Novelas de latinoamericanos exploran el éxodo y la soledad

Novelas de latinoamericanos exploran el éxodo y la soledad
Por:
  • carlos_olivares_baro

Circulan en librerías dos novelas de representativas alusiones a la soledad y al éxodo en la huida de un pasado de violentos rastros: Moronga (Random House, 2018), de  Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957), y Paraíso en casa (Alfaguara, 2018), de Adrián Curiel Rivera (México, 1969), se conjuntan en la línea del relato que explora las rutas de la emancipación.

A Castellanos Moya le interesa hurgar en la vida de personajes angustiados, quienes han dejado huellas de violencia en su itinerario reciente; mientras que a Curiel Rivera le preocupan los gestos de seres acosados por circunstancias cotidianas, quienes se han visto obligados al éxodo.

Texas y Wisconsin marcan las tribulaciones de José Zeledón, un exguerrillero salvadoreño huraño y de pocas palabras, que con una nueva identidad intenta encontrar sosiego en la ciudad universitaria de Merlo City, en Estados Unidos. Ciudad de México y Mérida son las plazas en que las tribulaciones de Regino Félix se entrecruzan: después de ser víctima de un asalto en la capital mexicana decide establecerse con su familia en Yucatán.

“En Moronga están presentes la alucinación, el aislamiento, el obstáculo de relacionarse con los otros y el impulso del sexo. Lo erótico, en el sentido de que puede ser lo único que conlleva a un gesto puro. Me interesan esos personajes que esconden verdades, estos hombres ansiosos con miedos a ser desenmascarados. Abordo el caso del poeta Roque Dalton, ese crimen que nos sigue doliendo”, glosó para La Razón el narrador nacido en Hondura pero formado en El Salvador, Horacio Castellanos Moya.

“Paraíso en casa tiene un sabor acre y agridulce. Me interesa el carnaval, el regodeo donde lo más serio dialoga con la ligereza. He intentado que el dolor, el ramalazo,  la risa y el gesto absurdo dialoguen en un mismo espacio. Regino Félix escribe una novela y es a la vez el protagonista de otra. Me interesa ese juego del texto dentro del texto. He tomado el fracaso de un matrimonio para explorar circunstancia que acosan a México: crimen, corrupción e ilegalidad”, precisó Curiel Rivera.

[caption id="attachment_729713" align="alignnone" width="696"] Gráfico: La Razón de México[/caption]

Dos novelas, dos voces narrativas, que confluyen en la incertidumbre, que se abrazan en el espacio de la desventura de personajes atrapados por el deseo y el dolor, la conmiseración y la piedad, las buenas intenciones y la evasión. Regino Félix es un solitario refugiado en la contingencia de la escritura, enamorado de su mentora literaria y proscrito en la provinciana Mérida; José Zeledón es un ser esquivo, sobreviviente del sobresalto y atormentado por una alucinación que lo obliga a estar siempre en alerta.

“Nací en Hondura pero me formé en El Salvador: nación que es una marca, una herida en mi cuerpo y en mi conciencia. Vaya donde vaya siempre esa lesión estará conmigo. Cuarenta años después sigo escribiendo del terror de esa guerra civil absurda que viví en mi primera juventud. Mis personajes vienen de aquellos tiempos. Los resucito y me resucito yo mismo”, concluyó Castellanos Moya.

Fragmento

Moronga

Horacio Castellanos Moya

Lo descubrí rondándome de nuevo. El día anterior había sido cerca de las cajas registradoras en el Walmart ahora, en el centro del pueblo, a la salida de una taquería. El rostro se me hacía familiar, de la época de la guerra, pero no lograba ubicarlo. Era un sábado al final de la tarde.

Las calles estaban desoladas; la resolana aún hería la vista.

Me metí a la vieja Subaru. Encendí el celular. Rudy respondió al otro lado: que todo estaba listo en Merlow City, que llegara cuanto antes, me estaban esperando para el empleo y había un par de casas donde podía alquilar habitaciones amuebladas. Me dirigí al motel de mala muerte en el que había pernoctado en los últimos días. Pagué la cuenta.

En la madrugada, metí mi ropa y mis cachivaches en la vieja Subaru. No había nadie de quien despedirme. Maniobré por los suburbios. No traía cola a la vista. Salí a la autopista 30.

Atrás quedaba Mount Pleasent; más atrás, Dallas.

Me esperaban quince horas de viaje.

Disfrutaba conducir a esa hora, salir de la penumbra en la zona desértica, cuando aún había pocos furgones en la carretera. Enseguida vendrían el sol hiriente, el calor sofocante, el tráfico dominguero. El amanecer me alcanzó antes de llegar a Texarkana, la frontera del estado.

Pero no me detuve a desayunar sino hasta dos horas más tarde, a un costado de la autopista, en las cercanías de Little Rock. Por el ventanal del restaurante podía observar mi auto, y quién entraba y salía del estacionamiento.

La mesera que me atendió era muy flaca, la cara consumida, los ojos azules un poco desorbitados; tenía tatuajes en el dorso de sus manos.