no vieron que la Tierra sea redonda”. Estas celebridades usan recursos tecnológicos sofisticados (autos deportivos, helicópteros, computadoras) para comunicar ideas medievales, como los grupos creacionistas que difunden por internet mensajes contra la teoría de la evolución.

Carl Sagan advirtió que el desarrollo tecnológico de las sociedades no supone la mínima educación acerca de la ciencia que hace posible los avances en materia de tecnología. Se requiere un esfuerzo explícito para hacer frente a las toneladas de activismo anti-ciencia que aparecen con formas exuberantes, apoyadas por teorías de conspiración. Muchos ciudadanos expresan así su desconfianza hacia los grupos de poder. En esta coyuntura aparece el concepto de la “posverdad”. Las noticias falsas son compartidas en internet sin que la mayoría de los usuarios discriminen entre las fuentes de información.

Un flanco interesante para esta discusión está constituido por el “relativismo anticientífico culto”, una forma de teoría crítica que sostiene un loable afán de denunciar abusos en el negocio de la salud, y de algunas alianzas codiciosas entre la ciencia, el capital privado y el poder político, pero que parece incapaz de distinguir entre los hechos científicos y el mal uso que puede darse a la ciencia y la tecnología. En parte, esto se basa en lecturas anacrónicas de la sentencia de Nietzsche, según la cual “no existen los hechos, sólo las interpretaciones.” En un coloquio sobre epistemología neurocientífica, organizado por una prestigiada organización orientada a la teoría crítica, presenté el caso de una mujer con graves alteraciones de la función mental debidas a un gigantesco tumor cerebral. En el público, algunos filósofos formados como psicoanalistas lacanianos aseguraron que el caso era una “ficción neuropsiquiátrica”: un ejemplo de la manera en que los médicos “cosificamos la subjetividad y el sufrimiento humano”. La ironía es que este tumor no sólo es mortal, sino que también es tratable. La mujer en cuestión fue operada en el Instituto de Neurología y tuvo una curación completa. El tumor no es una simple “construcción social de la ideología médica”: este objeto puede tener múltiples interpretaciones, algunas más útiles que otras, pero existe: tiene masa, volumen, y una vez extraído es visible y palpable para cualquiera, incluso para un niño desde la más tierna infancia.

Ahora leo un documento interesante sobre un asilo en Ecuador, para personas con la enfermedad conocida popularmente como lepra (llamada “enfermedad de Hansen” en el ambiente médico). La autora, socióloga y antropóloga con posgrados en Inglaterra y Bélgica, denuncia la segregación social de estos enfermos, que a su juicio resulta de una arquitectura “impuesta desde el Estado, la ciencia y la religión: trilogía que no es mera coincidencia.” Aunque en toda sociedad de conocimiento es saludable mantener una actitud escéptica, y aunque las “hermenéuticas de la sospecha” enriquecen la discusión cultural frente a la religión, las ideologías políticas, y ante la organización institucional de la ciencia, me parece un exceso afirmar que la segregación de los enfermos se debe a la ciencia. La biomedicina no sólo ha descubierto la causa de la mal llamada lepra, sino también un tratamiento antimicrobiano efectivo para curar a los enfermos. A mi juicio, la mejor manera de combatir la segregación (aunque no la única) consiste en curar la enfermedad. El discurso sociológico de la autora es necesario, pero sería mejor si estableciera un diálogo con el conocimiento científico. Una lección mal aprendida por pensadores que se encuentran afuera, pero también adentro de la ciencia, es la necesidad de un diálogo entre las ciencias naturales, las ciencias sociales, las humanidades y las artes. Y por eso, al hablar de la cruzada anticientífica también debemos analizar el caso de los apóstoles del cientificismo fanático, quienes convierten a la ciencia en una especie de religión atea, pero intolerante y dogmática.

Hace poco discutía un libro de Roger Bartra (titulado Antropología del cerebro) con un escritor de ciencia ficción. Las décadas que he dedicado a la medicina, la investigación en neurociencias y la enseñanza de las ciencias médicas, me permiten decir que se trata de un ensayo que hace una lectura detallada y erudita de las neurociencias, en donde Bartra propone una fascinante hipótesis sobre el surgimiento de la conciencia, como resultado de

una interacción entre las redes neurales de nuestro cerebro y las redes simbólicas de la cultura. Mi interlocutor, quien no tiene formación científica, pero que se considera un “desenmascarador de fraudes”, me reprendió por no condenar el ensayo de Bartra, pues lo considera un ejemplo de pseudociencia (aunque reconoció no haber leído el libro, ni otros textos clásicos sobre el tema de la conciencia). Esta actitud revela una característica del fanatismo cientificista: la incapacidad para distinguir entre las humanidades, las artes, y la pseudociencia. Otros críticos cientificistas deploran la narrativa fantástica porque “no se basa en hechos científicos”. En lo personal, celebro la disposición de pensadores como Bartra, que se acercan a la neurociencia para establecer un debate fecundo. En el mismo sentido, leo con interés y goce estético la obra de José Gordon, El inconcebible universo (Sexto Piso, 2017), donde los motivos científicos son el punto de partida para realizar ejercicios de creación literaria estimulantes, capaces de mostrar los múltiples puentes conceptuales entre la creación artística y el pensamiento de las ciencias naturales. El fanatismo cientificista, incapaz de discriminar entre la pseudociencia y los ensayos que se mueven en el plano heurístico, como en el caso de Bartra, o en el registro imaginativo, como sucede en la narrativa fantástica, significa un pobre beneficio para la cultura científica, ya que pugna por convertirla en una secta tan intolerante como las sectas religiosas. Hay un fondo de ironía al desear que este año nuevo nos regale la actitud entusiasta y humilde frente al conocimiento de un personaje medieval como lo fue Carlomagno, quien anhelaba aprender a leer, escribir, y a recuperar el amor por el conocimiento en aquel distante renacimiento carolingio.