Reforma educativa y la (presunta) opinión pública

Reforma educativa y la (presunta) opinión pública
Por:
  • larazon

Otto Granados

Algunos diarios han reportado que, según una encuesta levantada por el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública de la Cámara de Diputados, la percepción favorable a la reforma educativa pasó de 89 a 53% y que quienes están en desacuerdo con ella se elevó de 5 a 27%. Puede ser. ¿Y? ¿Cuál es objetivamente la relevancia del dato? Para efectos prácticos del éxito o fracaso de dicha reforma, ninguna.

Pongamos las cosas en un contexto riguroso. La administración Peña propuso una reforma constitucional en materia, entre otras cosas, de docencia y evaluación educativas, ya aprobada, que ahora requiere ser expresada en la legislación secundaria. Cuando ello ocurra el siguiente paso será ejecutarla, monitorear su evolución y hacer los ajustes inevitables a la hora de su aplicación concreta, dentro de un sistema educativo tan grande y complejo como el que tiene México en la educación básica.

Todo ese proceso va a necesitar ciertamente, como lo prueba la experiencia internacional en este campo, una enorme y decidida participación activa y constructiva de los maestros, a lo que presumiblemente se ha comprometido ya su organización gremial, y una gran capacidad técnica y de instrumentación por parte de la SEP y los gobiernos estatales, que requiere presión política y comunicación efectiva. Sin embargo, en modo alguno demanda una opinión favorable de la población abierta a la que se recurre usualmente en los sondeos.

En política siempre es grato contar con niveles altos de aprobación, pero ello no garantiza automáticamente que las decisiones políticas prosperen con máxima eficacia y, de hecho, esos niveles pueden entorpecerlas de manera absurda.

Veamos, por ejemplo, el papel de los gobiernos estatales. Por razones diversas, estas esferas de autoridad rara vez han sido muy entusiastas con la agenda educativa, prácticamente desde la descentralización de 1992. En unos casos porque se sienten muy incómodos con la fórmula de reparto del gasto público educativo; en otros porque es un renglón de política pública que no luce electoralmente o a corto plazo, y en otros más porque a escala local han tejido una relación, digamos, tan ventajosa con el magisterio que lo que menos quieren, gobierno y sindicato, es alterar el status quo.

Aun así, la ejecución puntual de la reforma tendrá que pasar obligadamente por los estados o, sencillamente, no habrá reforma. La opción con la que sueñan algunos gobernadores, académicos y líderes sindicales (quién dijera que un día estarían en el mismo saco) de devolverle al centro la administración de la educación básica es inviable, impráctica y supondría un agravamiento de las condiciones que la reforma pretende cambiar.

Lo que la reforma necesita, más bien, es acelerar la aprobación de la legislación secundaria, una operación política muy eficaz de concertación con los estados y una gran destreza técnica para su instrumentación.

Bienvenida la opinión colectiva, pero a estas alturas es apenas una simple referencia.

og1956@gmail.com