Rafael Rojas

Del pachuco al bardo

VIÑETAS LATINOAMERICANAS

Rafael Rojas*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Rafael Rojas
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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L a crítica intentará ubicar la película Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu, en la evolución de la filmografía del director mexicano o en la historia de la cinematografía global. Hay, sin embargo, un género literario, el ensayo mexicano, con el que la fuerte carga visual y el argumento concentrado de esta película dialogan de manera inocultable.

El espectador se queda rumiando imágenes como las de la muerte de un recién nacido, las caravanas de migrantes que atraviesan un desierto cuarteado, Hernán Cortés justificando la conquista sobre una montaña de cadáveres en el Zócalo, una parodia de los niños héroes de Chapultepec o la metáfora de los muertos y desaparecidos desde la Guerra Sucia hasta la violencia de nuestros días.

Pero Bardo se posiciona muy bien en la tradición ensayística sobre la identidad mexicana, que va de El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz a La jaula de la melancolía (1987) de Roger Bartra, y que en las últimas décadas ha suscitado nuevas visitas e interpretaciones. Los temas centrales del film, de hecho, podrían definirse como dilemas de la identidad de un artista y un país, que vive dislocado entre Estados Unidos y México.

A Paz se le alude directamente en la película, en el pasaje sobre Cortés, donde González Iñárritu cuestiona los mitos civilizatorios de la conquista y la evangelización. Bartra, en cambio, aparece metafóricamente, por medio de los ajolotes que el personaje del hijo pierde en su traslado a Los Ángeles y que el padre intenta recuperar, en un acuario, antes de colapsar en el vagón del metro.

Los ajolotes muertos, lo mismo que las réplicas al discurso de Cortés y a la genealogía de los “hijos de la Malinche”, funcionan en el film como certificaciones del agotamiento de un discurso identitario ligado al mestizaje y a la negación del “pachuco” como ser “flotante”, “sin origen”, bufonesco o dual, que planteó Paz.

La visión del migrante, en Bardo, es muy distinta, toda vez que el protagonista y su familia aparecen como parte de la gran diáspora mexicana en Estados Unidos. Mientras Paz se presentaba como un “residente” en Los Ángeles, el periodista y documentalista de Bardo reclama a un agente consular mexicano-americano su derecho a llamar “casa” a la gran urbe californiana.

La casa misma, o las dos casas, del protagonista, se intercambian y funden en la metáfora del desierto, al final de la película, como símbolo de la superación de las dicotomías del nacionalismo mexicano del siglo XX. La esencia transnacional del México del siglo XXI queda expuesta desde el primer tenso intercambio entre el padre y el hijo.

Bardo es Homero, el trovador, el poeta, el cronista de la epopeya de la ciudad. Y bardo es también el estado intermedio o de transición que, según el budismo, sigue inmediatamente a la muerte. Las dos cosas son esta película, un poema y un limbo, que colocan la identidad mexicana en la asunción de su desplazamiento territorial en la era de la globalización.