E. L. Doctorow

E. L. Doctorow
Por:
  • larazon

A Doctorow no le gustaba mucho escribir textos de crítica. Sentía que lo distraían de su tarea principal: la narrativa, esa especie de género omnicomprensivo en el que todo cabía: los dramas íntimos y las revoluciones sociales, las matemáticas y la poesía, la brizna de pasto y la estrella. No obstante, de cuando en cuando cedía a un compromiso o a una petición y redactaba un ensayo. En buena parte de los casos, escribió prólogos y posfacios. Otras veces, escribió a consecuencia de una distinción académica o de un premio literario. A veces también lo hizo llevado por la indignación o como respuesta inmediata a un acontecimiento (como el atentado contra las Torres Gemelas en septiembre de 2001). Aunque no le gustaba, dejó un considerable número de textos dispersos en revistas y periódicos. Algunos de ellos han sido recogidos en tres libros: Poets and Presidents: Selected Essays 1977-1992 (1993);

Reporting the Universe (2003), y Creationists: Selected Essays, 1993-2006 (2007). Hasta donde sé, todavía no existe una hemerografía actualizada y probablemente pasará un par de años antes de que veamos reunidos todos sus ensayos y artículos en un solo volumen. La pequeña muestra que ofrecemos enseguida puede dar una idea de los intereses de Doctorow, que grosso modo pueden agruparse en tres grandes apartados: la historia, la literatura y la política. El primer texto, en el que Doctorow recuerda las calles en las que transcurrió su infancia, apareció en las páginas de New York Magazine el 8 de abril

de 2013. Los dos siguientes pertenecen a Reporting the Universe, compilación de catorce ensayos breves que en su mayor parte fueron escritos para responder a la invitación que la Universidad de Harvard le hizo en el 2003 para dictar las conferencias William E. Massey Sr. sobre la Historia de la Civilización en Estados Unidos. Los tres ensayos habían permanecido inéditos en español.

De mi infancia en Nueva York

En el oscuro Bronx de los días de la Gran Depresión, yo vivía en una calle cuyo nombre se debía al arroyo o riachuelo que alguna vez tuvo allí su cauce.

Yo bajaba los escalones que había al frente de mi casa y me encontraba en un mundo soleado, tibio y limpio. Ninguno de mis vecinos tenía automóvil, de manera que la calle nos pertenecía a los niños. Era nuestro campo de beisbol, nuestro mercado de baratijas. Hacíamos rebotar monedas de a centavo contra un muro, cambiábamos estampas de beisbol, jugábamos carreras de coches con corcholatas, ensayábamos el delicado arte de hacer pasar una pelota por un estrecho agujero en una caja y nos entregábamos a prolongados juegos de “escondidas”, “bote pateado” y “quemados”. Un personaje eminente que vivía en nuestra cuadra era capitán del Departamento de Limpieza, motivo por el cual, durante el verano, uno de cada dos días pasaba por la calle una pipa de agua que dejaba escapar por cada uno de sus costados finos arcos de agua que solían convertirse en relucientes arcoiris. Parecían impalpables ángeles pastoreando ese camión bestial. Y cuando la pipa daba la vuelta en la esquina y desaparecía la calle se quedaba repentinamente silenciosa salvo por el agua que corría por la orilla de la banqueta hacia las coladeras produciendo burbujas y pequeños remolinos y arrastrando flotas enteras de cáscaras de nueces y palitos de paleta que seguíamos con la mirada para ver hasta dónde llegaban antes de encallar en el pavimento.

Al final de la cuadra terminaba la parte baja del lado norte, pues el Bronx era un conjunto de suaves colinas y hondonadas. Allí estaba nuestra escuela, la Escuela Pública número 70 con su enorme patio en el que todos los domingos por la mañana los padres jugaban beisbol. Algunos eran grandes bateadores capaces de lograr home runs por encima de la elevada reja que se alzaba sobre los seis metros del muro de concreto en el lado este de la manzana.

Bajando el suave declive hacia el sur de nuestra cuadra se encontraba lo que llamábamos el Óvalo: una hilera de pequeñas plazas con bancas, fuentes de agua y camas de tulipanes blancos y amarillos que señalaban el final de Mount Eden Avenue, justo antes de que se convirtiera en Grand Concourse.

Las madres se sentaban allí con sus bebés en las carriolas y miraban con reprobación el que yo alentara a Pinky, mi perra, a tomar agua en el bebedero, cosa que hacía con ruidosas lengüetadas, sostenida en sus patas traseras mientras yo le abría la llave.

Pero el Óvalo no era el mejor de los lugares. El mejor lugar era el parque Claremont, del otro lado de Mount Eden Avenue, una gloriosa reserva ecológica a la que se llegaba a pie subiendo unas escaleras de piedra a cuyo término uno se encontraba al pie de árboles muy altos, entre cañadas sombrías, veredas serpenteantes y mazos de flores misteriosamente cuidadas. Había hormigueros que me gustaba estudiar y, durante una semana en el verano, se presentaba una exposición itinerante: “La granja en el parque”, manejada por el Departamento de Parques, en la que se instalaban pequeños establos y corrales con lechos de paja llenos de cabras y ovejas y conejos que los niños podían acariciar. Dejé muy pronto “La granja en el parque”, sintiéndome superior a los niñitos a los que les encantaba.

Pero lo que me interesa es cómo, en aquellos días sombríos de la Depresión, la ciudad le daba todo lo que tenía a los niños. La Escuela Pública número 70 estaba plenamente equipada —libros, mapas, tortugas en sus tanques. En términos académicos, los maestros estaban sobrecalificados. Y cómo no iban a estarlo, dada la tremenda competencia para ocupar los pocos empleos.

Esta parte del Bronx, nueva y abierta al cielo, había florecido en pocos años luego de que se hiciera la ampliación de una de las líneas del metro desde Manhattan, que hizo posible un rápido traslado a la ciudad. El Bronx era el condado de escape falsamente rural para todos aquellos trabajadores que trataban de salir del Lower East Side. Entonces nuestra sociedad era igualitaria: ninguno tenía un centavo. Todos tratábamos de economizar.

Serios problemas de sobrevivencia se esparcían en círculos concéntricos desde mi casa hasta Europa. Yo escuchaba disimuladamente lo que decían los mayores y lo sabía todo. Pero hay un egoísmo natural en la niñez, y por mucho que aprendiera sobre la temible vida de los adultos yo vivía instintivamente en el momento, como lo hacen todos los niños. ¡Y qué momentos hubo! Para mí el cambio de las estaciones estaba marcado por la llegada, en junio, de Joe, el vendedor de raspados, que transportaba un bloque de hielo en una carretilla, a cuyo costado vertía ceremoniosamente un jarabe rojo sin nombre sobre un cono de papel lleno de hielo recién arrancado del bloque, y que en diciembre reaparecía transfigurado como Joe, el vendedor de camotes, con un carrito en el que se asentaba una estufa de carbón llena de brasas para asar los hirvientes camotes que abría en dos antes de envolverlos en un cono de papel periódico. La primavera llegaba con los gorriones a los alféizares de nuestras ventanas, y el otoño con un cuaderno nuevo de composición en el que aún no había dibujado mi escuadrón aéreo o mi nombre en letras de molde.

Finalmente, el invierno era una época de grandes esfuerzos que constituían un triunfo sobre el frío maligno e innombrable. Tan obstinados como Shackleton al cruzar el Antártico, mis amigos y yo explorábamos el vecindario en busca de la calle con la mejor nieve, y cuando la encontrábamos nos trepábamos sin mayor ceremonia a nuestros ligeros trineos de madera y corríamos con todas nuestras fuerzas para alcanzar la suficiente velocidad para saltar sobre ellos boca abajo y deslizarnos hacia la avenida mientras la nieve volaba cubriéndonos el mentón y nuestros pequeños corazones hacían rezumar todos los poderes de la vida en nuestros cuerpos escuálidos.

8 de abril de 2013,

New York Magazine.

Mi primera novela

Creo que la satisfacción intelectual que me produjo estudiar crítica literaria y filosofía en la Universidad de Kenyon estropeó

la vocación instintiva que yo tenía para escribir ficción. La rigurosa enseñanza que recibí sobre las formas, las estructuras y tropos de la composición literaria era completamente analítica y me hizo cobrar conciencia respecto de mis aspiraciones. Las grandes preguntas filosóficas eran, sucesivamente, apasionantes y aleccionadoras. Las categorías filosóficas eran útiles de manera inmediata y permanente, pero resultaba demasiado fácil perderse en la jerga filosófica. De modo que a pesar de la relevancia y el enorme valor que mi educación tendría para mi vida como escritor no logré arreglármelas para escribir mi primera novela sino años después de haberme graduado, casado y hecho mi servicio militar. Al final de mi tercera década de vida ya era un veterano. Escribí algunas páginas en Kenyon, pero no logré nada más allá de ejercicios intelectuales. Había retrocedido, me había apartado de la necesidad urgente de expresar algo, lo que fuera, y convertirlo en otra cosa.

Si no había retrocedido, ciertamente me encontraba en un periodo excesivamente racional, entregado al cálculo, al estudio, la investigación, la aplicación consciente del conocimiento, todo ello estrechamente ceñido por los apetitos del ego.

La verdad del asunto es que el acto creativo no satisface el ego sino que transforma su naturaleza. Cuando se escribe uno se vuelve un poco menos la persona que se es ordinariamente —escribir le confiere a uno cierta fortaleza de ánimo. Uno aprende a confiar en lo que recibe sin haberlo solicitado. Uno aprende a confiar en el acto mismo de escribir. Uno se topa con una idea, una imagen o una voz como una suerte de descubrimiento. Y así como el montañista no es dueño de la montaña que escala, uno tampoco es dueño de lo que escribe.

Los escritores escriben tratando de descubrir qué es lo que escriben. Alguien le preguntó alguna vez a Marcel Duchamp por qué había abandonado la pintura. “Porque la mayor parte del hecho de pintar consistía solamente en rellenar espacios” , dijo. Es mejor que el artista renuncie, sea cual sea su medio, si descubre que tan solo está “rellenando” lo que antes concluyó mentalmente, lo que ya ha declarado un fait accompli creativo. No es que uno no emplee la inteligencia cuando escribe. No es que uno no tenga convicciones o creencias. Es que nada bueno habrá de resultar del mero hecho de rellenar lo que uno ya conoce. Es indispensable confiar en el acto de escribir para escudriñar todas las pasiones y convicciones que guarda nuestra mente, pero éstas deben someterse al carácter fortuito de la obra, deben ser parte de ella. Un libro comienza como una imagen, un sonido en el oído, la persistencia de algo que uno no quiere recordar, o quizás un gran arrebato de ira. Pero no es sino hasta que uno encuentra una voz para contar lo que ocurre en nuestra cabeza que uno puede comenzar a redactar un texto coherente. El lenguaje que uno descubre antecede a nuestro propósito o, si no, seguramente lo transformará.

A manera de ilustración me detendré por un momento en cómo, por accidente, llegué a escribir mi primera novela. Luego de concluir mi carrera universitaria y después de cumplir mi servicio militar en la Alemania ocupada por los aliados, volví a casa con deseos de escribir y me di cuenta de que no podía hacerlo. Esbocé diversos libros, investigué temas que me parecían interesantes para dar pie a un libro e incluso intenté escribir varios libros.

Pero no llegué a escribir ninguno de ellos. En ese momento encontré empleo como lector profesional de una compañía de cine. El trabajo requería que yo leyera novelas y preparase resúmenes para los ejecutivos cinematográficos que no tenían tiempo para leer —o quizás no sabían leer— pero que buscaban relatos que pudieran adaptarse para la pantalla. En aquellos días, a finales de los años cincuenta, las películas de vaqueros eran muy populares, de manera que tuve que leer novelas de vaqueros a pasto, cada una más mala que la otra. Harto de mis fallidos esfuerzos como novelista y de la penosa basura que tenía que reseñar, decidí abandonar la escritura. Entonces recordé el consejo que Henry ]ames daba al escritor: ser la persona para la cual nada se pierde. Decidí que yo podía mentir sobre el Oeste mejor que cualquiera de los autores que estaba leyendo. Puse una hoja de papel en la máquina de escribir y mecanografié “Capítulo primero” en lo alto de la página, justo como lo hacen los escritores en las películas. No tenía ningún plan, ni esbozo ni investigación. Todo lo que tenía era el impulso de escribir una parodia. Pero por casualidad me había topado poco antes con un extraordinario libro de geografía: Las grandes llanuras, de Walter Prescott Webb. Según Webb no había árboles en las llanuras. Era algo que yo podría haber sabido a fuerza de ver películas de vaqueros con sus mesetas y sus rebaños de ganado, pero por algún motivo el dato me pareció inmensamente evocador. Se formó en mi cabeza la imagen de una planicie vasta y desierta, un universo sembrado de rocas en el que, a la distancia, unas cuantas casas de palo tratan de constituirse como una civilización. Mi deseo de acabar con el género para siempre se convirtió en una seria investigación de sus posibilidades: si escribía de una manera contrapunteada con sus convenciones conseguiría crear una parodia, si no en el tono, sí en la estructura.

Todo esto se me ocurrió en el momento en que pude ver esa imagen. Desde la primera oración tuve la voz del narrador y la situación en la que se encontraba. No había pensado en nada de esto antes de empezar a escribir.

Me fue posible escribir el libro porque no lo había planeado y porque no estaba calificado para hacerlo, puesto que Ohio era lo más lejos que había llegado hacia el Oeste. Como neoyorquino, creo que incluso había llegado a pensar que Ohio era el Oeste. Fue un libro que simplemente surgió de la circunstancia en la que me encontraba. Welcome to Hard Times

[El hombre malo de Bodie, Grijalbo, 1981.] es el título bajo el cual fue publicado. Una novela situada en el territorio de Dakota en la década de 1870.

Debo admitir sin mayor rodeo que las reseñas que mi libro recibió fueron lo suficientemente buenas como para sentir que se me había certificado como escritor. Pensé que había logrado hacer un buen libro, y que lo había extraído de mí de la misma manera en que Kafka lo había hecho con su primera novela: América, que escribió sin jamás haber salido de Praga. Y entonces recibí una carta de una anciana señora de Texas. Con una caligrafía delgada y enmarañada decía lo siguiente: “Joven amigo, lo seguí con mucho gusto hasta que su Sr. Jenks luego de acampar en la llanura se hizo un asado con el cuarto trasero de un perro de las praderas. En ese momento supe que probablemente usted jamás había viajado más allá de Ohio, porque el cuarto trasero de un perro de las praderas no llenaría siquiera una cucharita de té”.

Conminado a defender las prerrogativas de mi arte, contesté: “Lo que usted dice, querida Señora, puede ser cierto respecto de los perros de las praderas de hoy, pero en la década de 1870...”.

De hecho el hambre de Jenks podría haber magnificado su magra porción a las dimensiones de una cena. Pero, bien o mal, dejé que esos renglones se mantuvieran en las subsecuentes ediciones del libro. Desconfío de la perfección. En el hermoso cuento de Hawthorne “La marca de nacimiento” un hombre dedicado a las ciencias naturales insiste en preparar una poción que borrará una marca de nacimiento de la mejilla de su joven y hermosa mujer. La considera como una tacha en su perfección. Porque lo ama, la joven bebe la poción. La marca lentamente se desvanece hasta que su belleza es por fin perfecta. En ese momento, fallece. Esa es la razón por la que he dejado que Jenks siga allí, en la llanura, cenando el cuarto trasero de un perro de las praderas.

El Canto xxv

Tal como se gobierna hoy desde Washington, los asuntos fundamentales de la política pública se manejan de acuerdo con los deseos de aquellos que controlan el Congreso con su dinero. Una y otra vez la instauración de leyes socialmente deseables para el interés popular —ya sea que tengan que ver con la salud, la seguridad pública, la protección ambiental, la preservación de nuestros recursos naturales, o cualquier otro aspecto de evidente relevancia para la sociedad entera— es rechazada o saboteada con una jerga legalista que la pervierte y la transforma en lo opuesto. Esto es algo recurrente en Washington, tan rítmicamente repetitivo como el latir del corazón. Las empresas y corporaciones que se enfrentan contra las necesidades manifiestas del pueblo estadunidense, según los asuntos que surjan, alternan para convertirse en enemigas del pueblo. Ninguna otra cosa ocurre en Capitol Hill de manera tan previsible y recurrente. Este hecho de la vida política difícilmente resulta novedoso. Hace mucho, mucho tiempo que dejó de ser noticia. Ahora, esta es simple y obviamente la manera en que ocurren las cosas.

Los intereses corporativos que operan en Washington en pos de beneficios para sí mismos —evasión de impuestos, prebendas, acceso privilegiado a recursos naturales, desregulación de normas legales— sin importar el efecto que ello tenga sobre el conjunto de la sociedad, soslayan la existencia de una comunidad, desprecian el ideal nacional, los Estados Unidos como realidad comunitaria deseable. No son capaces de imaginar una nación justa, sino una confederación cuyos habitantes deben vivir unos a expensas de otros. Desde la perspectiva de semejante darwinismo social los ideales de la democracia resultan ingenuos.

Un destacado senador dijo hace unos cuantos años, en un acto para respaldar una iniciativa de ley redactada por cabilderos de corporaciones, que después de todo ellos eran los especialistas en la materia y quienes conocían el asunto mejor que nadie. Ese no puede ser sino el pronunciamiento de un político que no está al servicio de la gente sino al de aquellos que gobiernan el país para su provecho, un político confiado en que la mayoría de la población está tan nimbada y enajenada que ni siquiera se molesta en votar en las elecciones nacionales. Esos son los valores que ostenta un político que sabe que los periodistas del conglomerado de los medios de difusión masiva privados no harán una investigación “a fondo” ni sacarán los trapos sucios en la pantalla de la televisión, que el carácter plutocrático de nuestro Estado hoy día no será definido como tal. Y quien se atreva a hablar del desconcertante e inmenso fracaso de la mayor parte de nuestras políticas públicas y de la mendacidad y descuido con que se trata la vida humana con un tono un poco más elevado que un lamento con sordina se verá marginado y calificado por su indecorosa transgresión como un izquierdista o un rabioso populista; alguien, en cualquier caso, tan apartado de los “valores sociales” que no puede ser tomado con seriedad. Dadas las reglas del juego que hoy prevalecen, no es sorprendente que se denigre el ideal de la educación pública, se privaticen las prisiones para hacer negocios, se destruya el medio ambiente y se vuelvan corporativas todas las formas de comunicación —libros y revistas y periódicos y estaciones de radio y canales de televisión y películas y música— para crear una fuente de ingresos en la que le lavan la cara a la realidad. Encima de todo quieren hacernos creer que se trata de medios controlados por el Estado.

Pensar en los políticos electos hoy en día es añorar la época en que la vocación de servicio era parte de la cultura política.

Uno puede reconocer la integridad y la honestidad de muchos los funcionarios electos si sabemos que para algunos de ellos, buena parte de ellos, su visión política no llega más allá de las mesas que se ubican en los extremos de los salones donde celebran sus cenas para recaudar fondos. Escuchar las opiniones de algunas de estas personas —la manera en que se han transformado por entero en las fuerzas que los han comprado— es advertir que no se les puede acusar de hipocresía: se han metamorfoseado. La instructiva imagen procede del Canto xxv del Inferno de Dante. Estamos en una fosa del Octavo Círculo, donde residen los ladrones. Un intercambio típico sucede entre un ladrón y una de las manifestaciones del infierno, en este caso una criatura monstruosa, semejante a un lagarto de seis patas que salta sobre el ladrón, ciñe su vientre con las patas de en medio, sujeta sus brazos con las patas delanteras y le abraza las rodillas con las patas traseras, luego le da un coletazo entre las piernas y le encaja los dientes en el rostro. Así entrelazados, el monstruo y el ladrón comienzan a fundirse uno en otro como cera ardiente. Sus cabezas se unen, sus sustancias se mezclan, y nace una nueva criatura aunque en cierta forma evoca a los dos. Luego se aleja y se pierde lentamente en la oscuridad.