Valeria Villa

Perros, imbéciles felices

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Valeria Villa
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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En el libro Perros, de Mark Alizart (Ediciones La Cebra, 2019) leí que un día los perros reinarán sobre la tierra. Así lo dice un texto de ciencia ficción de Clifford Simak, escrito después de la Segunda Guerra Mundial: los humanos se habían extinguido después del conflicto armado y sólo sobrevivieron los animales. Los perros se volvieron hablantes y vegetarianos, más inteligentes que sus antiguos amos y mil años más tarde hacen volver el orden al planeta, instalando un gobierno pacífico y amoroso.

Que los perros nos reemplacen en un escenario ficticio es una gran idea. Son resistentes: crecieron lejos de los lobos, fueron encerrados, adiestrados, golpeados, y sobrevivieron. Comen lo que sea, duermen en el piso, se adaptan a todo, se vuelven el mejor amigo de quien los quiere y los cuida. Son delicados y a la vez fuertes y brutales. Son alegres, se divierten, tienen una facilidad de ser. Alizart dice que parecen haberse transformado en filósofos, porque se conforman, como los estoicos, con lo que la vida les ofrece, con simplicidad y gratitud. También hay perros infelices, perros neuróticos y perros tímidos, pero casi siempre fueron maltratados. Basta con que un perro encuentre un buen amo para que vaya siempre hacia la felicidad, como un girasol se dirige hacia el sol. A veces se nos vuelve invisible ese milagro que es la alegría de los perros.

A pesar de sus cualidades excepcionales son blanco de injusticias. A veces se piensa que su alegría es consecuencia de que son imbéciles felices. Como Goofy, Pluto o Scooby Doo. Ningún país tiene al perro como símbolo nacional, como el gallo galo lo es de Francia, el oso de Rusia, el cóndor de Bolivia. Hay excepciones: Lassie, Médor, Hachiko, son perros buenos, obstinados y heroicos. Su fidelidad absoluta nunca es solamente una forma de obediencia ciega, aunque a los perros se les acusa de cobardes y de viciosos, porque aman su sumisión, hallan placer en tener un amo. La palabra perro es un insulto en casi todas las culturas. Donald Trump, que es el primer presidente de la historia de Estados Unidos en no tener un perro, algo sabe de ello. Él, que llama a todos sus adversarios políticos “perros”. Las mujeres que manifiestan su deseo son llamadas perras. En el imaginario machista las mujeres deben gozar al ser dominadas como los perros. Perro, mujer, homosexual, extranjero, son palabras que se intercambian para designar a seres que han sido humillados e invisibilizados por civilizaciones falocráticas.

Algunos perros famosos de la antigüedad: en la India, Dharma, el dios de los dioses; Anubis porta una balanza en el antiguo Egipto. Él pesa las almas de los muertos; Xólotl, el dios-perro de la religión azteca, que conduce las almas de los hombres al Mictlán, el reino de las sombras. Es la naturaleza dialéctica del perro la que no se le escapó a los antiguos: mitad lobo, mitad hombre, mitad salvaje y mitad civilizado. El perro es un intercesor, un mensajero. Doméstico y salvaje, tierno y peligroso.

Es con el monoteísmo que aparece la figura moderna del perro como imbécil feliz. Ella está inspirada en las gracias que se le otorgan a los simples de espíritu o a los inocentes de manos llenas, a aquellos que ponen la obediencia por encima de la discusión. A comienzos del siglo XIX, la filosofía hizo de la salida de la religión una de sus grandes causas. Los tres grandes ateos de la época, Marx, Darwin y Freud, estaban locos por los perros. Freud siempre tuvo varios perros a su lado y en su amistad encontró un alivio para el dolor. Freud escribe que “los motivos de que se pueda querer a un perro con tanta intensidad se deben a este afecto sin ambivalencias, de la simplicidad de una vida liberada de los casi insoportables conflictos de la cultura, de la belleza, de una existencia completa en sí misma”.