Guillermo Hurtado

Dentro de diez mil años

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Los bancos, las aseguradoras y las funerarias se encargan de recordarnos puntualmente que debemos pensar en nuestro futuro. Cuando escuchamos ese consejo —que, aunque sea interesado, no deja de ser bueno— hacemos planes para dentro de diez o veinte y hasta cincuenta años. No obstante, es rarísimo que alguien se ocupe de lo que sucederá dentro de un futuro aún más distante, digamos cien años o más. Por lo regular, todos estamos absortos en el aquí y ahora, en lo que nos toca hacer para el día de hoy, para esta semana o, muy de vez en cuando, para este año. 

 Hace aproximadamente 4,600 años se construyeron las pirámides de Egipto. Estas obras monumentales todavía nos asombran por su tamaño, pero también por su antigüedad, que ha resistido el efecto corrosivo del tiempo. Las pirámides fueron pensadas por sus constructores para durar miles de años. Estas enormes estructuras de piedra son un testimonio de nuestra ambición de alcanzar la eternidad.  

Una queja que se le hace a la política actual es que está demasiado preocupada por el corto plazo. Si un gobierno dura cuatro años, por ejemplo, tiene que ofrecer resultados dentro de ese periodo para ser bien evaluado por los votantes. ¿Qué sentido tiene planear a largo plazo? Si los votantes del futuro son niños o todavía no existen, su aprobación no tendrá ningún beneficio político en las elecciones más próximas. Los faraones no se preocupaban por minucias electorales, ellos pensaban en la eternidad y, por lo mismo, no les importaba que sus obras públicas no fueran bien vistas por sus contemporáneos.  

No debe extrañarnos, por lo anterior, que quienes piensen en el futuro más distante de la humanidad no sean los gobiernos sino algunos individuos visionarios con los medios para tener un efecto a largo plazo. Uno de ellos, es el multimillonario estadounidense Jeff Bezos, fundador de Amazon, que ha donado 42 millones de dólares para el proyecto de un reloj muy particular.  

El reloj de los diez mil años —como se le conoce en los medios— fue concebido por el inventor Daniel Hills en 1986. Ese reloj, de tamaño descomunal, hecho con materiales ultrarresistentes y con una maquinaria muy compleja, pretende ser un símbolo del pensamiento de largo plazo de la humanidad. El reloj está en construcción dentro de una lejana montaña en el estado de Texas y tiene algunas características únicas: debe ser capaz de seguir funcionando dentro de diez mil años, se moverá por energía térmica, tendrá 152 metros de altura y, en vez de marcar el paso de los segundos, los minutos o las horas, como nuestros relojes convencionales, marcará el paso de los años y cada mil años hará sonar un carrillón.  

Se ha objetado que este reloj no servirá para nada a las generaciones futuras. En vez de invertir tanto dinero en su construcción, se podrían utilizar esos recursos para resolver ahora algunos de los problemas que amenazan la sobrevivencia de la especie, como el cambio climático o la propagación de las epidemias o la proliferación de las armas nucleares. Quienes trabajan en el proyecto de este reloj milenario responden que no se trata de sustituir aquellas tareas por ésta. La función del reloj es diferente, es ideológica. Lo que pretende es que la humanidad tenga un objeto que le permita pensar a largo plazo y, de esa manera, ampliar su horizonte temporal, comprometerse con su futuro lejano. Como las pirámides de Egipto en su momento, lo que se ambiciona es que seamos capaces de proyectarnos hacia un futuro tan distante que al día de hoy ni siquiera puede ser imaginado. El reloj es un instrumento tecnológico para entrar en contacto con el porvenir desconocido de la humanidad. 

Para la historia del planeta, diez mil años no es nada. Para la historia de la humanidad, diez mil años es muchísimo. Es probable que la especie humana se extinga dentro de ese lapso de tiempo. Cuando llegue la hora, el carrillón del reloj tocará por última vez sus campanas en un mundo desierto. A miles de kilómetros de ahí, lo que quede de las pirámides de Egipto será un testigo silencioso de la proeza mecánica de una civilización perdida.