Julio Trujillo

El arte de olvidar

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Solemos olvidar la importancia del olvido, pero sin éste, la vida sería insoportable. En la sinapsis relampagueante del pensamiento se lleva a cabo un constante proceso de discriminación y descarte, una profilaxis contra el alud de la información que nos rodea.

Cuando se nos dice que somos nuestros recuerdos, debemos tomar en cuenta que éstos son un porcentaje microscópico que hemos mantenido instintivamente por salud mental, una selección de un todo monstruoso que nos aplastaría. Vivir es olvidar. Y no poder olvidar es una condena inconcebible. Temístocles, el célebre general ateniense, tenía una memoria prodigiosa, y su queja era precisamente ésa: “Recuerdo aun lo que no quiero, pero no puedo olvidar lo que quiero”.

Ya Borges nos regaló la formidable pesadilla de Funes, cuya retención era total: “Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso”. En el espantoso mundo de la retención total, cada cuadro de nuestra visión debería tener un nombre, pues el “perro” que vimos al mediodía, de perfil, es enteramente diferente del “perro” que vimos en la tarde, de frente. La generalización es imposible, y las ideas platónicas, una especie de utopía.

Hubo un Funes real: Solomon V. Shereshevsky, tratado durante más de treinta años por el neuropsicólogo soviético Alexander Luria (mentor de Oliver Sacks), cuyos estudios resultaron en el formidable libro La mente de un mnemonista, un pequeño libro sobre una gran memoria (1968). Al fracasar como músico y como periodista, Shereshevsky decidió sacar ventaja de su extraordinaria memoria y montó un espectáculo mnemotécnico para ganarse la vida, circo de sí mismo. Pero, ay, no sabía olvidar, y uno de sus muchos problemas era que no podía borrar la información de las sesiones anteriores de su espectáculo, de tal forma que ellas interferían y volvían muy confuso su momento presente. Shereshevsky razonó que, si nosotros tomamos notas para recordar, él tomaría notas para olvidar, pues aquello que anotamos ya no necesitamos recordarlo. Pero la estrategia, admirable, resultó inútil: él veía sus notas en la mente. Decidió quemar las notas, deseando que esa información también se calcinara en su mente, pero fracasó también: “Ni siquiera el fuego era capaz de borrar los rastros de lo que debía ser destruido”, anotó Luria.

Poco a poco, Shereshevsky se enseñó a olvidar con pura autogestión, deseando con todas sus fuerzas que equis información no resurgiera. El parteaguas sucedió un día que ofreció cuatro funciones de su espectáculo, día en que impidió que las tres primeras funciones aparecieran para frustrar la última. A esto, la neurociencia lo llama “inhibición de la recuperación”. Acaso un mejor nombre sea ars oblivionis o “arte del olvido”, y vaya que es un arte, un arte involuntario. Porque no parece del todo sencillo, o incluso posible, que podamos olvidar a voluntad (una persona, un suceso, una pesadilla), ¿o sí?