David Foster Wallace

Contra el sueño americano

Testigo y crítico de la deriva que hacia el final del siglo XX proyectó las recompensas del modelo
estadunidense que veía en el consumo su paraíso —a la par de la guerra contra los enemigos—, la ambición
tanto como la exigencia literaria de Foster Wallace lo llevaron a considerarse representante
de una herencia posmoderna —según su propia categoría— que incluye a las figuras más originales
y propositivas de la narrativa contemporánea. La siguiente lectura recorre las claves que definieron su trayecto.

Conferencia en Kenyon College, 2005.
Conferencia en Kenyon College, 2005.Fuente: twitter.com
Por:

Al doctor Héctor Perea

En América no hay caminos; sólo carreteras —dijo John Ford. PETER HANDKE, Carta breve para un largo adiós

David Foster Wallace (1962-2008) fue una figura que descolló en las letras estadunidenses de finales del siglo XX. Nació en Ithaca, Nueva York, pero creció en Urbana, Illinois, adonde la familia se mudó por una plaza docente que obtuvo su padre. De chico destacó en los deportes, su corpulencia y su altura prematura le facilitaron la práctica del futbol americano y del tenis. A los dieciocho entró al Amherst College, en Arizona, donde descubrió la literatura de Don DeLillo y del argentino Manuel Puig. Pero interrumpió los estudios durante los años 82 y 83, periodo que pasó manejando un camión escolar y leyendo a lo bestia.

Las entrevistas1 que concedió muestran lo fructífero que fue ese lapso. No hubo libro de literatura, ciencia o filosofía del que no tuviera una opinión interesante. Finalmente, regresó a Amherst a graduarse en Lengua inglesa y Filosofía. Realizó una tesis por cada disciplina, gracias a lo cual obtuvo la distinción Cum laude. Su primer trabajo notable sería La escoba del sistema, la novela con la que se tituló en Letras. A su vez, la tesis de filosofía ganó el premio Gail Kennedy Memorial. Fue nombrado profesor en la Universidad de Arizona. Después obtuvo una residencia en Yaddo y se incorporó al claustro académico de Amherst. La Paris Review premió su cuento “Animalitos inexpresivos”, que forma parte de La niña del pelo raro (1989),2 un notable libro compuesto por nueve relatos y una novela corta. Recibió el fellowship (incentivo o beca) del National Endowment for the Arts y el galardón del Consejo de Arte de Illinois.

FUERON AÑOS de buenas lecturas, alcohol y drogas, pero tuvo que afiliarse a un grupo de AA, por lo cual abandonó su proyecto de hacer un doctorado en Harvard. La prensa especuló que había consumido heroína, como alguno de sus personajes, pero Foster Wallace lo negaba tajantemente. Siempre con el aspecto de un tenista californiano, con un paliacate a lo Andre Agassi, playera y bermudas, David era el niño prodigio que disertaba sobre Camus, Cortázar, Puig, Wittgenstein o la TV, y que impartía cursos de escritura creativa. Colaboraba en numerosas revistas con crónicas, ensayos y relatos. Al no mostrarse interesado en entrevistar a David Lynch —de quien admiraba su Terciopelo azul—, recibió una invitación para presenciar parte del rodaje de Por el lado oscuro del camino, con lo cual armó un texto para Premier.

Ingresó al Brighton’s Granada House, un centro para las adicciones, en 1990. Se mudó a una casa en Syracuse y comenzó una correspondencia con su coetáneo Jonathan Franzen y con el emblemático Don DeLillo. Su ritmo de lecturas siguió a todo gas. Admiraba a Bellow, a Barthelme, a Barth y celebró a Siri Hustvedt. Había bosquejado el arranque de una novela total, a la manera de Submundo, de DeLillo, o de El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon; del primero tomó el impulso para hablar de los intersticios de las producciones espectaculares; del segundo, emuló la creación de una distopía bélica, disparatada y elocuente.

Siempre con el aspecto de un tenista californiano, David era el niño prodigio que disertaba sobre Camus, Cortázar, Puig, Wittgenstein o la TV, y que impartía cursos de escritura creativa

Además utilizó su experiencia como jugador de tenis juvenil, su relación con el mundo académico, el consumo de drogas y, por ende, su experiencia en el centro de desintoxicación, para escribir entre 1993 y 1995 La broma infinita (1996).3 Con ella buscó su gran novela estadunidense, aquella que cada autor relevante de aquel país persigue desde Moby Dick y que quizá nunca se ha alcanzado, pero queda su intento personal. La revista Time incluyó la novela de Wallace entre las mejores del siglo XX, vinculándola finalmente con otro autor seminal para Wallace, James Joyce. Es probable que sea Ulises la verdadera Penélope de este golden boy. En muchos sentidos, Wallace era un vanguardista-clasicista; su forma de leer era decimonónica. Al observar su minuciosidad descriptiva recordamos aquel pasaje que refiere Richard Ellmann, el biógrafo de Joyce, sobre el ejercicio que James le sugería a su hermano Stanislaus: hacer la descripción escrita del proceso mecánico que debía realizar una cerradura para retirar el pestillo. Sólo logrando un control semejante de la prosa se podía ser escritor, según Joyce.4

PARA EL PÉSIMO NARRADOR que era Roberto Bolaño, obviamente, la escritura de Foster Wallace era “pura palabrería”, de acuerdo con Rodrigo Fresán. Lo que ignoraba el sobrevalorado escritor es que esa capacidad de traducir el universo a través del lenguaje ha sido una de las improntas que ha pasado de mano en mano desde James Joyce, William Faulkner, Saul Bellow, E. L. Doctorow, Thomas Pynchon, Carson McCullers, Cormac McCarthy y algunos otros hasta David Foster Wallace.

Los premios y reconocimientos continuaron para David, a los cuales se añadieron las solicitudes de entrevistas. Algunas de éstas divulgaron sus hábitos personales. Sacaban a la luz detalles menores —que usaba tabaco para mascar, consumía saliva artificial, ingería comida chatarra en exceso—, y algo quedaba más que claro: la TV podía obnubilarlo por lapsos interminables. Foster Wallace se sintió desmoralizado por gente a la que le abrió las puertas de su casa, que llegó a tomar fotografías de su botiquín y cajones.

Aparecieron la crónica Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (1997) y los relatos de Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999), cuya última pieza es magistral. En el año de 2004 se casó con la artista Karen Green. En 2005 publicó su libro de ensayos Hablemos de langostas, e impartió una conferencia a los graduados del Kenyon College, publicada con el título Esto es agua; siempre destacó como profesor y criticó la falta de interés y compromiso de sus colegas.

David Foster Wallace
David Foster Wallace

Sin embargo, los antidepresivos y las terapias no lograron paliar la imbatible soledad que sentía y que, como él mismo llegó a definir, era el gran motor de la/su literatura. Como salida por la puerta de emergencia, David Foster Wallace se suicidó el 12 de septiembre de 2008, a los 46 años. Después de su muerte permaneció como tema de académicos, lectura para escritores avezados y autor de culto para lectores adeptos de la experimentación. Sin embargo, por sus escarceos en la contemporaneidad, su obra debería ser más leída.

FUE CONOCIDO como continuador de lo que él mismo llamó una generación posmoderna, compuesta por Nabokov, Barth, Pynchon, Vonnegut y Barthelme —caracterizada por el uso del humor negro y las referencias intertextuales, así como por una erudición en las temáticas y técnicas literarias— e interpretó los fenómenos culturales que se desarrollarían hasta nuestros días en lo que denominó “la era de la distracción”.

Si con Faulkner habíamos testificado el complejo entramado del sur profundo y, con Bellow la forma en que las clases trabajadoras ascendían en Chicago; si con Philip Roth conocimos la sociedad boyante y sus mitologías bélico-deportivas; o con Carson McCullers y Raymond Carver vimos las vidas de los empleados de último nivel y su forma de sobrevivir, el país que nos muestra Foster Wallace es aquel que bombardeaba Irak y que posicionó el consumismo como única plenitud. Aquel país que se dedicaba a hacer de sus coaches, gurúes, y de la TV un ministerio de educación. En pocos autores atestiguamos un paisaje tan desolador del desvarío de esa sociedad. En su obra analiza el Estados Unidos de los wasp (protestantes blancos anglosajones), los económica y académicamente privilegiados, desde sus vicios más frecuentes y su miopía irredenta. Describió la incomunicación intestina derivada del profundo solipsismo y la contrapuso a esa clase media de la que él formó parte, pero de la que nunca pudo hacer encomio. Era esa misma sociedad la que lo aburría a grados autodestructivos, a decir de Jonathan Franzen.

Si pensamos en su primer libro de relatos, La niña del pelo raro, o en su opus magnum, La broma infinita, constataremos su curiosidad por los fenómenos derivados de la cultura pop, de los espectáculos televisivos y de la masificación de los medios electrónicos. La sociedad que describe ya no era la de los años setenta —cuando la publicidad buscaba insertarse en la audiencia abriendo camino a las promesas de los anunciantes—, sino la de los noventa, obcecada y enfebrecida luego de consumir la suficiente publicidad para moldear su mente. Con la mención de las marcas en La broma infinita sabemos de antemano cuáles son los ideales de sus protagonistas. En una nota preliminar a La niña del pelo raro señaló que al dar nombres de actores o marcas conocidas “sólo se quiere denotar la materia de los sueños colectivos”. ¿Y “los sueños colectivos” no son otra forma de referirse a la ideología de un país? Por ello, el mundo de los productores de televisión y la telecracia, como lo llegó a hacer Federico Fellini, fue asaeteado en su obra, y programas cutres de entretenimiento como Jeopardy!, La rueda de la fortuna o los late night shows.

La narrativa mueve montañas o es aburrida , declaró alguna vez. De ahí que sus historias sean ambiciosas, con descripciones detalladas, plagadas de giros desequilibrantes, tramas complejas

EN LA BROMA INFINITA encontramos a Harold Hal Incandenza, a quien algunos examinadores académicos tratan como a un bruto: ponen frases en su boca y, peor aún, piensan por él. Sólo les interesan sus dotes como tenista, pero son condescendientes. Así deben —o pueden— ser tratados los jugadores elegidos en el draft de la NFL o la NBA. Al mostrar esta incomodidad por ser observado como un objeto con un so-lo fin, Hal nos entera del “uso” que le dan. Su mente es consciente de toda la farsa. El hecho de que los deje continuar es una prueba de que tiene curiosidad por lo que sucederá después, no de que sea incapaz de percibir que lo tratan como idiota. Su forma de expresarse ha sido mermada por el abuso de algunas sustancias enervantes, sin embargo sabe que es capaz de defender una disertación académica; ha leído a los filósofos continentales y a los clásicos de la literatura. Los personajes viven en la distópica Onan, una mezcla de Estados Unidos, Cana-dá y México, que incluye un grupo separatista quebequense. En Foster Wallace ya no es vigente el realismo, para su narrador no hay restricciones en ningún sentido. La voz narrativa acompaña, observa y testifica las circunstancias; es inmune a la necesidad de estar presente en todas partes mas en ninguna localizable, como exigía Flaubert. Aquí hay un narrador libé-rrimo y, en ocasiones, solidario.

De hecho, sin ser el primero en hacerlo, la forma que Foster Wallace tenía para aproximarse a la literatura estaba influenciada por la TV o el radio; él entendía que la literatura se iba quedando a la zaga de otras formas de entretenimiento. De ahí que varias de sus estructuras replicaron una secuencia de escenas a la manera de un zapping, un incesante cambio de canal, como el que realiza quien regresa exhausto a casa y no puede enfrentar grandes retos intelectuales. Su/la literatura tenía que subvertir el efecto sedante de la TV y de cualquier fenómeno de la cultura de masas, como el cine de fácil consumo, la literatura bestselerista o las pseudofilosofías.

“La narrativa mueve montañas o es aburrida”, declaró alguna vez. De ahí que sus historias sean ambiciosas, con descripciones detalladas, plagadas de giros desequilibrantes, tramas complejas y estructuras desafiantes, a contrapelo de la basura que nos arrojan los medios masivos. Pocas veces una obra ha representado con tal fidelidad los pensamientos de un autor para quien la literatura debía plantearse la cuestión de qué representa ser una persona. ¿Vale la pena sobrevivir en una sociedad plagada de “enfermos”, pacientes, terapeutas, coaches, doctores y medicamentos?, se preguntaría Foster Wallace. ¿Para qué continuar el proyecto de una sociedad clinicalizada, que se presume idónea? Finalmente, al quitarse la vida, Dave dio su último mensaje con respecto a una sociedad que histéricamente rehúsa quedarse quieta y en silencio.  

David Foster Wallace
David Foster Wallace

Notas

1 Stephen J. Burn (editor), Conversaciones con David Foster Wallace, traducción de José Luis Amores Baena, Pálido Fuego, Málaga, España, 2012.

2 David Foster Wallace, La niña del pelo raro, traducción de Javier Calvo, DeBolsillo, Madrid, 2015.

3 David Foster Wallace, La broma infinita, traducción de Marcelo Covián Fasce, DeBolsillo, Madrid, 2011.

4 Richard Ellmann, James Joyce, traducción de Enrique Castro y Beatriz Blanco, Barcelona, Anagrama, 2002.