Armando Chaguaceda

Forma y sustancia

Distopía criolla

Armando Chaguaceda
Armando ChaguacedaLa Razón de México
Por:

Algunos teóricos muy populares dentro de la academia latinoamericana (Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, en primera línea) ponderan el advenimiento populista como vehículo para la representación de sujetos preteridos. Una representación canalizable dentro del entramado de la democracia representativa, atendible mediante las políticas públicas del Estado. Por otro lado, los líderes populistas se reconocen en el apoyo mayoritario validado en las urnas. “El pueblo ha hablado”, suele decir el líder electo, arropado por sus seguidores en su hora de la victoria, en su toma de mandato.

Sin embargo, pese a esos basamentos, la defensa al uso del populismo deja fuera, como señala el teórico John Keane, cuestiones importantes de la política democrática. En el proceso de constituir la soberanía popular, ¿quién puede decidir, desde el poder, quién obtiene qué, cuándo y cómo?¿Quién determina lo que cuenta como “democrático”? ¿Están los propios campeones del “pueblo” sujetos a restricciones institucionales legítimas?

Nunca hay UN pueblo, sociológicamente hablando. La heterogeneidad de expectativas, opiniones e intereses del pueblo realmente existente ponen siempre en cuestión la homogeneidad del discurso populista. Y suele suceder que el caudillo, viendo decaer su encanto por el desgaste gubernamental, culpa al pueblo por su ingratitud. Asume la alternancia como derrota y la oposición como subversión. Entonces la política populista se suicida: muta en poder autocrático.

Ciertamente, la teoría del populismo es formalmente compatible con la existencia de las instituciones y derechos de una república liberal de masas. Pero una agenda democrática -desde la izquierda y derecha no autoritarias- supone la defensa del pluralismo democrático y el Estado de derecho. Y en estos rubros, el populismo realmente existente deja mucho que desear. Al menos en Latinoamérica, sus liderazgos, movimientos y partidos más recientes han derivado en claros procesos autocratizantes.

Hay elementos estructurales -repetidos en casi todas las experiencias históricas populistas- que propenden a tal evolución. Entre éstos, la idea (inconfesada o susurrada) de perpetuidad del mandato. Porque el líder suele asumir que la transformacion radical de la nación y la encarnación del mandato popular le obligan a desechar cualquier idea de limitación en las prerrogativas del gobierno. Y, peor aún, toda posibilidad de alternancia electoral.

El populismo no sólo entra en tensión con la república por su reticencia al pluralismo y el disenso. Por su propensión a concentrar poder en el Ejecutivo y a deslegitimar a la oposición. También colisiona por el costo de respetar aquellas reglas que le permitieron arribar al poder. Por la necesidad de contentar a una opinión pública ontológicamente volátil. Es decir: el populista no sólo adversa el legado liberal, sino la misma base -democrática- de su legitimidad.

Escribo esta columna luego de debatir con colegas de tres países americanos, simpatizantes del estilo populista. Les recordé que la idea populista de una democracia sustantiva -popular, participativa- superadora de la variante formal -liberal, representativa- es una falacia. Las formas, los procedimientos y los discursos no son un simple epifenómeno de la república. Las instituciones no son artefactos autorreferentes, que flotan en el vacío.

Toda democracia es, además de instituciones, una suma de normas, representaciones, ideas y prácticas consensuadas. Ello descansa o se destruye en la (inter)acción de personas concretas. Como le dije a mis colegas: si un líder o proyecto populista nos simpatizan asumamos que ello sucede por ideología o pasiones personalísimas. Pero no porque éstos salvarán a la democracia.