Los amantes más allá de la zona de confort

COLUMNA INVITADA

Martín Alomo
Martín Alomo
Por:

“La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes. Los amores cobardes no llegan a amores ni a historias, se quedan allí” dice la canción de Silvio Rodríguez. Se quedan allí, cómodos, en la zona de confort. Si el poeta está en lo cierto, entonces el amor demanda de los amantes un esfuerzo más; un paso más allá de lo viejo conocido, de eso que ya sabemos que funciona. Podríamos preguntarnos entonces por qué. ¿Por qué arriesgar algo que marcha por algo que no sabemos cómo resultará pero que sí sabemos que nos alterará la vida, complicándola? 

Los amantes son la respuesta en acto a dicha pregunta. Ellos dicen: me arriesgo porque no quiero vivir sin mi amada o sin mi amado, la vida no tiene sentido si no estoy a su lado.

Más allá de la zona de confort o del principio del placer. En ese más allá está el amor-pasión, delicia desgarradora, que Stendhal en Del amor describe como “caminar al borde de un horrendo precipicio mientras se toca con la mano la ventura perfecta”. Me refiero al amor de verdad, el que cuenta, el de los amantes: el deseo, la pasión, la verdad de los cuerpos que se enlazan y se desenlazan solo para hacer surgir la idea y el espacio-tiempo de volver a empezar, de enlazarse una vez más.

¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo podría no ser incómodo e incomodante -además de maravilloso- ese contacto con el ser amado y, más precisamente, con el cuerpo del amado, toda vez que no está en nosotros? Es extraño: el cuerpo del amado no está en nosotros, no somos él, y en contacto con esa idea algo de nuestro propio cuerpo ya no está, es solo una herida, una cáscara que el amante hace existir con su mirada y su contacto.

Cada encuentro es la ocasión de actualizar la separación tajante que implica que mi amante es otro, es otro cuerpo, no está en mí, está afuera. Por eso mismo, porque no lo tengo y porque no soy él puedo tenerlo aunque sea un momento, de a ratos. Solo a condición de establecer un trato cercano y fluido con la falta puedo gozar del encuentro con el cuerpo de mi amado o amada. Es porque no soy él que puedo hundirme en un mar de pasión entre sus brazos y sus piernas, que son suyas aunque las quiera mías.

Pero porque son suyas puedo amarlo. Finalmente, no es Agatón quien da la clave de la angustia de Alcibíades -me refiero a El Banquete, de Platón-. No puede ser bello y bucólico el amor, naif en su expresión tierna. No, el amor apasionado está apoyado en una profunda herida: eterna carencia la de los amantes que se desean justo allí donde no son.

El cuerpo amado

¿Qué es un cuerpo? Dice Roland Barthes: “Todo pensamiento, toda emoción, todo interés suscitados en el sujeto amoroso por el cuerpo amado”. Ese cuerpo amado que ex-siste al cuerpo simbólico hecho de pensamientos, de palabras articuladas, de texto amoroso suscitado por el cuerpo desesado funciona como causa de deseo.

Alcibíades dividido por el deseo amoroso -o por el amor deseante- que siente por Sócrates, quien sin embargo no corresponde su demanda erótica, aun cuando no hubiera desechado con su elusión el mantenerse en presencia de su amante declarado (¡incluso bajo las sábanas!) profundizando de ese modo el sufrimiento desagarrado de aquél. “¡No saben cuán pérfido puede llegar a ser ese hombre!” protesta Alcibíades indignado. Mientras tanto, el cuerpo de Sócrates -como el cuerpo de una mujer- sostiene la escena con su abstinencia (en esto se comporta como un analista).

El cuerpo amado por el sujeto de la enunciación del narrador animado por Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso, al menos ése, es mujer. El cuerpo deseado de la mujer en el lugar de causa de deseo del hombre que la ha vuelto partenaire-síntoma ex-siste al cuerpo textual, del mismo modo -o parecido- que ex-siste al cuerpo textil que la viste y la envuelve. En este último caso, su cuerpo ex-siste a la envoltura de un modo interior, también íntimo, denunciando la oquedad, el vacío necesario que condiciona tanto el agujero de lo simbólico como el orden cósmico de la estética, de la imagen. Escribe Barthes:

“Veía todo su rostro, su cuerpo, fríamente: sus pestañas, la uña de su pulgar, la finura de sus cejas, de sus labios, el esmalte de sus ojos, un toque de belleza, una manera de extender los dedos al fumar; estaba fascinado -no siendo la fascinación, en suma, más que el extremo del desapego- por esta suerte de figurín coloreado, porcelanizado, vitrificado, en el que podía leer, sin comprender nada, la causa de mi deseo”.

Aquí tenemos el cuerpo amado vuelto objeto, incluso parcializado en pequeños objetos, fetichizado. Entonces el cuerpo en cuestión es el de la amada. ¿Esto nos llevará a decir que siempre, cada vez que se trate del cuerpo amado, más bien deberíamos escribir “el cuerpo de la amada”, prescindiendo incluso de la anatomía? ¿El Sócrates de El banquete es mujer?

El cuerpo deseado de la mujer, en el lugar de causa de deseo del hombre que la ha vuelto partenaire-síntoma ex-siste”. ¿Ese cuerpo debe ser siempre, necesariamente, el cuerpo deseado de la mujer o bien el cuerpo de la mujer deseada?

Cuerpo de mujer amada, pleonasmo de real que desde la oscuridad evoca el misterio mismo del deseo. Misterio que se aloja en el síntoma que divide al hombre que eleva al plano de lo divino a esa Otra, representante del sexo radicalmente Otro encarnado en un ejemplar siempre maravilloso tras el cual subyace el cuerpo, fetiche negro -aun cuando su piel pueda ser blanquísima- que convoca las pasiones más desenfrenadas.

Síntoma del hombre, lengua de mujer, deseo fetichizado en el cuerpo de la amada. En la oscuridad del deseo, como dijera Serrat, “es conveniente y hasta imprescindible tener a mano una mujer desnuda”.

El Otro sexo, en lo que atañe a su goce y a su modo de relacionarse con el cuerpo amado, tal vez derrame cierto don de ubicuidad más allá de la lógica fálica y aun de la anatomía, en los cuerpos que se hacen, apasionados, cosas.

El cuerpo de los amantes: sintagma discordado que alude a la fusión del Uno a la vez que a la separación solicitada por el plural. Conflicto insoluble, esporádicamente velado por la metáfora del amor en el lugar de la complementariedad que no hay.