Vargas Llosa, autor que se consume a sí mismo

El catoblepas, animal imaginario referido por Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero en el Manual de zoología fantástica, se engulle a sí mismo, alimentándose de su propio cuerpo. Nacido en Arequipa, Perú, el Nobel Mario Vargas Llosa ha dicho que, de igual modo, el escritor debe usar las experiencias vitales como materia prima de la obra. Héctor Iván González analiza cómo el trauma que le significó al niño Mario tanto el excesivo rigor paterno y la crueldad artera, como ser inscrito en el Colegio Militar Leoncio Prado durante la adolescencia, nutrió de forma determinante su prosa desde los textos iniciáticos y, de manera notable, aquella primera novela, La ciudad y los perros, publicada cuando tenía 27 años

Arte digital a partir de un retrato del escritor
Arte digital a partir de un retrato del escritorFoto: mvargasllosa.com y libraryofcongress.com > Staff > La Razón
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A Roberto Feregrino,

por estar ahí en los momentos difíciles

Mario Vargas Llosa publicó en los años 90 un tomo intitulado Cartas a un joven novelista (1997), en el cual exponía sus preceptos sobre la técnica novelística. Para ese momento ya era un narrador consagrado y había recibido gran cantidad de premios, como el ahora desaparecido Rómulo Gallegos, de Venezuela, el Premio de la Crítica, el Biblioteca Breve, el Planeta, el Príncipe de Asturias y el Cervantes, en España.

TEORÍA NOVELÍSTICA

Promovido por la agencia de Carmen Balcells, ya había sido traducido a la mayoría de las lenguas e impartía conferencias y clases en numerosas universidades. Como parte de su actividad pública e intelectual apoyó la Revolución cubana y, después, rompió con la izquierda latinoamericana. A lo largo de esos años vivió en Inglaterra, donde empezó con el neoliberalismo un romance que aún no termina. A finales de los 90 ya había publicado libros de ensayos y también su tesis doctoral, García Márquez: historia de un deicidio, así como su personal La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary, que parte de su primera visita a Francia en 1957, para recibir un premio por un cuento suyo, “El desafío”, traducido al francés por Georgette Vallejo, la viuda del poeta César Vallejo.1 La orgía perpetua, dividido en tres partes, rinde un homenaje a la pasión por la literatura y, sobre todo, por la escritura que le inauguró Gustave Flaubert. En el ensayo, Vargas Llosa señala enfáticamente que ese estilo literario le reveló qué tipo de escritor quería llegar a ser. Admite que, por un tiempo, debido a sentimientos mal enquistados, había considerado suicidarse, pero no lo hizo gracias a que leyó la escena del suicidio de Emma Bovary. Eso no se puede tomar a la ligera: para muchos la literatura es y será una forma de salvación. El libro termina con un análisis académico de Madame Bovary, que acompaña con grandes párrafos de la correspondencia entre Louise Colet y el normando.

No obstante, será en Cartas a un joven novelista que Vargas Llosa plantee su teoría novelística con mayor amplitud. Para él, la novela está constituida por un narrador previamente concebido y construido por el escritor; por ende, no se les debe confundir. El narrador nunca es el escritor, uno es producto de la imaginación del otro. Dentro de la historia, el narrador tiene la función de contar los hechos, describir las escenas, construir los ambientes y, particularmente, fraguar los personajes. El escritor, en efecto, mezcla los ingredientes, entre los cuales el narrador es el principal elemento, pero no el único. 

Mario Varga Llosa (1936), con su madre, Dora Llosa
Mario Varga Llosa (1936), con su madre, Dora LlosaFoto: mvargasllosa.com

EL NARRADOR DEBE ESTAR “como Dios en su creación, presente en todas partes, pero en ninguna localizable”, a decir de Flaubert. La historia puede ser establecida previamente y abastecida de esquemas, fichas o un plan de trabajo, se respete o no. Como parte de las tareas del escritor, además de construir a su narrador, está la concepción de un punto de vista: de qué forma procederá, con qué tono y desde dónde quiere abordar la historia. El punto de vista es muy importante, así sea para reunir un conjunto amplio de personajes, como en La ciudad y los perros, o en una historia más constreñida. La cuestión es que se busque la coherencia para llegar al punto más alto de la escritura, la verosimilitud: 

El lenguaje novelesco no puede ser disociado de aquello que la novela relata, el tema que se encarna en palabras, porque la única manera de saber si el novelista tiene éxito o fracasa en su empresa narrativa es averiguando si, gracias a su escritura, la ficción vive, se emancipa de su creador y de la realidad real y se impone al lector como una realidad soberana.”2

En esta poética, el ejemplo por antonomasia de la verosimilitud es el arranque de La metamorfosis, de Franz Kafka: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”. El lector no pone en duda que es un hecho irrefutable. Según Vargas Llosa, si el lenguaje y la construcción verbal no son los indicados, el relato no logrará convencer al lector. Por eso la persuasión ha acompañado a los grandes narradores; el resultado es sentir que vivimos de manera anímica lo que estamos leyendo. Si bien es cierto que actualmente grandes narradores prescinden de la verosimilitud y buscan otros efectos, como el extrañamiento o el distanciamiento, Vargas Llosa no ha cejado en esta exigencia literaria, lo cual es loable.

En la teoría de Vargas Llosa, el narrador puede aparecer brevemente y echar a andar, como lo hacía quien presenta a Charles Bovary en la novela de Flaubert: “Nos encontrábamos en clase, cuando el prefecto entró seguido de alguien de nuevo ingreso, muy bien vestido, y de una persona de intendencia que llevaba un mesa banco. Los que dormían se despertaron, y todos se levantaron como sorprendidos mientras trabajaban”.3 Como sabemos, ese alumno anónimo del salón, quien ve entrar a Charles, nunca reaparecerá en la historia, pero no dejará de narrar hasta la muerte de Emma y de Charles. 

Entre los ingredientes narrativos antes mencionados hay una serie de planos de espacio y de tiempo, así como espacios de realidad, de los cuales el narrador se sirve para acelerar o ralentizar el tiempo, cambiar de un lugar a otro. A través de estos planos es posible mudar de realidad y/o de personajes, pero también se puede saltar vertiginosamente de una conversación a otra, de una situación en un tiempo determinado a uno previo o posterior. Este recurso dota a la historia de una agilidad y de una complejidad atractivas para el lector exigente, ya que le da varias tareas a la vez: resolver quiénes están dialogando, sin tener acotaciones, pero percibiendo las características de la personalidad, las inflexiones de voz o la época en la que cada conversación sucede.4 Como tal, La casa verde (1966)5 y Conversación en la Catedral (1969) son la cúspide de este tipo de diálogos. Sobre todo la primera es una novela que, a manera de un rompecabezas, va armándose en la mente del lector a través de dos lugares distantes, un desierto del litoral, en Piura, y Santa María de Nieva, una misión religiosa en la Amazonia. Vargas Llosa aplicó esta técnica, de igual modo, en La ciudad y los perros (1963), pues es muy útil para crear un suspense narrativo que mantiene la intriga y que, incluso, la aumenta, pues la incógnita también comprende a quienes están dialogando. Por ende, las mudas de los planos temporales o planos espaciales serán una de las columnas vertebrales de los numerosos recursos del narrador.

Las mudas de los planos temporales o planos espaciales serán una de las columnas vertebrales de los numerosos recursos del narrador

En sus primeras novelas, La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la Catedral, proliferan estos recursos con tino, pero igualmente sucede así en una de las obras más recientes, Tiempos recios (2019). Ahí aparece, en el mismo capítulo, el dictador dominicano Leónidas Trujillo quien pacta con Carlos Castillo Armas para apoyar el golpe en Guatemala con armamento, hombres y dinero (1954) y simultáneamente vemos a un ya decepcionado Trujillo (años después del golpe a Jacobo Árbenz, en 1956) en diálogo con su esbirro, Abbes García, declarando que Castillo Armas no cumplió ninguna de las promesas acordadas con él.6

Por su parte, Vargas Llosa tiene la certeza de que las novelas deben poseer cráteres emotivos, momentos en los que lo sucedido emocione al lector, lo altere, lo excite o lo aterrorice. Estas escenas las compara con verdaderos volcanes, desde donde emanan los hechos inesperados, acontecimientos que hacen un punto de inflexión en la historia.

EL JAGUAR Y LA RABIA 

Entre estos conceptos, Vargas Llosa plantea que es importante utilizar la propia vida como materia prima para enriquecer las historias y a los personajes; lo explica por medio de una analogía con el ser fantástico catoblepas. Este animal fue incluido por Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero en el Manual de zoología fantástica,7 y se dice que, debido al tamaño descomunal de su cabeza, está obligado a tenerla sumergida en el barro. En una ocasión, mientras busca comida con su lengua serpentina, termina por jalar sus propias patas, hasta metérselas en el hocico. De tal suerte, el catoblepas sería el emblema del ser que se alimenta con su propio cuerpo; el escritor también debe nutrir su narrativa, consumiéndose a sí mismo. Pero, ¿qué tanto ha cumplido con este principio su propio artífice? Contrario a lo que podamos creer, la vida de Mario Vargas Llosa ha estado muy presente a lo largo de su obra, por lo cual referirla someramente nos ayudará a entender cómo ha fraguado algunos de sus personajes.

Como él ha señalado, sus primeros años, el periodo en el que toma conciencia de la presencia familiar, vivió con su madre y abuelos en Piura y, posteriormente, en Cochabamba, Bolivia. Durante ese periodo la madre, Dora Llosa, le miente, haciéndole creer que su papá, Ernesto Vargas, ha muerto: “Hasta diez años después, es decir, hasta muy poco antes de esa tarde en que, en el malecón Eguiguren de Piura, mi mamá me revelaba que el padre al que yo hasta entonces había creído en el cielo, estaba aún en esta tierra, vivo y coleando”,8 consigna Vargas Llosa en El pez en el agua. La posición de la familia materna le dio una buena educación. En un país donde la mayoría de la gente está condenada a la ignorancia, primero estudió en La Salle, después en el Salesiano. Su padre, de origen humilde, había escalado socialmente. Después de la confesión materna, toda la familia Vargas Llosa se reuniría por un periodo limitado; pero la relación con el padre era tirante: 

Al poco tiempo de estar en Magdalena, una noche, a la hora de la comida, me eché a llorar. Cuando mi padre preguntó qué me ocurría, le dije que extrañaba a los abuelos y quería regresar a Piura. Ésa fue la primera vez que me riñó. Sin golpearme, pero alzando la voz de una manera que me asustó, y mirándome con una mirada fija que desde esa noche aprendí a asociar con sus rabias. Hasta entonces yo le había tenido celos, porque me había robado a mi mamá, pero desde ese día empecé a tenerle miedo. Me mandó a la cama y poco después, ya acostado, lo oí, reprochando a mi madre haberme educado como un niñito caprichoso y diciendo cosas durísimas contra la familia Llosa.9

EL ESCRITOR REFIERE que había mucha violencia e intolerancia en su padre, lo cual podría ser originado por un complejo de inferioridad pues, en aquel momento, el presidente del Perú, José Luis Bustamante y Rivero, era pariente de la familia materna. A ello se sumaban añejas rencillas de clase, que el señor no podía superar. Su irascibilidad, acompañada de un sentido del humor ramplón y una enardecida aversión a la fe religiosa trocó la vida de la familia en un infierno. Había gritos, castigos, puntapiés y bofetadas públicas vejatorias. Mario le huía, pues tenía pavor de la presencia paterna. Todo se desarrollaba según una dinámica bastante perturbadora, hasta que un día al padre se le chisporrotearon los planes para corregir un supuesto afeminamiento de Mario: 

¿Nos podemos imaginar a Vargas Llosa como un chico apegado a las faldas de su madre y que, en su momento, desarrollaría una disposición a ser bastante religioso? Cuesta trabajo, pero así fue

Cuando me pegaba, yo perdía totalmente los papeles, y el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas. Pero ni eso lo calmaba. Y seguía golpeando, vociferando y amenazándome con meterme al Ejército de soldado raso apenas tuviera la edad reglamentaria, para que me pusiera en vereda.10

De modo que, siguiendo una idea errónea de varias generaciones, Ernesto Vargas planeaba internarlo en la militarizada para que abandonara un comportamiento demasiado femenino, según él. No fue el único equivocado en dejar la educación de su hijo en manos de la disciplina castrense; actualmente se insiste en la barbaridad de creer que disciplinas cerriles y conductismos idiotas pueden desempeñar todo tipo de labor social. ¿Nos podemos imaginar a Vargas Llosa como un chico apegado a las faldas de su madre y que, en su momento, desarrollaría una disposición a ser bastante religioso? Cuesta trabajo, pero así fue. Abrazó la religión devotamente, participó de las actividades de la Iglesia y fue un niño fervoroso: “Mientras estuve en Bolivia, hasta fines de 1945, creí en los juguetes del Niño Dios, y en que las cigüeñas traían a los bebes [sic] del cielo, y no cruzó por mi cabeza uno solo de aquellos que los confesores llamaban malos pensamientos”.11

Sin embargo, perdió la fe después de un episodio en el que un religioso sobrepasó los límites:

Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un cocacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza.

No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene.12

Mario se quedó azorado, al percatarse de que era un conato de abuso sexual, del que escapó por muy poco. Al parecer esta vez, contrario a lo que le sucedía cuando su padre lo amedrentaba, supo cómo defenderse. No es en balde que estos tres episodios de la vida de Vargas Llosa hayan sido referidos, pues dejaron una impronta significativa en él. En primer orden, el gusto por la libertad, a la que se había acostumbrado, en casa de sus tíos, en el barrio de Miraflores, y que la autoridad paterna eclipsó de forma brutal; en segundo, la relación constante con la violencia y la humillación paterna hacia él y hacia la madre. La perspectiva religiosa que pronto fue abandonada para no recuperarse nunca y, finalmente, la tentativa de violación del sacerdote. Son rasgos que subyacen en su literatura y que resurgirán constantemente en Los jefes y Los cachorros, sus relatos iniciáticos, así como en su primera y muy precoz novela, La ciudad y los perros. 

Es posible notar que el Perú se hermana con nuestros países hispanoamericanos en lo arcaizante de la educación doméstica. Las familias en Latinoamérica, machistas, posesivas, controladoras, mitigadoras de espíritus inquietos, anulan y mutilan las sensibilidades que se resisten a uniformarse. Por lo cual, la decisión de enviar al adolescente Mario al Colegio Militar Leoncio Prado es una muestra ostensible de la nula imaginación y falta de entendimiento de su padre. Los castigos, los estamentos jerárquicos, las pequeñas infamias colectivas y el orden castrense influyeron en el carácter del “perro” Vargas Llosa. 

El escritor y su madre, alrededor de 1940.
El escritor y su madre, alrededor de 1940.Foto: mvargasllosa.com

Así como en México se les llama “topos”, en Perú los “perros” son los novicios, los legos, a quienes hay que "bautizar” o aplicar “la novatada”. Ésta consiste en darles una cintariza (palabra de cuño paterno en el entorno familiar mexicano), bañarlos (con agua u otros líquidos menos salubres), humillarlos vía castigos o, inclusive, violarlos. Al ingresar al colegio militar, Vargas Llosa se encontró de cara con el régimen más idiotizante que haya: el de la milicia. Sin embargo, esta vivencia le dio la argamasa para su primera novela. Por medio de Alberto, el protagonista, la mirada del lector irrumpe para explorar el mundo de La ciudad y los perros: un entorno asfixiante, mezquino, patriotero y de mentalidades limitadas. Con base en horarios rígidos y condiciones extremas de clima, en las que imperan los gritos, la fuerza y las humillaciones, los jóvenes son obligados a llevar a cabo maniobras militares en las que su resistencia física es puesta al límite.

La trama de la novela arranca con la irrupción de un alumno en el salón en el que se resguardan los exámenes de la materia de Química, para copiar las respuestas y venderlas a la tropa —un delito perpetrado por la pandilla llamada el Círculo. Como resultado, los alumnos de la primera sección serán castigados con no salir a su casa hasta encontrar al culpable. Esto implica, de forma extorsiva, que nadie debe “delatar” a quien irrumpió en dicho salón. En esta lógica absurda, la solidaridad se vuelve complicidad. Obviamente, la delación provendrá de aquel que piense con mayor independencia. 

En pocas obras como en La ciudad y los perros se transmite con tanta precisión la soledad que se vive entre los muros de los colegios militares. Se trata de una novela polifónica en la disposición de discursos contrapuestos e independientes —como la definía Bajtín en Problemas de la poética de Dostoievski— que muestra la talentosa precocidad de ese veinteañero Vargas Llosa. Sus cadetes, Alberto, el Esclavo, Boa, Cava, Rulos, Vallano y el Gordito son sometidos a un maltrato irrestricto. Aunque haya actividades colectivas, el estudiante está irremediablemente aislado porque, en última instancia, sólo depende de sí mismo. La multitud de la tropa aumenta la soledad y la angustia, provocando en alguno de ellos la indolencia, al plantearse cometer o no un asesinato.

De forma paradójica, los cadetes están expuestos a la posibilidad de apostar en sus horas de ocio o escapar a algún burdel de mala muerte. La “Pies Dorados”, una prostituta veterana, acepta al soldado si es su primera vez, dice el vocerío de la tropa. Prolifera la adopción de animales, como la perra Malpapeada, o gallinas para usos realmente salvajes, como la masturbación. Se organizan certámenes para ver quién tiene más largo el miembro viril, razón por la cual a uno de ellos le apodan El Boa. Por lo demás, en los dormitorios alejados de la vista de la autoridad, los abusos de los grados superiores se vuelven una constante. La sexualidad homoerótica, disfrazada de virilidad descarnada, hace de las suyas, con ultrajes en grupo a los más débiles.

Al ingresar al colegio militar, Vargas Llosa se encontró de cara con el régimen más idiotizante que haya: el de la milicia.
Sin embargo, esta vivencia le dio la argamasa para su primera novela

Si en Los cachorros, Vargas Llosa ya nos había dado un atisbo de cómo estaba marcada la sexualidad para un emasculado, en La ciudad y los perros nos sumerge en los dormitorios donde la impunidad violatoria impera entre los milicos. Todos están ahí por razones equivocadas, por criterios absurdos, pobreza familiar o reprimendas sociales. Entre los novatos, en su mayoría temerosos, sólo hay uno que parece tener los arrestos para pelear y defenderse a golpes ante los más grandes: El Jaguar. Es un personaje que aparece de forma presencial, pero que también se manifiesta por medio de un monólogo, cuyos odios y obsesiones de clase son narrados de forma velada. El narrador describe la manera en que el Jaguar da su merecido a quienes iban a bautizarlo: 

“¿Usted es un matón, perro?” le preguntaron. Y entonces, fíjense bien, se les echó encima. Y riéndose. Les digo que había ahí no sé cuantos, diez o veinte o más tal vez. Y no podían agarrarlo. Algunos se sacaron las correas y lo azotaban de lejos, pero les juro que no se le acercaban. Y por la Virgen que todos tenían miedo, y juro que vi a no sé cuántos caer al suelo, cogiéndose los huevos, o con la cara rota, fíjense bien. Y él se les reía y les gritaba: “¿Así que van a bautizarme?, qué bien, qué bien”.13

Y si, por el número y mayor talla, llegan a inmovilizarlo, nunca logran rendir su voluntad. El Jaguar odia a los serranos, desprecia a la gente de clase acomodada, es obvio que en él se encarna un gran resentimiento social, como si en este personaje, Vargas Llosa hubiera concentrado toda la furia que vio en su padre. Si el niño Mario temblaba ante la presencia paterna, no podemos dejar de empalmar el hecho con la reacción de Alberto ante el Jaguar, una vez que están juntos en la misma celda.

Al ingresar al colegio militar, Vargas Llosa se encontró de cara con el régimen más idiotizante que haya: el de la milicia.
Sin embargo, esta vivencia le dio la argamasa para su primera novela

EL ESTILO LITERARIO es sobresaliente para el veinteañero que era Vargas Llosa. De inmediato sorprendió a Julio Cortázar, que la leyó aún con su primer título, Los impostores, y que recomendara su publicación mediante una carta a Joaquín Díez Canedo: “Un libro exasperado, por así decirlo, pero al mismo tiempo escrito con un dominio total de la lengua y de una maestría que sólo puede dar un talento natural para la novela”.14 La obra igualmente fue recomendada con entusiasmo al editor Carlos Barral, por el traductor francés Claude Couffon. Barral “la hizo premiar con el Biblioteca Breve, conspiró para que la novela sorteara la censura franquista, la promovió y consiguió que se tradujera a muchas lenguas”, según el autor. 

Vargas Llosa ha nutrido su obra con las experiencias de la vida, por muy negativas o trágicas que hayan sido. De ese modo, el autor utiliza su historia para crear una obra que lo desdoble en su libro: Vargas Llosa se proyecta en Alberto, en el Esclavo, en el teniente Gamboa, en Zavalita, de Conversación en la Catedral; en el guionista, de La tía Julia y el escribidor; en el teniente Pantaleón Pantoja, de Pantaleón y las visitadoras y en el burgués Rigoberto, de Los cuadernos de don Rigoberto. En suma, Mario Vargas Llosa ha logrado dar vida a sus personajes a través de su propia experiencia y de una técnica que él mismo ha ido tomando de los mejores narradores, como Faulkner, Flaubert, Cervantes o el propio Jorge Luis Borges.

Mario a los ocho años, en su primera comunión.
Mario a los ocho años, en su primera comunión.Foto: wikimediacommons.com

Notas

1 Mario Vargas Llosa, El pez en el agua. Memorias, Seix Barral, México, 1993, p. 456.

2 _______________, Cartas a un joven novelista, Ariel, México, 1997, p. 39.

3 Gustave Flaubert, Madame Bovary, Classiques Français, Maxi-Poche, Paris, p. 15. La traducción es mía.

4 Mario Vargas Llosa, Cartas a un joven novelista, Op. cit., pp. 103-115.

5 _______________, La casa verde, Punto de lectura, México, 2007.

6 _______________, Tiempos recios, Alfaguara, México, 2019, pp. 77-87.

7 Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero, Manual de zoología fantástica, FCE, México, pp. 49-50.

8 Mario Vargas Llosa, El pez en el agua. Memorias, Op. cit., p. 14.

9 Ibidem, p. 52.

10 Ibidem, p. 56.

11 Ibidem, p. 18.

12 Ibidem, p. 76.

13 _______________, La ciudad y los perros, Alfaguara, México, 1997, pp. 66-67.

14 Cfr. Julio Cortázar, Cartas 1937-1963, edición de Aurora Bernárdez, Alfaguara, Buenos Aires, pp. 489 y 492-493.