FELICIDAD

Felicidad
Felicidad
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Era bastante simple o, al menos eso le parecía a la mayoría. Sonreía a todo aquel que se cruzaba con él mientras daba los buenos días, frase de cortesía, que rara vez tenía réplica. Y mientras unos le tenían lástima ante el evidente problema neuronal, otros eran menos agradables y dejaban salir por la boca aquella materia de la que, seguramente estaban llenos y sin embargo, el que podría sentirse agraviado aunque, para hacerlo, debía darse por enterado y no, él mantenía la sonrisa en el rostro a pesar de los improperios que le soltaban ese tipo de personas que le cuentan a todos lo valiosas que son pero que en realidad valen una pura y dos con sal.

Dirán que no tengo motivos para meterme en la vida de los demás y soltar juicios con tanta generosidad, seguramente ustedes también emitirán juicios sobre mi atrevimiento a subirme al banquito de la moral y esgrimir el flamígero dedo acusatorio da arriba a abajo y de diestra a siniestra. Así que díganlo y estaremos a mano, además, en esto somos especialistas, desde que dejamos de cazar mamuts. No obstante, no es por eso (aunque se lo merezca más de uno), es porque necesito contarlo, necesito sacarlo de mi sistema, necesito hacerlo para no terminar hecho un ovillo sollozante en algún rincón oscuro.

Después de la pandemia que asoló nuestro planeta por siete años, cuando al fin pudimos clasificar al virus como “otra maldita gripa” nos encontramos con que ya no había brecha generacional sino abismo tecnológico, que nuestra sociedad estaba mucho más cómoda viendo una pantalla que viéndose a los ojos, que había miedo de salir a la calle pero anhelabas que te siguieran una manada de prejuiciosos voyeristas en redes, que no existía la comunicación interpersonal sino la indirecta masiva de “saco unitalla” y gritábamos ¡Póntelo! Mientras homogeneizábamos comentarios y opinábamos del cajón del “mainstream” y solo teníamos tres grandes universos, las armas, las drogas (legales e ilegales) y la satisfacción de las necesidades básicas y todos los demás, legales, ilegales, privados y públicos, políticos y sociales, gravitaban en su órbita hasta que eran absorbidos por uno. Lo peor, es que a nadie le importaba, la máxima que aplicaba en nuestro existir era la de “no me meto, no es mi problema” y pecando de omisión, podían clavarte un cuchillo en plena avenida a medio día y la gente caminaría alrededor como si fuera lo que debía pasar.

Dicen que cada quien habla de como le va en la feria y sí, eso es una verdad inconmutable pero, de esas, en cada esquina encontramos una. Podría decir que estamos podridos como sociedad y nadie se atrevería a contradecirme, nadie excepto Memo con su sempiterna sonrisa y el “buenos días” en los labios aunque fuera medianoche.

La felicidad es la meta dirá aquel a quien le preguntes, algunos lo aderezarán con dinero, poder, amor o salud pero, es solo la espuma, en realidad quieren eso para ser felices, ergo, es la felicidad la que buscan con esas muletillas. Pues bien, Memo era feliz, no tenía problemas existenciales, no se amargaba cuando perdía su equipo o la gasolina subía, no tenía temor de perder al ser amado pues era el tipo del espejo quien lo acompañaba en su soledad, no sufría por el mañana o se acongojaba por el ayer, Memo era y ya.

Cierto era que tenía un problema neuronal y no obstante, su felicidad era manifiesta, así que el “alma caritativa” que consiguió que Memo entrara a un estudio de los ahora ociosos centros de investigación de los enormes laboratorios trasnacionales y estos probaron cuanta mezcla había en sus notas de investigación y Memo empezó a mejorar, dejó de decir “buenos días” a todas horas, entendía ahora que no era lo correcto aunque no fuera del todo incorrecto. Dejo de sonreír pues entendió que era su sonrisa al fin y al cabo, lo que alteraba a los que le soltaban cuanto insulto y recordatorio materno hubiera en el repertorio, supo que la sonrisa no abría todas las puertas. El espejo fue lo peor, su imagen ya no era la compañía de su soledad sino un tipo temeroso, que no llenaba los estándares de belleza y en el que ahora, la soledad era lastre y no camino.

Y Memo, en su inteligencia recién despertada, se dio cuenta de que no tenía la misma ropa, los mismos accesorios, la misma actitud, la misma facilidad de palabra, el mismo porte y ni por asomo, el dinero para adquirirlos y fue ahí que Memo conoció esa parte que a la mayoría le rige el destino y se avergonzó del ayer y sufrió un mañana que nunca antes había pensado.

Dicen que la felicidad es la meta…

Y si te arrancan la meta y te ponen a correr en círculos…

Solo el ignorante es feliz, dice el dicho… ¿Y si no era tal?

Memo se fue marchitando, ya no resplandecía su alma, ahora era un hombrecillo avergonzado que no podía decir un saludo sin que su aura se enturbiara de envidia…

Memo, Memo, Memo… quizá la idea sea buscar la felicidad y… no vivir en ella.

Perdón…