Josefina Vázquez Mota

Ser guadalupano es algo esencial

SIN MIEDO

Josefina Vázquez Mota
Josefina Vázquez Mota
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“Desde entonces, para el mexicano ser guadalupano es algo esencial...”, y tal como esta canción da cuenta de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, de su encuentro con Juan Diego y de la elección del cerro en donde debiese construirse su templo, la morenita del Tepeyac en la vida de millones de mexicanas y mexicanos es algo esencial.

Desde diciembre de 1531, en que el Nican Mopohua narra la primera aparición, se escribió un antes y un después en la vida de México. La Guadalupana está en nuestra cotidianidad y es el centro de nuestra fe.

He oído decir a algunos, con todas las contradicciones que implica, “soy ateo, pero soy guadalupano”, así lo dicen y así lo viven; y es que a la morenita acudimos en los momentos más felices y en los más desoladores.

Se le piden milagros y se ofrecen con devoción las llamadas “mandas”. Las peticiones cruzan todo aquello que resulta significativo; salvar sus cosechas, la salud de un familiar, la maternidad, mantener su empleo o conseguir uno, y así se multiplican por millones.

Cuando se tiene el milagro pedido, se regresa para darle gracias, y se llevan flores, cantos o se prenden veladoras.

Las peregrinaciones que llegan diariamente de diferentes rincones del país, son protagonizadas por sectores, como los globeros, que pintan la Basílica de colores brillantes, o los organilleros y los de la marimba, que ponen a bailar a los feligreses y hacen un día de fiesta y unidad.

También se acude a ella cuando urge el consuelo, cuando el dolor es insoportable por la muerte de un ser amado; por la hija o el hijo desaparecido, por aquellos que han perdido la salud o porque el alma no encuentra consuelo ni paz.

La Virgen vive en nuestros hogares y viaja en bicicletas; está en estandartes que marcaron la historia de nuestro país, como el del cura Hidalgo; o el de César Chávez en aquella marcha que cambió la historia de nuestros migrantes en Estados Unidos.

Es peregrina y llega al mundo entero, como la peregrinación que vi en video en África, o el encendido de antorchas por su llegada a San Patricio, en Nueva York, y como los comités guadalupanos son centros de cohesión, salvaguarda, defensa y protección para muchas y muchos compatriotas.

Casi en cada familia mexicana hay historias de amor con la Guadalupana, por eso los altares en banquetas, fábricas, hogares, montañas y prisiones.

El ayate de Juan Diego refleja las nubes abriendo paso a la Virgen, rodeada de los rayos del sol, los colores de su manto son los de una emperatriz, y su cabello da cuenta de su virginidad. El mestizaje es el color de su tez, sus ojos reflejan la vida que percibieron los testigos del milagro.

En su cruz se funden dos culturas, Quetzalcóatl y Cristo; sus manos son ahora y siempre refugio del desvalido. La cinta negra no deja duda de su embarazo y las estrellas en su manto son las constelaciones que brillan sobre el Valle de México. La luna negra con el ángel son un código de amor, de esperanza, de un nuevo comienzo, un códice de sincretismo.

Y hace apenas unas horas, escuché gritar a una de las pocas peregrinas que llegó a las puertas de la Basílica, “Virgen de Guadalupe, tú eres nuestra patria”. Por estas razones es que para millones de mexicanas y mexicanos ser guadalupano es algo esencial.