El país de Luis Miguel

El país de Luis Miguel
Por:
  • juliot-columnista

No necesito estar viendo la serie para afirmar, sin que me tiemble la mano, que vivimos en el país de Luis Miguel. La edad de él (que es también estrictamente la mía) es casi un medio siglo que traza un arco que va del 68 al día de hoy: cincuenta años en que vivimos el esplendor de un PRI hegemónico hasta su ulterior, actual decadencia. En algún momento lo sugerí como broma, pero hoy se me ha borrado la sonrisa de la cara: la biografía del cantante no sólo corre paralela con la biografía del país, sino que se espejean y explican.

Aquel era un mundo en que el partido prácticamente único tenía un correlato en una televisora prácticamente única, y en que gran parte del entretenimiento nacional imaginado y producido en Televisa. Éramos, además, más cándidos y crédulos, y atravesamos los años ochenta cantando baladas románticas y dorando nuestras ideas, cuba en mano, en el puerto de Acapulco. El maravilloso filtro de la híperobservación crítica que hoy nos caracteriza, no existía, e íbamos blandos de mente y corazón en busca de un El Dorado prácticamente concebido por el Tigre Azcárraga.

Luis Miguel, El Sol, no sólo era una voz privilegiada sino un modelo aspiracional. Los hombres lo envidiábamos y las mujeres lo deseaban; y su vida y sus trajes parecían cortados por un magnífico sastre especializado en belleza, lujo y placer. Él, por su lado, además de vivir la gran vida casi como un autómata programado para ello, mamaba del modelo aspiracional de Hollywood, y hay un video suyo que es un Top Gun región 4 que define a la perfección el momento por el que atravesábamos: en el México del Negro Durazo, cegados por el bliss del autoengaño, salivábamos al ver a Luismi pilotando un F-14 y ligándose a la “niña” más bella del mundo. Él quería la vida de Tom Cruise y nosotros, la suya. Era el exceso y el escándalo y el perdón, éramos inmortales y las crudas y la culpa nos hacían los mandados.

Luego, poco a poco y a lo largo de los años, conforme todos crecíamos (él, el país, nosotros), vinieron inevitablemente la decadencia (el sol tiene que ponerse) y el sobrepeso, la irreparable pérdida del pitch en esa voz de oro y algo de un simbolismo, para mí, contundente: la desaparición de esa melena áurea, sexy y despeinada para darle lugar a un patético anuncio de calvicie. Ay. Luis Miguel fue desapareciendo, nosotros seguimos con nuestra vida, el PRI se salió de Los Pinos, una pequeñita democracia en pañales comenzaba a gatear, pero allá en el fondo de nuestra psique mexicana, muy siglo XX, aún se contoneaba la figura de “la chica del bikini azul”.

Hoy la serie sobre la vida de El Sol ha estallado con resonante éxito en nuestra sociedad, acaso por nostalgia, acaso porque es un mirador perfecto para entender cómo y por qué se extinguieron los dinosaurios que fuimos. Alguien escribió en Twitter: sin AMLO y Luis Miguel, mi timeline dejaría de existir. Anoche, en un restaurante con gente de todas las edades, sonó Culpable o no y fuimos, por un par de minutos (aunque a través del kitsch), inocentes otra vez, inocentes e incondicionales.