Guillermo Hurtado

Aún aprendo

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado
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Hace unos años recibí una carta de Mario H. Otero (1929-2013), filósofo uruguayo que vivió en México y que, para más señas, fue académico en el Instituto de Investigaciones Filosóficas. Otero me comentaba varios asuntos académicos, pero dentro del sobre encontré una fotocopia doblada de un dibujo de Goya. La obra pertenece a la última época del artista español y lleva como título Aún aprendo.

El dibujo retrata a un anciano con una abundante melena blanca que le llega a los hombros, con barba totalmente cana y larguísima, jorobado, vestido con una túnica, que se apoya en dos bastones para poder dar un paso. El rostro del viejo es peculiar. Un ojo mira hacia al piso, como si tuviera miedo de caerse, el otro mira hacia el espectador con cierta molestia. En medio de esos dos gestos delineados por las cejas, una en reposo y la otra arqueada, una nariz ancha le da a la cara una expresión de fortaleza. Aunque las manos del viejo están deformadas por la artritis, todavía lo sostienen con los bastones para que salga de la oscuridad hacia la luz. Esta pequeña obra maestra, conservada en el Museo del Prado, pertenece al llamado Álbum de Burdeos y se estima que fue realizada hacia 1826, cuando el artista contaba con ochenta años de edad.

El dibujo de Goya me hizo pensar que los filósofos, por viejos que sean, siempre siguen aprendiendo. Aunque el cuerpo ya no responda como antes, si la mente sigue funcionando, la actitud filosófica no decae en la vejez. Es más, se afirma que la mejor edad para la reflexión filosófica es la última de la vida, ya que al desprendernos de afanes y pasiones, podemos contemplar, con mayor calma y frialdad, las realidades más hondas. Así fue como interpreté que Otero, que ya era un hombre de la tercera edad, me enviara esa estampa de la obra de Goya.

Pasaron los años y descubrí que la frase “aún aprendo” tenía su historia, lo mismo que el tema reproducido en el dibujo goyesco. La sentencia tiene su origen en la locución latina ancora imparo. Este motivo se puede remontar a Platón, Séneca, Dante y Miguel Ángel. No me distraeré aquí con las nobles reflexiones sobre la vejez que parten de este tópico; mi interés es más modesto y, he de confesarlo, más personal.

Un antecedente del dibujo de Goya es un grabado de Girolamo Fagiuoli, que lleva el mismo título, fechado en 1538 y que se encuentra en el Museo Británico. La obra representa a un anciano encorvado, de larga barba que camina con dificultad apoyándose en una andadera como la que usan los niños chicos. La lección de esta alegoría de la vejez es que no podemos dejar de aprender, no porque así lo queramos, sino porque no nos queda de otra. Se aprende a caminar cuando uno es muy pequeño y luego se vuelve a aprender a caminar, con ayuda de bastones, muletas o andaderas, cuando uno es muy mayor. Los cambios corporales nos obligan a aprender una y otra vez a realizar las tareas más sencillas, las que dábamos por supuestas por su carácter elemental, como caminar, bañarse, comer, acostarse.

La andadera representada por Fagiuoli es una versión antigua de las que poseen mi padre, de casi 89 años, y mi madre, de 83. Mis padres no sólo usan sus andaderas en sus raras salidas a la calle, sino también dentro de su casa para ir de una habitación a otra. Antes de apoyarse en esas andaderas de aluminio y ruedas de plástico, mis padres usaron, cada quien en su momento, bastones que dejaron de servirles porque ya no les daban el soporte adecuado. Caerse a esa edad y en esa condición es muy peligroso. Las andaderas han sido la solución a sus problemas de movimiento.

De un tiempo acá, he notado que ya no puedo correr como cuando era joven, que no puedo bajar las escaleras con la seguridad que tuve alguna vez. Mi cuerpo, ha cambiado con el tiempo y tengo que acostumbrarme a sus mutaciones, como si fuera uno nuevo. Yo también aprendo y me repito a mí mismo que debo seguir haciéndolo con humildad y esperanza.