La belleza del misterio

Luego de consumar su obra definitiva, Las flores del mal, el autor francés la complementó con El Spleen de París,
un conjunto de poemas en prosa de fuerte carga intuitiva, que enaltecen la figura del flâneur (paseante)
al tiempo que exploran las apatías y convulsiones distintivas del siglo XX —y que continúan siendo actuales
en el XXI. Baudelaire murió antes de ver publicado ese último libro: poco después de terminarlo
padeció problemas de salud —entre ellos, una apoplejía lo dejó sin habla—, que derivaron en su fallecimiento.

La belleza del misterio
La belleza del misterioFuente: auction.fr
Por:

A Carmen y Juan Villoro 

Baudelaire es el primer vidente, rey de los poetas, un verdadero Dios. Arthur Rimbaud, Cartas al vidente

Es difícil encontrar una figura tan influyente en la cultura como la de Charles Baudelaire (1821-1867). Si pensamos en todas las ramificaciones que tuvo su pensamiento, en los alcances de su escritura y los géneros que practicó, podemos vislumbrar a un fundador de las poéticas del siglo XX.

Baudelaire anuncia a Rimbaud, a Cavafis, a Pessoa, a Valéry, a Rilke, a Benn, a Gorostiza, a Cernuda y a Paz, pero también sin duda a Marcel Duchamp y Walter Benjamin.

LAS FLORES ENFERMIZAS

En un retrato literario de Théophile Gautier,1 Baudelaire se nos presenta joven, barbado, el cabello peinado de lado, usando un pantalón tabaco y un saco de terciopelo negro a la medida. Con afeites en el rostro y ademanes casi afeminados: un Baudelaire desconocido para la posteridad. El crítico de arte que formaba parte del club del hashisch y preparaba sus Paraísos artificiales y El pintor de la vida moderna. Ese Baudelaire que —nos cuenta Roberto Calasso— 2 admiraba a Delacroix, pero en su crítica siempre entendía mejor a Ingres. Que traducía a Poe y a De Quincey, que mantenía una relación tirante y a la vez amorosa con su madre, tal como podemos ver en esta carta:

Hubo en mi infancia una época de amor apasionado por ti; escucha y lee sin miedo. Nunca he ahondado en esto contigo. Recuerdo un paseo en un fiacre; salías de un sanatorio en el cual te habías internado, y me enseñaste —para demostrar que habías pensado en tu hijo— los dibujos a tinta que hiciste para mí. ¿Crees que tengo mala memoria? En seguida vimos la plaza Saint-André-des-Arts y Neuilly. ¡Largos paseos, una ternura profunda! Recuerdo los muelles, que estaban muy tristes por la tarde. ¡Ay!, aquello era el tiempo de la ternura materna. Te pido que me disculpes por apreciar lo que fue para ti desagradable. Pero estaba siempre en ti y tú eras sólo mía. Eras a la vez un ídolo y un amigo. Quizá estarás sorprendida de que pueda apasionarme por un momento tan remoto. A mí mismo me asombra. Tal vez sea porque pensé de nuevo en la muerte —el deseo de la muerte— que las cosas antiguas se pintan tan vivamente en mi espíritu.3

ESTE BAUDELAIRE es el de las ideas contradictorias que analizó Jean-Paul Sartre, el que se intentó suicidar por nunca haber sido útil y en una carta posterior se ufana por jamás haberse rebajado a lo utilitario. Sartre lo describirá como un autor que se corregía a sí mismo como se corrige un soneto. Este joven es el que fue privado de su herencia —mediante un recurso jurídico emprendido por su padrastro—, porque en menos de dos años se había gastado la mitad. La familia aducía que la había derrochado en una vida de lujos y “excesos”, pero solamente se había dejado influir por el París de Courbet, de Auguste Clésinger, de Jules Barbey d’Aurevilly, de Constantin Guy. Compraba grabados, óleos, botellas de vino Borgoña (que entibiaba y acompañaba con pan negro untado de miel), cortes de seda, antigüedades, muebles exquisitos y libros en sus mejores encuadernaciones.

Algunos años después, también será el que escriba Las flores del mal (1857) para revolucionar la historia de la poesía, al regresar al soneto y la métrica, ya que creía que lo acotado transmite una mayor inmensidad que lo libre. Como dice Claude Pichois, no hay nada mejor que “lo infinito en lo finito: la fórmula que será usada en Salón de 1859, y que confirma los derechos de la metafísica, sin la cual la poesía no es más que descripción”.4 ¡Y qué metafísica! Baudelaire introdujo conceptos como la analogía o la correspondencia en su poética, exploró el mundo de la noche y lo perturbador para dejar de cantar la leyenda de los siglos y el lagrimear de Lamartine, Vigny, Hugo y Musset. Baudelaire hizo de la poesía un lugar de fascinación ante seres mórbidos como las malabaristas, las damas condenadas o los objetos inanimados; y paradójicamente, entre más recorría las zonas oscuras de la imaginación, más fuerte era el fulgor que habitaba en sus poemas:

Espíritu mío, te desplazas con vivacidad y,

como un nadador que se solaza

[en la sensación,

grácilmente atraviesas la inmensidad

[profunda

con una indecible y viril voluptuosidad.

Elévate muy alto de estas miasmas

[venéreas;

ve a purificarte en el aire superior,

y bebe, como un puro y divino licor,

el fuego prístino que colma

[las distancias etéreas.

Gracias a este conjunto de poemas fue acusado por ofensas a la moral pública y religiosa, y a las buenas costumbres, el 20 de agosto de 1857, lo cual no obstó para que Las flores del mal diera a conocer a Baudelaire más allá del hexágono francés y lo colocara en la cima de la gloria, como dijo Paul Valéry.

Por otra parte, Baudelaire, dotado con una gran intuición, avizoró el cambio social, la polarización en los fenómenos culturales —el gran cisma del que Walter Benjamin5 le confirió la autoría—, el divorcio entre una sociedad masificada —el gran público— y las élites. El poeta que reconoció al hortera y al humillado en sus “flores enfermizas”. Quien hizo la analogía entre el poeta y el albatros:

El poeta es parecido al príncipe

[del cielo

que atraviesa las tormentas y se ríe

[del arquero;

exiliado en tierra entre abucheos

por sus alas de gigante trastabilla

[en el suelo.

Ante una vida miserable con Jeanne Duval —quien probablemente le contagió la sífilis— y con el cuñado que lo amedrentaba, Charles buscó ir a Bélgica para dar conferencias sobre arte

EL SPLEEN DE PARÍS

Con Baudelaire se extingue la figura del poeta pasivo que canta loas desde la veranda y nace el flâneur (paseante) de las calles. Ya no es un poeta amigable que agradece la luz solar ni las pequeñas cosas de la vida, no es un poeta del paisaje obvio, porque sabe, como Horacio, que “a la naturaleza le gusta esconderse”. Se trata de un poeta adicto a los nuevos vértigos, a las obsesiones pasionales, intuye la voracidad del capitalismo del siglo XX y también descubre el consuelo de los enervantes; como en esta habitación desdoblada de El Spleen de París:

La muselina llueve copiosa frente a las ventanas y hacia la cama; se esparce en nevosas cascadas. En este lecho está tendido el Ídolo, la soberana de los sueños. Pero, ¿cómo llegó aquí? ¿Quién la trajo? ¿Qué mágico poder la instaló en este trono de voluptuosidad y ensueño? ¡Qué más da! ¡Aquí está, la reconozco!

¡Aquí están esos ojos cuya flama atraviesa el crepúsculo, esos sutiles y terribles ojillos, que reconozco en su espantosa malicia! Atraen, subyugan, devoran la mirada del imprudente que los contempla. A menudo los he estudiado, esas estrellas negras que imponen la curiosidad y la admiración.

¿A qué buen demonio le debo estar rodeado de este misterio, de silencio, de paz y aromas? ¡Oh beatitud, eso que solemos llamar vida, aun en su expresión más feliz, no tiene nada en común con esta vida suprema de la cual hoy tomo conciencia, y saboreo minuto a minuto, segundo a segundo!

¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos! ¡El tiempo desapareció, lo que reina es la Eternidad, una eternidad de delicias!

Después del proceso de censura y de la requisición de su herencia, Baudelaire pretendió entrar a la Academia Francesa —sin éxito— en julio del 1861. Ante una vida miserable con Jeanne Duval —quien probablemente le contagió la sífilis— y con el cuñado que lo amedrentaba físicamente, Charles buscó ir a Bélgica para dar conferencias sobre arte. Escribía una novelita, La Fanfarlo, y un conjunto de poemas en prosa que homenajeaban el Gaspard de la noche (1841), de Aloysius Bertrand. En el mismo año de 1861 empezaron a salir en publicaciones periódicas como La Revue Fantaisiste. Tal como le señaló a Arsène Houssaye:

Tengo una confesión que hacerle. Fue hojeando, por vigésima vez al menos, el famoso Gaspard de la noche (un libro conocido por usted, por mí y por algunos de nuestros amigos, ¿no tiene ya todo el derecho de ser llamado célebre?) que se me ocurrió la idea de intentar algo análogo, y aplicar a la descripción de la vida moderna —o mejor dicho de una vida moderna y más abstracta— el procedimiento que él había aplicado a la pintura de la vida antigua, tan extrañamente pintoresca.

Como tal, los poemas en prosa son semejantes a los relatos que hizo de sus sueños (como “La pierna”, citado por Calasso) o a algunos episodios anecdóticos en París. El anglicismo spleen remite a la acedia o “la impotencia de levantar el alma al creador”, que ya no recuerdo dónde leí. En estos cincuenta poemas retrata a personajes adheridos a cierta estulticia, seres obcecados que muestran la inanidad de un país bajo el Segundo Imperio Bonapartista, es decir, la Francia que vino después del golpe de Estado de Napoleón el Pequeño, como lo llamó Hugo. Sin embargo, es un libro pletórico en ejemplos de la sociedad moderna, de nuestras convulsiones y apatías. Describe, a través de aguafuertes o diálogos, mucho del carácter de las ciudades del siglo XX y del XXI. Como hace en "Cada quien su quimera", donde muestra a un puñado de hombres que caminan en un páramo llevando a cuestas un monstruo de dimensiones aparatosas...

Pero la horrible bestia no era un peso inerte, al contrario, envolvía y oprimía al hombre con sus músculos elásticos y poderosos, se enganchaba con sus dos vastos garfios en el pecho de su montura; y su fabulosa cabeza coronaba la frente del hombre, como uno de esos cascos horribles con los que los antiguos guerreros esperaban acrecentar el terror del enemigo.

La Fanfarlo, lápiz, s/f.
La Fanfarlo, lápiz, s/f.Foto: Especial

Interrogué a uno de estos hombres y le pregunté hacia dónde se dirigían de esa forma. Él me respondió que no lo sabía, ni él, ni los otros; pero que evidentemente se dirigían a algún lugar, porque estaban forzados por una inexorable necesidad de caminar.

Cosa curiosa de notar: ninguno de esos viajeros lucía molesto con la bestia feroz amarrada a su cuello y adherida a su lomo; diría que la consideraban como parte de sí mismos. Todos esos rostros fatigados y adustos no transmitían desdicha alguna; bajo la cúpula melancólica del cielo, con los pies hundidos en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo, caminaban con la fisonomía resignada de aquellos que están condenados a esperar por siempre.

Y el cortejo pasó a mi lado fundiéndose en el aire del horizonte, en el sitio donde la superficie redondeada del planeta se esconde a la curiosidad de la mirada humana.

En El Spleen de París tienen lugar el poeta, como un eterno extranjero; la viejecita que hace llorar a un bebé por su cara ajada e invadida de arrugas; el perro que se aleja ante un perfume delicioso; los dos niños que prefirieron destruir un pan antes que sentarse a compartirlo; el vecino que prende un puro a un costado del tonel de pólvora y el limosnero que recibe una paliza por mendigar, pero que se enardeció y golpeó a Baudelaire, con el resultado de una buena propina del poeta por haber recuperado la dignidad perdida.

“ESTOY DEMASIADO CONTENTO con mi Spleen. En suma, es aún Las flores del mal, pero con mucho más libertad, detalle y burla”, escribió el poeta en 1866. No obstante, hacia el 15 de marzo de 1867, Baudelaire tuvo un desvanecimiento aparatoso y el 31 sufrió una apoplejía que lo privó del habla. Asilado en un hospital de monjas, Instituto Saint Jean y Sainte-Élisabeth, horrorizaba a las hermanas con una sola expresión “Crénom! ”, una blasfemia que las consternaba y que se traduciría como “Maldigo a Dios”. Según Claude Pichois, asimismo el medio hermano de Charles, Claude-Alphonse Baudelaire, sufrió una apoplejía, con lo cual se descarta que esta situación se haya debido a la sífilis o a una secuela de las drogas, como se pensó.

Baudelaire murió en agosto de 1867 y no pudo ver publicados sus poemas en prosa, que aparecieron recopilados hasta junio de 1869, en el cuarto tomo de sus Obras completas. A pesar de que, entre traducciones, ensayos, críticas y reseñas, la obra de Baudelaire es abultada, en El Spleen de París y Las flores del mal es fácil detectar al artista que tiene un conocimiento íntimo de sus materiales expresivos, y que los usó para revolucionar la literatura de una manera, hasta hoy, inconmensurable.

Notas

1 En Théophile Gautier, Baudelaire (cuya contraparte pictórica hizo Émile Deroy), Parangon, Colección Mots et Merveilles, París, 2001.

2 Roberto Calasso, La Folie Baudelaire, traducción de Edgardo Dobry, Anagrama, Barcelona, 2008.

3 Pascal Pia, Baudelaire, Seuil, París, 1995, p. 18. (Todas las traducciones de éste y el siguiente título son mías.)

4 Claude Pichois, “Préface” en Baudelaire, Oeuvres complètes, tomo I, texto establecido, preservado y anotado por Claude Pichois, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, París, 1975, p. XII.

5 Cfr. mi ensayo “El poeta y su imagen” en El Cultural 120, https://bit.ly/2QFsqTX