Valeria Villa

Año nuevo

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa
Valeria Villa
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Empezó el 2021 y a pesar de que el contagio y la muerte siguen su curso implacable, seguimos esperando que el año nuevo inaugure un capítulo en nuestra vida. Por estadística, las personas tienden a ponerse metas en periodos compartidos de tiempo: el fin de año, la fecha de cumpleaños o el aniversario de algo importante como la recuperación de una enfermedad.

Quizá hemos pensado con más intensidad que nunca qué queremos hacer en un futuro, por ahora imposible, además de no morirnos. Antes del Covid, los primeros días del año solían ser de propósitos estereotipados como bajar algunos kilos, ordenar las finanzas personales, cambiar las rutinas que ya no funcionaban, mejorar nuestras relaciones, mover los muebles y muchos otros rituales que simbolizaban cambio, novedad, progreso. Sin embargo, estos días, cuando hablo con mis pacientes, siguen siendo de miedo y de nostalgia por la vida perdida. Es difícil pensar en lo que estábamos haciendo en enero y febrero del año pasado y no sentir tristeza por todo lo que teníamos y que quizá nos parecía normal. Tomarse un café con amigos, correr en el parque, ir al cine, salir a bailar. Nada del otro mundo, pensábamos.

La pandemia es uno de los eventos más indeseables y horribles de la historia contemporánea, pero también una oportunidad de reordenar las prioridades. Claro que no todos reaccionamos igual y hay quienes no han podido con el encierro y eligen viajar, reunirse, celebrar como si la vida y la salud no corrieran peligro. Cuidarse en países donde el cubreboca y el confinamiento no es obligatorio, deja decisiones de alta complejidad en manos de la población. Nadie podrá negar que la vida en el encierro es un mundo raro y a veces triste, que ocurre en un solo espacio, con las mismas personas, todo el tiempo. Freud decía que las pulsiones de vida y muerte coexisten en el mundo interno. También explicaba que algunas personas llegan al mundo con una pulsión de muerte más intensa, endógena. En eso pienso a veces, cuando veo que la gente se reúne, viaja, no se protege, y aunque el contagio de un virus es un asunto que implica responsabilidad colectiva, también es cierto que si el Estado no sanciona las pulsiones de muerte de sus ciudadanos, para protegerlos de sí mismos, no hay mucho que se pueda hacer.

En el 2020 aprendimos que aislamiento no tiene que ser desolación y que podemos seguir conectados gracias a la tecnología, que no sustituye un beso o un abrazo, pero que permite seguir cultivando el amor y la amistad en la distancia. También fue un año en el que vimos muchos actos de solidaridad: nunca antes hubo tantas personas pidiendo ayuda en las redes para pagar hospitales o para conseguir trabajo y obteniendo respuestas tan alentadoras. La labor de médicos y enfermeras en las peores condiciones para su propia salud, nos hizo revalorar su trabajo como nunca. El 2020 también fue el año en que la fragilidad y el sufrimiento cobraron protagonismo, como rasgos innegables de nuestra humanidad. Hemos tenido que aprender a convivir con la idea de la muerte, que siempre estuvo ahí, pero que ahora no podemos seguir evadiendo. También nos dimos cuenta de que muchas de nuestras estructuras y rutinas de vida venían dictadas desde afuera. El reto de seguir adelante de forma autónoma nos hizo conocernos más.

La depresión, la ansiedad, las fobias diversas, el consumo de sustancias, se dispararon junto con el virus. El año que recién terminó, hizo indispensable la compasión por uno mismo y hacia los demás. Todos hemos hecho lo que hemos podido, desconcentrados, insomnes, crudos, hartos, asustados, tristes. Perdonarse las fallas en lugar de documentarlas es más importante que nunca. Lograr una reconciliación privada con eso que descubrimos en medio de tanta soledad puede ser una meta íntima para el año que comienza.