Julio Trujillo

Cien mil billones de poemas (y más)

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

No sé cómo ocurra con otros poetas, pero yo nunca estoy seguro de qué dirá, cómo será, el siguiente verso que voy a escribir.

Es cierto que el primer verso de un poema a veces viene “dado”, que ha resonado en mi mente por días o meses, que se me ha ocurrido que ese conjunto de palabras bien podría ser el inicio y detonador del poema, pero… ese mismo verso, ¿de dónde vino?, ¿cómo elegí, o llegó a mí, esa particularísima combinación de sintagmas? No sé bien. Sí sé que el azar juega un papel incluso en la más cerebral de las composiciones.

Pensemos en los Cien mil billones de poemas de Ray-mond Queneau, publicado por Gallimard en 1961. Es un libro que, de hecho, contiene sólo diez sonetos, pero cada verso ha sido recortado para ofrecerle al lector la posibilidad de moverlo de lugar y combinarlo a placer con otros versos a su vez removibles. El número posible de combinaciones entre diez sonetos de catorce versos cada uno es diez a la catorce, es decir 100, 000, 000, 000, 000, es decir cien mil billones. Esa cifra patafísica no es ilimitada y proviene de un pequeño conjunto de palabras. Escribió Queneau: “Este pequeño trabajo permite a todos componer a voluntad cien mil billones de sonetos, todos regulares, por supuesto. Después de todo, es una especie de máquina para hacer poemas, pero en cantidades limitadas; es cierto que este número, aunque limitado, proporciona lectura durante casi doscientos millones de años (leyendo las veinticuatro horas del día)”.

Más que la brillante demonstración de Queneau (“el más inapresable de los escritores franceses”, según Hubert Juin) con la que confirma la capacidad de la poesía, esa ars combinatoria, para reinventarse y ser siempre nueva, me llama la atención cómo incluso en ese cajón, vasto pero finito, trabajan el azar y el accidente, la particularidad de cada lector ya convertido en autor, las circunstancias también inapresables, las causas y efectos que rebasan cualquier intento de predicción y explicación. El propio Queneau, autor de esos 140 versos, mente maestra detrás de la “matriz”, no podría ni pudo imaginar los poemas enteramente nuevos que su máquina fue y es capaz de producir.

El copyright de una obra así se antoja alucinante y en última instancia imposible. ¿De quién es uno de esos cien mil billones de sonetos generado décadas después, digamos, por un algoritmo programado para combinar los versos? Otra pregunta, ¿existen los poemas cuya combinación no se ha dado aún? En el matrimonio potencial entre una palabra y otra, en esa tentativa fricción, radica un misterio que no sólo es insalvable, sino que, me apresuro a decir, no queremos desentrañar. La posible alianza entre dos palabras, y de esas dos con otras dos, genera una emocionante tensión que se respira en el aire. Lo que hizo Queneau fue, genialmente, condensar en una semilla de diez sonetos lo que sucede siempre con la creación literaria y poética en particular (no hablemos de notaciones musicales, gamas de colores, etc.): ¿no es nuestro vocabulario un colosal libro abierto a todas las combinaciones posibles, un acervo que siempre nos sorprenderá? ¿Podremos quejarnos de bloqueo, de falta de originalidad?