Julio Trujillo

Sol de Sorolla

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Me dijeron que iba a llover todo el domingo en Madrid, pero no hice caso. ¿En Madrid? Nah. De llover, llueve en Cornwall, donde vivo eternamente rociado por rachas súbitas y violentas de un agua tan perseverante como la gente que la desafía. Y salí a pasear temprano por una de las ciudades que más me gustan del mundo.

Sin paraguas. Todo iba bien en los primeros minutos que, aunque crispados de frío, me ofrendaron un kiosco enorme con toda la prensa dominical y esas ofertas que disfruto tanto (hoy, por ejemplo, un Conde de Montecristo por 1 euro). Pero apenas dejé ese oasis, comenzó a caer una lluvia pertinaz, molesta, inquisitiva.

¿Qué hacer? Pensé que, si López Velarde había combatido el frío con un abrigo de coñac, yo, guardando todas las distancias, podía secarme bajo el sol de Sorolla, cuyo museo estaba a una cuadra de distancia. Y entré, y era gratis, y no había nadie. El contraste instantáneo fue brutal: me recibió la imagen de un niño bañando a un caballo en el mar, ambos hirviendo en una luz cenital que deslumbra y calienta la sangre, la habitación, la ciudad. Y ese milagro no sólo acontece en sus queridas costas y playas: casi no hay cuadro ni interior que no esté encendido por un filón, un rayo, una ventana secreta. Y los encuadres, muchos de ellos, se desbordan del lienzo, como si, a pesar del aire libre y del caballete en exteriores del que fue maestro (fue el pintor “plenairista” por antonomasia), a pesar de la vastedad de los campos de España, Sorolla no hubiera tenido espacio para el tiempo, no para sus modelos sino para el tiempo en el que la vida sucede. Lo cazó, lo fijó en su mirilla, lo encuadró, al instante faustiano.

Y se desbordan, modelos y tiempo, mujeres y montañas, veleros y sombras, porque las sombras en Sorolla son portavoces de la luz, sombras moradas y azules, opacidades moviéndose en el agua, dibujando espectros en la arena o desordenando volumétricamente una sábana (¿o toalla?) blanquísima, la sábana que ha dejado de cubrir a la joven después del baño. Cuando se dice que fue un maestro de la luz, entendemos que estaba acosando al tiempo. ¿Se ha escrito sobre la velocidad en la ejecución de Sorolla? Velocidad que será, tras su carrera demasiado humana, tiempo suspendido… Pero es la infancia representada por Sorolla la que triunfó ayer domingo sobre la lluvia y el frío de Madrid, sus niños como dioses en la orilla, ensimismados por las ondas, transformándose en la luz, jugando, jugando en un lugar a salvo de la muerte, dotando a la inocencia de un poder inusitado, el del desprecio de la Historia y de la interpretación: vida en estado puro. Niños, niñas, hermanos, hijos, bebés bajo el amparo de los parasoles, creciendo y cociéndose porque cada segundo de la existencia es una fragua o cocina del siguiente segundo: eso es lo que pintó Sorolla con maestría, ese proceso en el que un instante comienza a transformarse en el siguiente instante. Pintor del devenir. Uno no espera que sus figuras cobren vida, no, pues se hallan “congeladas” (ay, mejor digamos fijas para siempre) en ese brinco del que habló el poeta René Char: “Ser del salto. Y no del festín, su epílogo”. El tiempo salta en los cuadros de Sorolla, extático, como la pelota que pateamos en la infancia y jamás caerá. Salí y era tarde, por supuesto, las horas se habían acumulado mientras yo las ignoraba. Y ya no llovía. Y Madrid parecía recién bañado bajo el agua de la luz.