Aguas de junio

Aguas de junio
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La costumbre ritual de las sagradas abluciones no fue, de seguro, característica de las razas primitivas que poblaron nuestra Mesa Central. El indio de los alrededores de México, con haber tenido por tantos siglos vida lacustre, no toma el baño como una cotidiana necesidad ni gusta de entrar con el agua en íntimas relaciones para buscar en ella el bienestar, el placer, la salud. Tampoco de los conquistadores puede decirse que fuesen adoradores de la linfa que pule el cuerpo y alegra el espíritu. De aquí que, entre nuestras fiestas populares, sólo una esté consagrada a los encantos y dulzuras de la purificación corporal. La bíblica leyenda del Bautista sirvió de pretexto a los sacerdotes cristianos para obligar a la oscura y perezosa multitud, en un día del año, a la limpieza.

Las albercas populares suelen estar henchidas de bañadores, y alrededores de las termas baratas, improvísanse las animadas verbenas, donde el pulque, en malolientes fermentaciones, hace la competencia al agua con un éxito, aunque previsto, extraordinario.

En los pueblos del Norte se celebra la noche de San Juan con fogatas en las campiñas y canciones bucólicas llenas de arcaico e inocente regocijo.

Entre nosotros, la mañanita de San Juan, pura, limpia, sonrosada, tibia, es la que celebra en campos y ciudades, y se recibe con dianas de pájaros e himnos de amor y de juventud.

Y es que en este mes de junio las noches y las mañanas tienen una belleza dulce y suave, distinta de las otras; de la de abril, infantil y risueña; de la de octubre, otoñal y melancólica; de la de enero, blanca y aterida. La naturaleza no se siente niña como en mayo, ni fecunda y vigorosa como en agosto, ni envejecida y débil como en diciembre. Se siente en plena pubertad, en plena ascensión. Y es que, como dijo el poeta, sobre los campos invadidos por la ola ardiente, estalla la luz y se deshace en flores.

El alba de junio no tiene brumas de encaje ni lontananzas de nieve; es azul, azul, con un tenue vaho de plata en los cielos, que flota sobre la cima de las montañas, como si fuese humo perfumado y desprendido de enormes pebeteros de lapizlázuli. El alba de junio es como la prolongación de la noche, y si no sucediese que conforme avanza la aurora se van ahogando las estrellas en el piélago del zafiro, como margaritas que se hunden poco a poco en una clara y luminosa corriente, se preguntarían los madrugadores, como los enamorados shakesperianos, si era el ruiseñor el que cantaba todavía bajo las frondas del granado.

Las noches de junio son brillantes, fastuosas, derrochadoras de astros y reflejos, semidoradas. La luna brilla como una gran moneda flamante. El aire está tejido de hilos áureos y estambres argénteos, como las telas de los brocados. Las rosas respiran, soñolientas de voluptuosidad, en la penumbra de esmeralda de los jardines, y las violetas, ocultas entre las picas diminutas y lustrosas del césped, cierran unciosamente sus ojos de alemana enferma.

El día y la noche de San Juan simbolizan y resumen estas divinas hermosuras del cielo y de la tierra; pero lo mismo con el sol subiendo hacia el cenit, que con la luna escalando el Oriente, a esta famosa mañanita, a esta célebre noche, les faltaría el adorno más lindo, la gracia más amable, si careciesen de su más rica joya: el agua.

El agua de junio es fresca, transparente, radiosa. Es tornasolada como si en ella hubiesen diluido el iris. Es como un fluido de diamante. Y en la sombra, y en plenitud de luz, posee rumores musicales, aterciopelados y cristalinos, como de violines a la sordina.

¡Oh, agua, bendita agua, consagrada por el sacrificado profeta: la poesía te ha cantado constantemente; la piedad y el misticismo te han llamado su hermana; en el misterioso Oriente eres una divinidad; eres recreo espejeante y soñador para los ojos, y arrullo y cántico para los oídos! Y no sólo produces la alegría en las almas sencillas y en los cuerpos sanos, sino que también te compadeces de los adoloridos, no sólo limpias y confortas los cuerpos, sino que alientas y alivias los espíritus.

No nos queremos acordar hoy de cuando te enfureces y bramas y te agitas en inmensas convulsiones de histérica; de cuando, en el mar, eres reina colérica, de cuando eres aliada del viento y cómplice del rayo, de cuando eres fuerza ciega y brutal impulso, de cuando destruyes y aniquilas. Eres asombrosa, eres poderosa, eres gloriosa.

Pero eres también mansa y buena. Y así es como atavías la verbena y la mañanita de San Juan, y como, a semejanza del milagroso y paradisíaco Jordán que lava las culpas, cariñosa y compasiva, recibes y abrazas en las albercas públicas estos tristes cuerpos de la multitud, que sólo de año en año, gracias a tu misericordia, se lavan el polvo del camino.

Publicado originalmente

en El Mundo, junio 17 de 1906.