ANDRÉI PLATÓNOV

ANDRÉI PLATÓNOV
Por:
  • larazon

Foto Especial

Andréi Platónov (1899-1951) vivía en un viejo y húmedo edificio cercano al Instituto Literario de Moscú, situado en la avenida Tverskói y conocido como Casa Herzen. El reducido espacio asignado para él se encontraba junto a otros departamentos habilitados con delgadas paredes de madera; sus habitantes —muchos de ellos escritores oficiales— lo veían con indiferencia o lo reconocían tan sólo como el portero del Instituto.

Pero él pensaba en ellos todas las noches cuando dejaba abierta la puerta de su casa con la intención de que si la KGB —la policía secreta soviética— llegaba a detenerlo los agentes no se vieran en la necesidad de tocar con fuertes golpes o derrumbarla como era su costumbre en sus redadas nocturnas y, de esa forma, no se molestara a los vecinos por su culpa.

Esa costumbre —dejar abierta la puerta de su casa— la tuvo durante muchos años desde que el gobierno comenzó a hostigarlo porque José Stalin —ese lector voraz— escribió una vez al margen de un cuento suyo —Vprok, Provecho, con el subtítulo de Crónica de un hombre pobre—, la ruda palabra de canalla.

El texto comenzaba: “En el mes de marzo de 1930, un pobre desgraciado, angustiado por las preocupaciones de la realidad general, tomó un tren de largo recorrido… y se largó de la ciudad del poder absoluto”.

El cuento anotado por el dictador fue remitido a la redacción de la revista que lo publicó y a partir de ahí parecía haber comenzado la cuenta regresiva para su autor, quien resignado probó el amargo desahucio del escritor que no logra publicar sus obras a pesar de saber sobre su calidad.

Nada importa sino escribir a pesar de saber que los manuscritos no van a llegar a la imprenta y en esa acumulación de papeles convertidos en recuerdos íntimos hay una semejanza con la memoria del enfermo conciente de que va a morir y entonces sus propios recuerdos destinados a las cenizas tienen un fulgor muy personal y melancólico, como los de un cometa en su imaginación, pues los papeles, arrugados y amarillentos, resguardados en sus carpetas tienen también un brillo propio al ser la vida de unas historias capaces de iluminar las noches desoladas del alma.

Platónov publicó poco en vida. Un cuento suyo logró abrirse paso, “El tercer hijo”, el cual fue traducido en una antología de escritores soviéticos y cayó en manos de Ernest Hemingway quien de inmediato lo reconoció como uno de los grandes escritores rusos de su época según cuenta el poeta Evtuchenco. Una vez, entrevistado por periodistas soviéticos, el gran Ernest fumaba su pipa y bromeaba de parecerse en eso a Stalin, cuando de pronto preguntó por Platónov y entonces se hizo un pesado silencio, ya que ninguno de esos periodistas lo conocía, “¡Pero cómo!” exclamó el autor de El viejo y el mar, “si su estilo es de una expresividad única” y luego agregó: “Deben de leerlo, sin duda la literatura rusa se mantiene en la cumbre gracias a Platónov”.

“El tercer hijo” relata el humilde funeral de una mujer vieja quien únicamente en su muerte logra reunir a sus hijos dispersos. Sólo eso, pero suficiente para los excesos de lirismo y humanidad de un verdadero escritor ruso.

Uno de los últimos textos escritos por Platónov, “Amor a la patria o el viaje de un gorrión (suceso fantástico)”, trata de un músico callejero y un gorrión. Él se consideraba un técnico, un ingeniero realista, capaz de escribir la épica de la electrificación soviética o de protestar con sutileza e incluso humor negro por las generaciones trituradas durante la construcción del socialismo. Pero sabía encontrar la poesía en la existencia y desolación de miserables como él mismo.

El músico de esa historia, un viejo violinista, conoce a un gorrión en el monumento de Pushkin ubicado en la avenida Tverskói donde toca para pedir limosna a los paseantes. Este gorrión, como la golondrina de Oscar Wilde en el cuento más bello jamás escrito, “El príncipe feliz”, es un símbolo de la amistad, de la fragilidad de los seres, del amor desolado y de la injusticia arraigada en la sociedad humana y en la vida misma, todos ellos temas fundamentales para una literatura que se enfrenta con vigor y resignación simultánea a la desdicha.

Y Platónov, quien vagara por los campos rusos e hizo la guerra en su momento y cuyo hijo amado murió de tuberculosis contagiado en un campo del Gulag, en sus últimos días barría con una escoba a la entrada del Instituto Literario, ignorado por sus colegas. Había dicho: “Para vosotros ser un hombre es nada más que una costumbre, para mí es una alegría, una fiesta”; sin embargo, ese ánimo no se contradice —nunca lo ha hecho la gran literatura rusa— con la tristeza, como en su historia del violinista y el gorrión donde dice que no todo lo puede expresar el arte y son las lágrimas el único remedio para la vida y el sufrimiento.

En un manuscrito exhumado de los archivos de la KGB por Vitali Shentalinski, Platónov, hoy reconocido como uno de los grandes escritores universales del siglo XX, escribió al final del mismo estas palabras: “Pero ¿dónde está la libertad? Lejos, en el futuro, más allá de las montañas del trabajo, más allá de las nuevas tumbas de los muertos”. Salvado milagrosamente, nunca fue detenido por el régimen estalinista aunque siempre tuvo por si acaso la puerta abierta.

Sus cuentos

»“Las esclusas de Yepifán” »“La ciudad Grádov” »“El ciudadano” »“Las dudas de Makar” »“El paso del tiempo” »“La patria de la electricidad” »“El río Patudán”