Temporada de sirenas

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio TrujilloLa Razón de México
Por:

Otoño es temporada de sirenas porque en noviembre el mar indica que hay que volver a casa.

Homero sabía que, cuando las Pléyades salen vespertinas, es momento de amarrar, y el gran escritor gallego Álvaro Cunqueiro (hoy olvidado) apunta: “Yo he descubierto que fue el mismo santo, San Ulises, quien descubrió a la vez el remo y el deseo de volver al hogar”. De ese regreso lleno de añoranza se aprovechan las sirenas, que tientan al navegante, le hacen falsas promesas y terminan por perderlo. Sabemos que Ulises tapó con cera los oídos de sus remeros y se hizo amarrar al mástil de su barco, para poder escucharlas sin morir. Y sabemos también, gracias a Julio Torri, que si uno está dispuesto a perderse, a ceder, entonces las sirenas callarán... Se dice que hace siglos que no se escucha su canto, seguramente porque hemos dejado de creer en ellas, pero en otoño, cuando el océano está cargado de nostalgias, uno las presiente en la tentación del agua.

Las sirenas cantan, hablan, su locuacidad es conocida, aunque también se insista en que no se les entiende demasiado, en que lanzan palabras sin ton ni son. Esta idea es linda y convincente: de entenderlas por completo, ¿serían tan atractivas? Probablemente sus canciones eran ininteligibles, “lo que no quitaba nada a su capacidad de seducción: una buena declaración de amor ha de contener ciertas dosis de incoherencia”, apunta Cunqueiro. El misterio magnetiza. En una nota a pie de página, Borges menciona a una sirena que vivió en

Haarlem en el siglo XV: nadie le entendía, pero la sirena por instinto veneraba a la cruz y aprendió a hilar, de lo que se deducía que no era un pescado (pero tampoco una mujer, pues vivía en el mar).

¿Qué son las sirenas? En La Odisea son mitad mujer y mitad pájaro, pero en las imaginaciones nórdicas son mitad mujer y mitad pez. Ovidio dice que son pájaros de plumaje rojizo y cara de virgen. En algunas tradiciones son ninfas, en otras, demonios, o de plano monstruos. Para algunos, sencillamente representan los peligros de la navegación marítima (todo ha de ser una metáfora), y para otros son la imagen misma de la muerte. Alguien apunta, más convincentemente, que son “la autodestrucción del deseo”. Como la saciedad, desengañan, son la desilusión instantánea que nos acomete cuando hemos consumado un apetito, pero esa desilusión es locura, es muerte.

No uso el término saciedad caprichosamente, pues una pregunta obligada que ha venido formulándose por siglos es si las sirenas son comestibles. Duda un tanto cruel, pero legítima, y que un especialista resolvió así: “En primer lugar, la parte de la cola, la parte pez, comerla no sería antropofagia. En segundo lugar, sería una cuestión más de imaginación que de apetito”. Cunqueiro no sólo se pregunta si eran comestibles, sino cómo eran cocinadas, lo cual devuelve la cuestión al apetito. Crudas, por supuesto, en sashimi.

Los poetas las han frecuentado, faltaba más. Walter de la Mare tiene un par de poemas célebres, y Alfonsina Storni también. Amado Nervo presume: “Yo nado / y una lírica tropa de sirenas /va tras mí por el mar alborotado”. Eliot se resigna: “No creo que canten para mí”. Louise Glück, flamante premio Nobel, tiene un poema titulado “Sirena” cuyo primer verso lo dice todo: “Me convertí en criminal cuando me enamoré”. Quedémonos con esa elocuente imagen, atémonos a un mástil y callemos.