No se puede huir para siempre

No se puede huir para siempre
Por:
  • guillermoh-columnista

Cuando la epidemia no se puede contener, no queda más que huir de ella. Una manera es encerrarse a cal y canto. Otra es alejarse de los lugares a donde ha llegado. Cualquiera que sea la solución se trata de lo mismo: de una huida de la amenaza que nos trastorna.

La lección la conocemos de antemano. Quienes actuaron correctamente, quienes pensaron con la cabeza fría, quienes se prepararon para la tormenta tienen más probabilidades de sobrevivir. Fueron ellos los que corrieron más lejos y más rápido. La peste no los alcanzó porque tomaron precauciones e hicieron lo que tenían que hacer.

Sin embargo, no se puede huir para siempre. Llega un momento en que se acaba el camino o en el que tenemos que salir del escondite. No se puede engañar a la Parca por toda la eternidad. Tarde o temprano llegaremos a la cita inevitable.

Los seres humanos, como todos los seres vivos, queremos seguir viviendo. Si tenemos que correr, corremos. Si tenemos que pelear, peleamos. No nos quedamos impávidos frente a las vicisitudes. No nos quedamos indiferentes frente a las calamidades. Pero los seres humanos, como todos los seres vivos, tenemos que aceptar que somos mortales. Habrá un momento en el que ya no podamos correr. En el que ya no podamos pelear con el adversario. No nos engañemos. Por más veces que hayamos logrado sobrevivir a los peligros más grandes, habrá un momento en el que seremos derrotados, en el que la huesuda clave su pesada guadaña en nuestro pescuezo.

No se puede huir para siempre. Pero quienes tienen fe en un Dios benefactor no conciben la muerte como un derrumbe dentro de la gruta de la nada.

El 27 de marzo pasado, el Papa Francisco dio un mensaje al orbe desde una impactante Plaza de San Pedro desierta de cuerpos, pero repleta de almas. No resumiré aquí todo lo que dijo. Me quedo tan sólo con una hermosa analogía que ofreció en un momento de su homilía. Francisco dijo que Dios es a los creyentes lo que las estrellas eran a los navegantes de antaño. Sin Dios no sabemos a donde vamos. Deambulamos a la mitad de la noche sin rumbo fijo.

La vida no es una huida de las desgracias. La vida es un viaje —en el que a veces las olas se levantan y sacuden nuestra barca— en busca de nuestro destino personal. Cuando amaine la tempestad —porque lo hará en unos meses— no debemos olvidar que nuestra travesía individual nunca ha dejado de tener un destino.