Julio Trujillo

Un cumpleaños para Philip Larkin

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Mañana, 9 de agosto de 2022, es el centenario de Philip Larkin. Cuando lo invitaron a participar en un librohomenaje en ocasión de los sesenta años del poeta, Alan Bennett anotó dos cosas: “Un cumpleaños para Philip Larkin es como invitar a Simone Weil a una cena a la luz de las velas en el restaurante de su elección”.

Y: “¿Y por qué ahora en particular? Aparentemente, tiene sesenta años, ¿pero, cuándo no los ha tenido? Es una costumbre suya tener sesenta años, una profesión”. 

Ambas viñetas pintan de cuerpo entero al poeta, taciturno profesional, campeón de la timidez y adulto amargo y brillante pasmado en esa etapa de la vida que todavía no es la vejez, pero la anuncia. “Creo que el desarrollo es una especie de mito. Muchos escritores no se desarrollan”, confesó Larkin, como si nos hiciera falta comprobarlo, pues su poesía es de una inquebrantable constancia tonal: la velocidad crucero del fastidio, pero también la del poeta comprometido con su arte, al grado de sacrificar la vida por él. Imposible imaginarlo joven, o niño: su obra poética, que básicamente consta de tres delgados volúmenes separados cada uno por una década (The Less Deceived, 1955; The Whitsun Weddings, 1964; , 1974), nació madura como un fruto listo para caer. Hacia la conclusión de su vida, y después de una sequía de tres años, le puso punto final a su célebre poema “Aubade”. Jamás se vio tentado por la prisa para articular, con el rigor de un relojero, sus artefactos verbales. Y basta seguir, línea a línea, el poema mencionado (“Albada” en español) para entender la precisión, la inevitabilidad, el ritmo perfecto de todo el mecanismo que sólo meses y meses de cavilación pudieron concebir. Al final de una noche de insomnio, se anuncia el alba y, con ella, la muerte, que acecha, un día más cercana al desenlace: esa certeza, la certeza de la nada, del absoluto vacío, produce un miedo frío característicamente larkiniano, un miedo que ni la religión ni el estoicismo disipan, una terrible sensación al margen, al borde de la visión:

Una pequeña mancha desenfocada, un escalofrío 

permanente, que deja todo impulso en indecisión. 

Ese escalofrío y esa mancha se expresan, paradójica y casi milagrosamente, con una prístina claridad de medio día: he ahí el genio de Larkin. “Embelleció el sufrimiento”, dice su crítico más fiel, Clive James, y dice bien. Y es esa claridad con la que redactó sus miedos, sus fobias y el profundo conocimiento de su propia alma, lo que lo hace tan querido para sus lectores, que se pueden reconocer y observar en el terso espejo de su poesía (y citarlo constantemente), una poesía sin filtros, como la realidad. “La poesía es un asunto de cordura, de ver las cosas como son”. En esa aseveración suya, tan lejana de lo sublime y del fuego verbal, radica una ética que es una estética: la de la crudeza de las cosas como son. No hay consuelo en esa poesía, salvo el del arte mismo de cada verso y el de la armonía del conjunto, pero, a veces, como en un cuadro de Hopper, un rayo de luz atraviesa la desolación. Larkin, quien pareciera tener una constante nube negra sobre su cabeza, es también el autor de “Solar”, una oda al sol cuya última estrofa traduzco, para su cumpleaños:

Acuñado ahí, entre

horizontales solitarias,

tú existes a la vista.

Nuestras necesidades

suben y bajan como ángeles.

Te abres como un puño

y das, das para siempre.