Kazuo Ishiguro: el Nobel por el que nadie apostó

Kazuo Ishiguro: el Nobel por el que nadie apostó
Por:
  • carlos_olivares_baro

No aparecía en ningunas de las listas de los apostadores que todos los años pronostican en una curiosa quiniela el nombre del Premio Nobel de Literatura. El narrador británico de origen japonés Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) fue el ungido “por descubrir el abismo bajo nuestra sensación ilusoria de conexión con el mundo en novelas de gran fuerza emotiva”, informó la Academia Sueca en un breve comunicado.

“Es un escritor de gran integridad. No mira hacia un lado, ha desarrollado un universo estético muy propio y singular”, ha dicho Sara Danius, secretaria de la Svenska Akademien. Sí, es cierto, el cosmos del narrador y guionista de origen japonés está integrado por elementos que tienen que ver con la reminiscencia, pérdida del origen, el paso del tiempo, las relaciones entre personajes aislados y sombríos y los espejismos despeñados.

El Dato: Junto a Martin Amis, Ian McEwan o Salman Rushdie, Ishiguro pertenece a la generación de los 80 que renovó la literatura inglesa.

Después de la polémica del año pasado, nadie esta vez estará en desacuerdo. El autor de Pálida luz en las colinas no figuraba entre los favoritos; pero, es indiscutiblemente un escritor que con sus siete novelas (destacan Los restos del día, 1989; Los inconsolables, 1995; y Cuando éramos huérfanos, 2000),  un cuaderno de relatos y guiones que se han ganado el respeto de los lectores y de la crítica.

Los restos del día / Kazuo Ishiguro

Al parecer, la pregunta «qué significa ser un gran mayordomo» tiene una faceta que hasta ahora no he abordado convenientemente, y, tratándose de un tema acerca del cual he reflexionado tanto durante toda mi vida, un tema que me afecta tan de lleno, debo decir que no haber reparado en este descuido me resulta bastante embarazoso.

Francamente, creo que he desestimado con excesiva ligereza algunas de las consideraciones en que se basaba la Hayes Society para admitir a nuevos socios.

Permítanme dejar bien claro que no es mi intención, en modo alguno, retractarme de las ideas que he expuesto antes sobre la «dignidad» y la importante relación entre esta virtud y el concepto de «grandeza». Sin embargo, he estado reflexionando más a fondo sobre otro de los postulados de la Hayes Society, concretamente, el que estipula como requisito previo para ser socio que «el candidato pertenezca a una casa distinguida». Mi opinión sigue siendo la misma, a saber, que semejante exigencia no es más que una manifestación inconsciente de esnobismo por parte de aquella asociación.

No obstante, también pienso que con lo que estoy en desacuerdo es, sobre todo, con la forma anticuada de entender lo que es «una casa distinguida», y no con la idea general que encierra en sí este principio. En realidad, ahora que me he planteado más a fondo esta cuestión, creo que es posible que tuvieran razón al decir que todo gran mayordomo debe «pertenecer a una casa distinguida», siempre que se confiera a la palabra «distinguida» un significado más profundo que el que le atribuye la Hayes Society.

De hecho, si comparásemos la definición que yo daría de la expresión «una casa distinguida» y la que daba la Hayes Society, quedarían claramente explicados, a mi juicio, los aspectos fundamentales que distinguen los valores de nuestra generación de mayordomos de los que tuvo la generación anterior. Al decir esto, no me refiero únicamente al hecho de que nuestra generación ya no tenía la actitud esnob que colocaba a los señores que pertenecían a la aristocracia rural por delante de los que procedían del mundo de los «negocios».

Quiero decir, en definitiva, y no creo que mi comentario sea infundado, que nuestra generación era mucho más idealista. Mientras que la que nos precedió se preocupaba por saber si el patrón era noble, nosotros nos sentíamos mucho más interesados por conocer su rango moral. No es que nos importase su vida privada, sino que nuestra mayor ambición, ambición que en la generación anterior pocos habrían compartido, era servir a caballeros que, por decirlo de algún modo, contribuyeran al progreso de la humanidad. Por poner un ejemplo, desde un punto de vista profesional habría sido considerado mucho más interesante servir a un caballero como mister George Ketteridge, quien a pesar de sus humildes orígenes contribuyó de forma innegable al futuro bienestar del Imperio, que a cualquier personaje de noble cuna que malgastara su tiempo en clubes o campos de golf.Ciertamente, son muchos los caballeros procedentes de las más nobles familias que se han dedicado a paliar los grandes problemas de su época, de modo que, en la práctica, podría decirse que las ambiciones de nuestra generación se distinguían muy poco de las de la anterior. Puedo asegurar, sin embargo, que había una diferencia fundamental en la actitud mental, que se reflejaba en los comentarios de los profesionales más destacados y en los criterios que seguían los mayordomos más conscientes de nuestra generación para cambiar de colocación. No eran decisiones basadas en cuestiones como el sueldo, el número de criados a su cargo o el brillo del apellido familiar. Creo que es justo decir que, para nuestra generación, el prestigio profesional residía ante todo en el valor moral del patrón.

Tal vez pueda explicar mejor la diferencia entre ambas generaciones hablando de mí mismo. Digamos que los mayordomos de la generación de mi padre veían el mundo como una escalera. Las casas de la realeza, los duques y los lores de las familias más antiguas ocupaban el peldaño más alto, seguían los «nuevos ricos», y así sucesivamente hasta llegar al peldaño más bajo, en el que la jerarquía se basaba simplemente en la fortuna familiar. El mayordomo ambicioso hacía lo posible por subir al peldaño más alto, y en general, cuanto más arriba se situaba, de mayor prestigio gozaba. Éstos eran, justamente, los valores que plasmaba la Hayes Society en su exigencia de una «casa distinguida»; el hecho de que todavía se formulasen, con plena conciencia, semejantes afirmaciones en 1929 muestra a las claras por qué era inevitable, por mucho que se intentara retrasarlo, que aquella asociación desapareciera, pues por aquel entonces esta forma de pensar contrastaba con la de hombres excelentes que constituían la vanguardia de nuestra profesión.

Fragmento (Cortesía de Anagrama)

Dos de sus historias han sido adaptadas al cine: Lo que queda del día (The Remains of the Day, 1993) —dirigida por James Ivory— y Nunca me abandones (Never Let Me Go, 2010), bajo dirección de Mark Romanek.

La cinta Lo que queda del día fue un éxito de taquilla: las actuaciones de Anthony Hopkins y Emma Thompson conmovieron al público. El viaje del mayordomo Stevens en busca de miss Kenton. Atmósfera de nostalgia y encontrados ímpetus secretos. La mansión de Darlington Hall como telón de fondo. Muchos espectadores buscaron la novela (galardonada con el prestigioso Premio Booker en 1989)  y fueron seducidos por la prosa limpia, precisa y delicada de Ishiguro.

Hay en Los restos del día una mirada contemplativa del narrador que describe con tino las ‘retorcidas lealtades’ de los protagonistas. Stevens es uno de los personajes más certeros de la narrativa británica contemporánea.  Un mayordomo, un sirviente, que no se inmiscuye en nada que sobrepase sus deberes, sacrifica sus emociones y coloca por encima de cualquier cosa las tareas de su profesión, más tarde descubre cómo se ha traicionado a sí mismo.  Probidad por encima de todo: en sus gestos se perciben elementos de la conducta de los samuráis.

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Los inconsolables (1995), novela escrita bajo los influjos de Kafka: el pianista McRyder en una imprecisa localidad se extravía en las rutas de excesivos pasajes oníricos. Cuando éramos huérfanos (2000): un célebre detective no puede resolver el misterio de la desaparición de sus propios padres: empalme de lo policial y lo histórico. Nunca me abandones (2005): la ciencia ficción en una trama sentimental en que los protagonistas, estudiantes de una macabra academia,  son clones.

Kazuo Ishiguro, el Nobel por el que nadie apostó. A la Academia Sueca no le importaron los listados ni las lidias. El autor de El gigante enterrado (2015) se merecía el galardón, a pesar de que las predicciones  nunca lo tomaron en cuenta.  Así son los suecos, cada octubre de cada año nos sorprenden.