Alina, intensidad del sueño

Alina, intensidad del sueño
Por:
  • eduardo lago

1

Empieza a notar el cansancio a la altura de Black Lake. Según el GPS, el motel queda doce millas al suroeste por la Ruta 55. Al cabo de quince minutos ve aparecer la silueta negra del puente de hierro que separa los estados de Pensilvania y Nueva York. Aparca junto al río, en un terraplén cubierto de grava, lejos de los demás coches. El Delaware baja muy crecido, arremolinándose en los rápidos, hasta remansarse a la altura del aserradero. Sopla viento del este y hace más frío del normal para ser otoño. Observa la fachada del motel desde la carretera. Hay bastante movimiento en la zona del bar, a la derecha de recepción. Repara en la camarera nada más entrar. Está al fondo de la barra, hablando con un chico de su edad. Va vestida igual que la otra vez, con un top negro que contrasta con la blancura de los hombros. Se dirige a una de las mesas del fondo, justo al lado de unas puertas abatibles, cuyo borde inferior no llega al suelo, como las que hay en los salones de los westerns. Antes de sentarse, echa un vistazo al espacio en penumbra que se abre al otro lado de las hojas de madera. Un comedor. Por entre las patas de las sillas colocadas boca abajo encima de las mesas vislumbra la superficie de un espejo de grandes dimensiones. Cuanto hay en el salón parece converger allí. Lámparas, vitrinas, las fotos que cuelgan de las paredes, una pianola desvencijada, la esfera de un reloj, el reflejo de las luces del bar... Todo se hunde silenciosamente en el rectángulo de azogue. En su centro mismo, frente a sí, distingue con perfecta nitidez el dibujo de las puertas abatibles, y aunque se encuentra justamente detrás de ellas, falta el reflejo de su propia imagen.

Se sienta de espaldas a la pared y observa los movimientos de la chica. El cliente con el que estaba hablando se aleja con una cerveza en la mano, y ella se dirige hacia los grifos que hay en el centro de la barra disponiéndose a vaciar otra. Mientras lo hace, recorre distraídamente el local con la mirada, y de repente lo ve. Se le quiebra la sonrisa y se queda paralizada. Alza la barbilla bruscamente y con un golpe de mano, termina de tirar la cerveza, y deja la jarra en el mostrador sin mirar a quién se la sirve. Coge el billete que le dan, registra el pago en la pantalla de la caja registradora y deja el cambio encima de un charco de cerveza. Levantando un segmento del mostrador, pasa al otro lado de la barra y recoge los vasos vacíos de un par de mesas, antes de acercarse a la que ocupa él.

"La silueta de la camarera es la única que aparece reflejada en el espejo. Se dirigen juntos a un rincón. La chica coge una silla y se la ofrece a él. Con aire de cansancio, accede a sentarse. Ella se queda de pie, mirándolo fijamente".

¿Vlad?... dice, dirigiéndose a él en rumano. No puede ser... ¿qué haces aquí?

Deja los vasos encima de la mesa, y cogiéndolo del brazo, lo arrastra al interior del comedor. La silueta de la camarera es la única que aparece reflejada en el espejo. Se dirigen juntos a un rincón. La chica coge una silla y se la ofrece a él. Con aire de cansancio, accede a sentarse. Ella se queda de pie, mirándolo fijamente, como si quisiera asegurarse de que es quien cree, aunque no puede haber duda. El pelo largo y lacio, el bigote fino, el rostro sin edad, los ojos fríos e inquietantes, los labios sin vida, las manos, los dedos alargados y las uñas afiladas, la piel cuarteada, todo ello es inconfundible. Incluso va vestido exactamente igual que la otra vez, sólo que aquí su jersey de cuello alto y su chaqueta de botonadura cruzada resultan aún más fuera de lugar que en Sighisoara.

[caption id="attachment_941141" align="alignleft" width="250"] Fuente: fernandovicente.es[/caption]

Era más de media noche y había que cerrar. Era el último cliente en el local. Estaba solo en un reservado, delante de un vaso de vino que no había probado, pese a que llevaba allí más de una hora. Era la primera vez que lo veía por el pub. Había algo extraño en él, no sólo su aspecto, también el aura que lo rodeaba. Tal vez por eso tardé en atreverme a entrar en el reservado para decirle que tenía que irse. Cuando lo hice, me dirigió una mirada tan penetrante que me desestabilizó. Fue entonces cuando pasó aquello tan extraño. Aunque su boca estaba perfectamente inmóvil, yo podía escuchar con claridad su voz. Me ordenó que me sentara y obedecí. Desprendía un olor extraño, no exactamente desagradable, como a moho, o a herrumbre, no lo sé explicar. Su manera de vestir era totalmente anacrónica, como si lo hubieran arrancado de una revista de los años setenta, jersey de cuello vuelto, chaqueta azul de botonadura cruzada, pantalón campana y zapatos de pico. Me dijo que había llegado la noche anterior a Sighisoara. Por toda respuesta, le dije que teníamos que cerrar el pub y le pregunté si podía recoger su copa. La miró como si le diera asco, y entonces me di cuenta de quién era. Debería haber sentido miedo, pero lo que me inspiró fue lástima. Sin pronunciar las palabras que sin embargo yo podía oír, me hizo saber que la noche anterior había entrado en mi dormitorio. Entonces recordé vagamente haberme levantado de madrugada para cerrar una ventana que no paraba de dar golpes, cosa extraña, porque jamás la dejo abierta. Cuando me preguntó si recordaba lo que pasó, me vino a la cabeza la imagen de un hombre que estaba de pie, junto a mi cama, diciéndome que yo era exactamente igual que alguien a quien había perdido hacía mucho tiempo, una mujer. En ese momento apareció Mihai, el encargado del bar, diciendo que llevaba más de diez minutos llamándome a voces. Estaba furioso. Quería que echara al cliente del pub de una vez. Entró en el reservado sin mirar, muy agitado, pero en cuanto se fijó en el desconocido, a diferencia de lo que me pasó a mí, el pánico se apoderó de él. Alzando el brazo, hizo ademán de ir a pedir perdón, o tal vez se disponía a arrodillarse, pero él lo fulminó con la mirada, y Mihai salió del reservado dando tumbos. Fui tras él, con ánimo de tranquilizarlo, pero me pidió que lo dejara solo. Cuando volví al reservado no había nadie.

Sentada en el comedor en penumbra, frente a él, trata de poner orden en sus recuerdos. Hay partes que sabe que corresponden a la conversación que tuvo lugar en el pub de Sighisoara, pero hay cosas de las que no está totalmente segura. ¿Cómo ha conseguido dar con ella? En ningún momento le llegó a decir que tenía  intención de ir a América, donde vivía su hermano. ¿Cómo lo ha averiguado? Lo que sí recuerda es el momento en el que, clavando en ella sus ojos, Vlad le dijo que fuera donde fuera, la encontraría. Solo que al decir aquello la llamó por el nombre de la otra mujer, Elsbieta. Se quedó mirándola en silencio y entonces creyó entender en parte lo que le pasaba. Dicen que los ojos son la única parte del cuerpo que no envejece. Los suyos son distintos de todos los que recuerda haber visto. En ellos se acumula todo el peso de la eternidad. Se supone que deberían darle miedo, pero hay algo en ellos que le inspira piedad, como pasó en el pub. Ahora que los vuelve a tener delante, ve que es ahí donde se acumula el cansancio infinito de su condena. De pronto, los ojos cobran vida. Muy despacio, empieza a recorrerla con la mirada, primero el rostro, después los hombros y los brazos. En la muñeca lleva una pulsera de plata con su nombre. Le pide que se lo muestre: ALINA, lee, sin mover los labios. Acaricia con el dedo índice los caracteres grabados, y niega con la cabeza. Elsbieta, dice, y con un murmullo más alto repite: ELSBIETA. El nombre resuena en el interior de la cabeza de Alina. Confundida, se lleva la mano a la frente. Del bar llegan los ruidos estridentes de una canción.

"Dicen que los ojos son la única parte del cuerpo que no envejece. Los suyos son distintos de todos los que recuerda haber visto. En ellos se acumula todo el peso de la eternidad. Se supone que deberían darle miedo".

Vlad... dice por fin, no puedes quedarte aquí.

Ella le explica que los días que trabaja en el motel se queda a dormir en una casa de River Road y le dice el número exacto, el 65. Se puede ir andando, está muy cerca. El dueño es un analista de sistemas que vive en Manhattan y apenas la usa. Ella se encarga de cuidársela. Es la tercera casa, yendo por el camino que bordea el río, le indica. Entrando por el jardín, a la derecha, hay una galería acristalada, llena de plantas. La puerta está siempre abierta. Le pide que la espere en la casa. Nadie se extrañará si ve que hay gente dentro.

Alguien da una voz, llamándola por su nombre: ¡Alina! Es Jeff, el encargado. La situación es la misma que vivió con él en el pub de Sighisoara.

Me tengo que ir, Vlad. No salgas por el bar. No quiero que te vea Jeff ni ninguna de las camareras. Vete al comedor y sal del motel por la parte  de atrás. Lo mira un momento antes de irse. De su imagen emana un aura derrotada, pero ella ve algo por detrás, algo que él no es capaz de olvidar. Vete ya, insiste, y dándose la vuelta, regresa apresuradamente al bar.

Vlad sacude la cabeza, entra en el comedor y sale por la puerta trasera, como le han dicho que haga. Una vez fuera, cruza el aparcamiento y sale a la carretera. Al llegar al cruce donde está la gasolinera, sigue por el camino de grava que bordea el río hasta llegar a la tercera casa. Siguiendo las indicaciones de la chica atraviesa el jardín y entra por la galería acristalada. Pasa al interior de la vivienda y se sienta en el salón, junto a la ventana, contemplando cómo las luces del aserradero de Shohola, al otro lado de la orilla, se reflejan en la superficie del río Delaware.

Una hora después, una SUV se detiene junto a la casa, por la parte de atrás, donde está la funeraria. Se oyen voces que discuten. Reconoce a Jeff, el encargado del bar, que parece estar algo borracho. Se baja del coche después de Alina. Quiere entrar en la casa, pero ella no lo deja. Vuelve a subir al vehículo, cierra la puerta con violencia y por fin se aleja. La silueta de Alina se recorta intermitentemente contra la hilera de árboles que atraviesa el jardín, y llega hasta la casa. Se queda quieta unos instantes antes de entrar en la galería y va directamente al salón, donde sabe que está él. La luz de la luna le da de lleno en la cara. Le pregunta a Vlad si tiene frío y dice que no. Hay un montón de troncos apilados, sobre una superficie de pizarra, junto a la chimenea de hierro. Alina escoge dos y los echa al interior de la chimenea, prendiéndolos con la ayuda de unos periódicos y unas astillas de madera. Mientras la chica prepara el fuego, él observa sus movimientos, su rostro blanco, el cabello lacio, negro, que cae sobre los hombros desnudos. Cuando lo mira se fija en los ojos, ligeramente verdosos. Le tranquiliza contemplarlos. Cuéntame una historia, dice Alina, y tumbándose en el sofá, acomoda la cabeza en los cojines y se cubre con una manta. Escucha atentamente, mientras le cuenta algo sin que de sus labios salga ninguna palabra, como siempre. El fuego cobra fuerza, inundando la habitación de reflejos rojos. Sus siluetas alargadas se rozan en la pared del fondo.

Al cabo de un rato, cuando por su manera de respirar Vlad tiene la certeza de que se ha quedado dormida, le toma una mano. Se siente extraño. Su piel correosa, de reptil, contrasta con la de Alina, blanca y sedosa. Le viene a la cabeza un pensamiento absurdo: le gustaría poder verla a plena luz del día.

Alina pronuncia su nombre en sueños, y él siente una quemazón por dentro que le hace enloquecer. Cuando entró en su dormitorio, en Sighisoara, al ver su parecido con Elsbieta, no se atrevió a tocarla, pero ahora no se puede contener. Le tiembla la boca. Con sus dedos alargados, le aparta el cabello, dejando el cuello al descubierto. Lo roza con los labios entreabiertos. Al sentir su aliento frío, Alina se revuelve en sueños y cambia de postura, desplazando involuntariamente el top, y dejando al descubierto los pechos, blanquísimos y perfectos en su redondez. Es la visión del rostro, idéntico al de Elsbieta, a quien podía ver a la luz, lo que lo desarma. Roza su carne con los colmillos apenas un instante, le lame los pezones y se aparta de ella. Coloca bien la manta sobre su cuerpo y dándose la vuelta, se aleja del salón.

"Cuando tiene la certeza de que se ha quedado dormida, le toma una mano. Se siente extraño. Su piel correosa, de reptil, contrasta con la de Alina, blanca y sedosa".

2

Observa la luna desde la veranda. Una neblina plateada se filtra entre los árboles que flanquean el Delaware por la orilla de Pensilvania. Las luces del aserradero se reflejan en el río. Ha elegido el dormitorio donde se adentrará para cumplir el ritual al que está condenado, una de las habitaciones de huéspedes que hay en el piso que queda encima del bar donde se reúnen los leñadores. Allí encontrará la sangre joven que necesita para llegar con vida al día siguiente.

Regresa poco antes del amanecer. En la chimenea arden todavía unos rescoldos, pero Alina no está. Se ha retirado a su dormitorio, dejando atrás el bolso con sus cosas. Vlad examina el contenido: un pequeño cuaderno de direcciones, una caja de maquillaje, una barra de labios, un juego de llaves y el móvil. El teléfono celular es lo único que le llama la atención. Lo alza en vilo un momento y ve el reflejo de los rescoldos en la pantalla envolviendo el vacío donde debería aparecer su rostro. Deja el teléfono encima de la mesa y entonces ve la nota. Alina le ha preparado su habitación abajo, en el sótano. Allí podrá pasar tranquilamente el día. Vlad baja las escaleras e inspecciona el lugar. Ve un armazón donde podrá tumbarse, detrás de la caldera. Cierra bien la puerta, a fin de protegerse de la luz y se tiende sobre las tablas de madera.

[caption id="attachment_941142" align="aligncenter" width="600"] Fuente: fernandovicente.es[/caption]

Sueña que está en Sighisoara, en la plaza del mercado, que está atestada de gente, a plena luz del día. De repente, la ve pasar a lo lejos y la llama por su nombre. Alina, dice, no Elsbieta. La chica se vuelve, fijando en él sus ojos verdes, pero no lo reconoce y sigue andando. Cuando Alina desaparece de su vista, Vlad entra en un túnel y al salir es de noche y está solo. Sigue hasta el barrio medieval. Al llegar a una plaza elíptica estudia las casas que hay en derredor, elige una de las ventanas iluminadas y trepa por la pared de piedra del edificio. Entra en el dormitorio y contempla a la chica dormida. Su parecido con Elsbieta le hace sentir algo que había olvidado. Se sienta al borde de la cama. La chica se levanta, se acerca  a la ventana y la cierra. Es sonámbula. Se queda de pie, mirándolo sin verlo. Hasta aquí todo es idéntico a lo que ocurrió en realidad, pero de repente algo cambia. Él se acerca y la abraza. A ella, el gesto le extraña, pero no lo rechaza. Él espera unos momentos y entonces separa su cuerpo del suyo. Sale de la habitación, procurando conservar intacta la sensación del abrazo. Vuelve por la misma calle, apresurado por la proximidad del día y llega al mercado. Alina está al borde de la acera, pidiéndole con señas que se acerque. Cuando se dispone a hacerlo, un coche de caballos se detiene junto a ella y se la lleva. Antes de irse, con la lógica indescifrable de los sueños, ella le dice que lo llamará. En la mano lleva un teléfono móvil idéntico al que se dejó olvidado en la mesa del salón. Te llamaré, dice. Tienes que estar pendiente.

Se despierta, aturdido por la intensidad del sueño. Deambula por el sótano. Por entre las grietas de la pared se filtra la luz del día. No le queda más remedio que esperar. Vuelve a tumbarse en el lecho improvisado que le preparó Alina. Le viene a la cabeza lo que sintió en el reservado, cuando ella lo reconoció en Sighisoara. El cansancio de su propia historia, el recuerdo de centenares de ciudades, su peregrinar a lo largo de los siglos, el deseo de volver, aunque sea brevemente, al mundo de la luz. Comprende que no le va a resultar posible conciliar el sueño y se vuelve a levantar. Desde el pie de la escalera contempla la puerta que da al salón. Alrededor del marco se dibuja un cuadrilátero de luz viva. Debe de hacer un día de mucho sol. Clava la mirada en el pomo de la puerta. ¿Qué pasaría si la abriera y se dejara bañar por el piélago de luz que hay fuera? De repente, unos timbrazos intermitentes desgarran la oscuridad del sótano. El teléfono de Alina. Aguarda en trance unos momentos, hasta que por fin dejan de sonar. Cuando se restaura el silencio, se tranquiliza. No abrirá la puerta, volverá a tumbarse encima de las tablas de madera, y esperará a que caiga la noche para proseguir su viaje por la eternidad. No puede ser de otra manera. No le ha dado tiempo a dar un paso cuando vuelve a sonar el teléfono. Esta vez no duda. Se dirige al pie de la escalera. La luz que enmarca la puerta parece un cerco de fuego que quiere penetrar en la oscuridad que lo protege. Debe de ser mediodía. Subirá los peldaños. Si lo hace, ¿qué puede ocurrir? Con paso firme, empieza a remontarlos y al llegar arriba agarra con fuerza el pomo de la puerta y lo hace girar. Se sumerge en el océano de la luz diurna como si se adentrara en una casa devorada por el fuego. Siente que la luz se le adhiere a la piel. Le arden los párpados, las pupilas. Todo su cuerpo es una antorcha viva, pero él sigue avanzando. A través del aire en llamas ve el teléfono móvil, que no deja de sonar. Pulsa una tecla y se lo acerca al oído. ¿Elsbieta? pregunta, momentáneamente confundido, porque desde que vio el nombre de Alina grabado en la pulsera ha decidido llamarla siempre así.