Democracia a la uruguaya

Democracia a la uruguaya
Por:
  • Elizabeth Zea

El pasado domingo 27 de octubre, representantes de tribunales electorales y miembros de la Academia, participamos en calidad de invitados internacionales por la Corte Electoral en el proceso de elecciones presidenciales y miembros de la Asamblea General de Uruguay, jornada que dio como resultado el denominado balotaje o pase a la segunda vuelta entre Daniel Martínez, del Frente Amplio, y Luis Lacalle Pou, del Partido Nacional, conforme a las predicciones de analistas políticos y encuestadoras.

Uruguay vive su fiesta democrática en la que se manifiesta el compromiso ético ciudadano de votar, y no un deber legal impuesto. Posee una arraigada estructura democrática institucional, que ha llevado a esta República Oriental a ser reconocida por la revista The Economist como el país con la democracia plena más avanzada después de Costa Rica. El desarrollo de sus libertades civiles, sus garantías a la participación política y al ejercicio de las libertades de expresión y de prensa, marcan la pauta regional.

Tras 15 años de gobierno por la coalición de izquierda representada por el Frente Amplio, Uruguay parece estar a punto de dar el giro radical a la derecha, algo ya conocido en su proceso histórico de cambios de gobierno como los cuatro periodos consecutivos del Partido Colorado entre los años 1942 y 1958. El natural desgaste que conlleva largos lapsos de gobierno, hoy coloca al ciudadano en la posición de elegir por otra opción que apunte a mantener el crecimiento económico, a superar el 4.9 por ciento de déficit fiscal, la creciente inseguridad y desempleo.

Uruguay ha sabido superar crisis económicas, polarización y revueltas sindicales; no es indiferente a los procesos de cambio que atraviesan Chile y Bolivia. Responde a ellos, llamando al diálogo y a la reconciliación, advirtiendo la importancia del balance de los poderes del Estado y su compromiso social. Y lo hace desde su experiencia histórica, cuya lección aprendida lo llevó a implementar reformas electorales esenciales, como la candidatura presidencial única, la aplicación del mecanismo de ballotage o balotaje, instaurado en Francia por Napoleón III, y la realización simultánea de elecciones primarias.

Pero quizás, sus mayores logros son tener una partidocracia de consenso y una cultura política ciudadana que legitima su sistema democrático. Particularmente, la última contienda electoral no fue ajena a escándalos mediáticos con tinte delictivo, como el sucedido con los audios que daban cuenta de la extorsión sexual cometida por Carlos Moreira, candidato al Senado por el Partido Nacional. La respuesta del partido fue su separación inmediata. La institucionalidad partidaria no se sacrifica ni cede ante las faltas y delitos de sus militantes.

Así, el electorado crea lazos de lealtad y afinidad partidaria desde temprana edad, no a los candidatos, sí a los partidos. Particularmente, visité tres circuitos electorales en los que pude conversar con miembros de mesa y votantes, sus edades entre los 21 y los 70 años —no hay un límite de edad para votar—, todos muy bien informados de las propuestas de campaña, de los candidatos y sus perfiles. El cumplimiento a cabalidad de la norma que establece circuitos accesibles en favor de las personas con discapacidad fue ejemplo palpable de un electorado educado en civismo y valores democráticos.

Las realidades de los países latinoamericanos son disímiles, trazan una agenda pública particular y única, pero nuestros hitos de identidad histórica deben llevarnos a cambios homogéneos que nos lleven a construir gobiernos respetuosos del equilibrio de poderes, de la institucionalidad de los partidos políticos y garantistas del ejercicio pleno de derechos. No existe democracia perfecta, pero será democracia al fin y al cabo.