Sobre los dioses cautivos

Portal al inframundo, pieza olmeca.
Portal al inframundo, pieza olmeca. Foto: Cortesía del autor

Fray Bernardino de Sahagún describió un edificio en el Templo Mayor llamado Coacalco, era una sala enrejada como cárcel; en ella tenían encerrados a todos dioses de los pueblos que habían tomado por guerra; teníanlos allí como cautivos. Por su parte, fray Diego Durán, llama Coateocalli, “casa de diversos dioses”, a ese mismo edificio; y finalmente Francisco del Paso y Troncoso, dice que el santuario donde tenían como presos a los dioses de todas las provincias que habían conquistado, lo llamaban “Coatlan” o “Coateocalli”, templo de diversos dioses.

Sea cual fuere su nombre, lo interesante es que los tenochcas tomaban presos a los dioses de pueblos enemigos. No los adoptaban, como sugiere la práctica del panteón romano, sino los tenían como una suerte de rehenes. Tan arraigada estaba la práctica que, durante la conquista española, se llevaron en sus brazos la estatua de Huitzilopochtli. La pusieron a salvo en Tlatelolco, la colocaron y la encerraron en Telpochcalli de Amaxac (Anales de Tlatelolco), por temor a que los españoles lo tomaran preso.

Más tarde, muchos objetos extraídos durante el saco de Tenochtitlán fueron a parar a Europa donde algunos entendidos percibieron lo numinoso en estos objetos.

OCULTISTA, ALQUIMISTA, CARTÓGRAFO y matemático, algunos agregan que fue la inspiración para Próspero, el mago shakesperiano de La tempestad; y aún, rayando en el delirio, otros más sugieren que fue inspiración para Ian Fleming, pues era espía de la reina Isabel I y firmaba sus documentos con los números 007, John Dee, era eso y más. Había descubierto el lenguaje de los ángeles al que llamaba enoquiano; este idioma le había sido transmitido gracias al uso de un espejo de obsidiana en el que se perdía durante horas en una suerte de trance o autohipnosis, dicho espejo se encuentra actualmente en la Enlightenment Gallery del Museo Británico, y los últimos estudios científicos han determinado que la obsidiana procede de Pachuca, México.

Acaso este espejo, representación de Tezcatlipoca “espejo humeante”, fue el primer Aleph donde tanto los tenochcas como los isabelinos veían otros mundos. En el caso de Dee, las conversaciones con los ángeles concluyeron cuando se lio con un tal Edward Kelly, que también era mago y transcribía las conversaciones con los ángeles, éstos terminaron por pedirle a Kelly un “préstamo de cien libras esterlinas a devolver en quince días” (Jacques Bergier, Los libros condenados).

DESENCANTADO POR EL TRATO DEL LABÁN, Jacob invoca el favor de Dios y parte de Mesopotamia a las tierras de Canaán con toda su “hacienda”, incluyendo a sus dos esposas Lía y Raquel, quien antes de irse, hurta los ídolos de su padre. Hurtar, es el vocablo que se repite a lo largo de todo el pasaje en la traducción de Casiodoro de Reina. Así como Raquel “hurta los ídolos”, Jacob “hurta el corazón” de Labán al llevarse todo lo que tenía. Cuando se entera que han huido, Labán les da alcance y les hace las mismas recriminaciones. Y le dijo Labán a Jacob: ¿qué has hecho que me hurtaste el corazón? Ya que huías, ¿por qué me hurtabas mis dioses? Labán entra a las tiendas de las hijas en busca de los ídolos, pero Raquel los esconde en la “albarda de un camello y sentóse sobre ellos”. Raquel se disculpa con su padre y le dice que no puede levantarse “porque tengo la costumbre de las mujeres”, es decir, está menstruando. Al no encontrarlos, Labán se ve obligado a pactar con Jacob (Génesis 30,19).

Raquel sabía que, al robar los “terafines”, los ídolos domésticos, quitará poder a su padre, y con ello lo obligará a ceder. Los ídolos son tomados en prenda, es aquello que permite el equilibro entre el padre y el esposo. Un equilibrio meramente simbólico porque en realidad, ha despojado a Labán por completo. Significativamente, el relato no nos dice si se los entrega a Jacob que ni siquiera estaba enterado del hurto, lo más probable es que los guardara para sí.

EN LOS TRIUNFOS ROMANOS, esa entrada ceremonial a la ciudad de un comandante victorioso, desfilaban no sólo los esclavos y las mercancías, no sólo los dineros y los animales de la región, sino sus dioses expoliados. Esta costumbre no cesa jamás, Napoleón regresa de Egipto cargado de dioses, obeliscos y la famosa Piedra Rosetta, que de nuevo termina en el Museo Británico.

Otras veces, bajo la égida del rescate, la conservación o la simple codicia, numerosas piezas de todo el mundo han sido descastadas para exhibirse en galerías y museos, sus historias menudean desde las más célebres como aquella de los Mármoles del Partenón, hasta las domésticas como el Portal al Inframundo, pieza olmeca de Chalcatzingo que fue sacada del país a principios de los años 60, y devuelta apenas el año pasado.

Se comprende que, durante las guerras (incluso familiares como en el caso de Raquel y Labán), robar dioses apresura y fomenta la desmoralización del enemigo, tal vez incluso su despolitización, pues nada debe ser más desolador que ver un nicho vacío, o un templo hecho añicos y con ello, queda comprometida la ayuda divina. Desde luego, en un plano más mundano, el precio de estas piezas es incalculable. Sin embargo, en ambos casos —guerra y comercio— de manera flagrante o soterrada, palpita la idea de lo sagrado, del numen, tal como lo entendía Rudolf Otto, ese fenómeno incognoscible, a la vez terrible y fascinante, el mysterium tremendum que puede cifrarse en una efigie o simulacro.

Excepto Baudelaire, nadie explicó mejor ese sentimiento al afirmar que jamás paso ante un fetiche de madera, un buda dorado, o un ídolo mexicano, sin que me diga: tal vez sea éste el verdadero Dios. La apuesta es demasiado alta para arriesgarse.

Acaso no hemos olvidado del todo esa práctica de tomar rehenes, y del mismo modo en que el Coateocalli mexica y el panteón romano eran homenaje y reconocimiento del numen ecuménico(el universo conocido y conquistado por estos pueblos), ¿serán nuestros museos el último espasmo, el sacer involuntario, del numen secular? Tal vez, en la apuesta con Pascal, nos estemos guardando un as bajo la manga.