Buscando a Francesca Woodman

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio TrujilloLa Razón de México
Por:

En enero pasado se cumplieron cuarenta años del suicidio de Francesca Woodman, cuyo nombre, aún, sigue sin decirle nada a mucha gente. Pero Woodman, no obstante la brevedad de su vida (murió a los 22 años), fue una de las fotógrafas más originales del siglo XX, una predecesora y negadora de la selfie: su propia imagen e identidad le obsesionaron, pero en lugar de evidenciarse, de reproducir su imagen sin una reflexión crítica o sencillamente interrogante, Woodman se mostró a sí misma como una artista fugaz, en el proceso de borrarse, o escondida, o incluso mimetizada con la escenografía de sus autorretratos.

Si las selfies promocionan al sujeto, “perfeccionándolo” con una serie de filtros, los autorretratos de Francesca Woodman la emboscan, la velan, su desnudez sólo la oculta más (“lo más profundo es la piel”, dijo Valéry) y sus filtros —por llamarlos así— son otros: la distancia estética impuesta por el blanco y negro, el deliberado patetismo de la escenografía, la elocuencia y la crudeza de las ruinas… Fue una fotógrafa prodigio previa a Cindy Sherman y Nan Goldin, posterior a Man Ray y Claude Cahun, cuya obra resuena naturalmente hoy como una búsqueda del ser, su ser, desde el propio cuerpo y sus pliegues y repliegues, desde la soledad, la juventud, la desubicación, la impostación y el dolor, el dolor de estar viva.

No un dolor atormentado, como su suicidio sugeriría (se aventó desde la ventana de su departamento poco antes de cumplir veintitrés), sino el dolor de haber nacido sin que le pidieran permiso y con un montón de preguntas sin respuesta. Las fechas dicen lo que dicen: nació en Denver en 1958 y murió en Nueva York en 1981, hija de padres artistas, pasó temporadas en Italia (con largas visitas a la librería Maldoror, en Roma, especializada en surrealismo), estudió en la Rhode Island School of Design, fue extraordinariamente consciente de su propia obra (eligiendo una foto entre docenas de la hoja de contactos), batalló para conseguir trabajos, padeció depresión y lo terminó todo a una edad precoz. Lo resumo groseramente porque quiero volver a sus imágenes (se conocen alrededor de mil fotos impresas en un periodo de producción de apenas ocho años): Francesca desnuda haciéndose lo más evanescente posible, alargando los tiempos de exposición para conseguir el borrado de la imagen, poniendo en primer plano una intimidad fácil de canjear a cambio de mantener en sombras la habitación de su mente, imprimiendo en pequeña escala para obligarnos a acercarnos y buscarla, casi casi preguntar por ella, burlando al presente con escenografías anticuadas… Ya desde su primer autorretrato a los trece años, hecho con la cámara Yashica que su papá le acababa de regalar, vemos a Francesca Woodman desaparecer detrás de su propia cabellera, restarse, ocultar al mostrar. A un amigo le dijo una frase reveladora: “Muestro lo que no se ve”. Ella, exhibiéndose compulsivamente frente a la lente y de alguna manera diciéndonos: esto no es lo que importa, hay que rastrear mejor, búscame más. Otro colega fotógrafo dijo de ella: “vivió su arte, se pareció a su arte, tuvo el vocabulario de su arte”. Una artista completa, fugaz, desafiante, a la que seguimos buscando.