Política y autocracia: entre lo preferible y lo detestable

Armando Chaguaceda
Armando ChaguacedaLa Razón de México
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Toda política implica un tipo de nexo entre medios y fines, para transformar relaciones de poder. Si el entorno es democrático, la disputa admite ritmos y modos tersos, amables.

Cuando el contexto es cerrado, bajo un poder autocrático, los recursos son limitados, asimétricos y precarios. Si, además, tus propios parientes ideológicos te niegan cualquier forma de solidaridad real —e incluso simbólica— las opciones para quienes buscan un cambio se reducen aún más.

Eso es lo que sucede hoy a miles de activistas nicaragüenses, cubanos y venezolanos. Como antes pasó con checos, polacos y soviéticos. En sociedades proletarizadas y represivas, su identidad mayoritaria —de clase, raza y género— y objetivos —de justicia y libertad— difícilmente los hace representantes de la “oligarquía fascista”. Pero esos activistas sufren, cotidianamente, el triple fardo de la represión gubernamental, la insolidaridad de sus pares globales y los listones normativos de quienes, desde la opinión pública, les reprochan no elegir mejores aliados. No cuidar sus palabras. No ser un arquetipo de pureza política.

Paradójicamente, mientras eso sucede, las dictaduras —islamistas, conservadoras, leninistas— colaboran entre sí, haciendo caso omiso a sus reales diferencias ideológicas. Erdogan convierte Santa Sofía en una mezquita mientras Putin, el ortodoxo, mira al lado. La monarquía saudita financia proyectos en La Habana. El camarada Xi Jinping y Viktor Orban, anticomunista, inauguran una universidad en Budapest. Todos se apoyan en el Consejo de Derechos Humanos. Sin remilgos. Sin que sus ismos se impongan, como dogmas, sobre sus actos.

La ideología remite siempre a representaciones sobre el mundo que queremos. Es necesaria para ordenar valores, ideas e instituciones. Pero para construir ese mundo es preciso, primero, existir. Si enfrentas un orden necropolítico que niega tu condición humana, ello es casi imposible. La ideología orienta la política, pero la política es marco para perseguir la primera. Siempre es bueno intentar lo deseable —en términos normativos— dentro de lo político. Pero como escribió Raymond Aron, al analizar la crudeza de la política real no se trata de elegir entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo detestable. Especialmente cuando confrontas, en minoría y riesgo, adversarios sin escrúpulos. Porque, al decir de Mandela, bajo una dictadura el tipo de lucha lo define el opresor.

Resulta además falso que las alianzas geopolíticas desnaturalicen tour court las agendas propias. Como he dicho antes, si aplicamos una lógica normativa, demócratas como Mandela o Walesa estarían descalificados por sus alianzas respectivas con Fidel Castro y Ronald Reagan, en plena Guerra Fría. Pero sus prioridades eran otras: liberarse del opresor concreto en su circunstancia concreta. El Congreso Nacional Africano o Solidarnosc, una vez victoriosos, no convirtió el castrismo o el neoconservadurismo en ideologías de Estado de las nacientes democracias de Polonia o Sudáfrica. Simplemente, se apoyaron en quien les ayudó. Sin olvidar el apoyo plural —desde el PRI mexicano, pasando por Jimmy Carter, al Gobierno cubano— recibido por los sandinistas contra Somoza. Y el beneplácito con que Charles de Gaulle, conservador, recibió la ayuda de la resistencia comunista —y la URSS— contra los nazis.

Volvamos al presente. En Latinoamérica ¿qué está haciendo la izquierda democrática para apoyar, de forma efectiva, a los movimientos populares reprimidos por sus parientes autoritarios? ¿Cuántos manifiestos son firmados, simultáneamente, para condenar las barbaridades de Bolsonaro y Ortega? Ahora que el nefasto Donald Trump —pretexto y realidad para tantas cosas— salió de escena ¿cuántos dedican similar energía en informarse y difundir lo que sucede con el 27N en Cuba, con Azul Positivo en Venezuela y con la Red de Mujeres en Nicaragua?

No se trata de postular, en política, un pragmatismo absoluto que, por demás, no existe en ninguna parte. Todos —tiranos, activistas, gente común— tenemos ciertas ideas y valores sobre el mundo en que queremos vivir. Pero éstos sólo pueden plasmarse si tenemos una posibilidad mínima de construirlo, transformarlo. Y, antes de eso, es preciso existir, social y cívicamente. Para que el ejercicio despótico del poder dé paso a la política. Ojalá lo tengamos más en cuenta.