Crecer después de la tormenta

Crecer después de la tormenta
Por:
  • marta.ferreyra

Quien con monstruos

lucha cuide de convertirse en uno.

Friedrich Nietzsche

A raíz del debate del #MeToo, tuve la ocasión de dialogar con la antropóloga argentina Rita Laura Segato, un referente teórico y del activismo de la lucha contra la violencia de género en América Latina. Me dijo varias veces lo mismo: “No es nuestro debate. No perdamos tiempo en esto”. Me impactó, porque como veremos más adelante, sí hay algunos elementos que creo debemos aprovechar para debatir.

Aun con estas reservas, hice un ejercicio al que suelo recurrir para entender algo que se me escapa: traté de imaginar el escenario contrario. Me explico: ¿Podríamos nosotras, mujeres normalitas del sur imaginario, “imponer” a las feministas del star system francés y hollywoodense nuestra agenda, para que hablaran y debatieran, se pelearan y no pararan de mandarse artículos por whatsapp, escribieran artículos, organizaran mesas redondas, salieran en las entrevistas y, en fin, dieran cauce a un debate sobre el hashtag #NiUnaMenos y sobre temas como feminicidio, derechos sexuales y reproductivos, derecho al aborto, regulación del trabajo sexual, acoso sexual callejero y en el mundo del trabajo, derechos de las mujeres migrantes, violencia política, violencia obstétrica, conciliación de la vida familiar y laboral, derecho al cuidado entre otros?

¿Sería imaginable este escenario? Llevamos semanas hablando de abuso de poder, galantería, seducción, en ámbitos que nos quedan muy lejos y sólo tienen un lugar en la vida de muy pocas mujeres y algunos hombres. En ese sentido, me pareció que Rita Segato tenía razón. Aunque haya temas por debatir (bienvenidos sean), la agenda de los derechos que le faltan a la mayoría de los millones de mujeres de este país está casi ausente.

Como recordatorio de aquello cuya discusión no podemos abandonar, en primer lugar señalo la importancia de no dejar de revisar las estructuras sociales que propician el abuso sexual y lo legitiman: las construcciones, los mandatos de género de la feminidad y de la masculinidad. Esto nos lleva a una revisión de qué entendemos por violencia hacia las mujeres: qué es feminicidio, abuso sexual, acoso, hostigamiento, intimidación. No sólo las definiciones de la ley (aunque finalmente debemos apelar al marco jurídico), sino qué sentido les damos y cómo las aplicamos. Si entendemos que acoso y hostigamiento implican repetición de conductas y en el segundo caso una relación jerárquica, tendremos que buscar nuevos conceptos para los actos violentos que suceden brutalmente y de improviso, trabajar conceptualmente para entendernos y entender lo que está pasando.

Esto nos permite echar luz sobre la relación entre algunos autores famosos y sus obras. Debo decir que esta paradoja, por llamarla de alguna manera, no es privilegio de la violencia sexual, sino que interviene también en el arte y la política (autores considerados fascistas pero cuya escritura no deja de reconocerse, como sucede con Céline), o el arte y la libertad sexual, en el caso de escritores como Nabokov o D. H. Lawrence. El problema de la vara que mide la moral de los otros es que tarde o temprano acaba por medir la nuestra y nos obliga a una revisión y una mirada cada vez más exigente ante una pretendida escala moral y ética que, como dice la famosa publicación de las francesas,1 “se instala como un clima de sociedad totalitaria”.

#MeToo vs. #NiUnaMenos

Aun cuando aquí no tenemos el #MeToo, tenemos el #NiUnaMenos, con otro sentido y otro contenido mucho más político. Mientras #MeToo es demostrativo y enunciativo (a mí también me ha pasado), #NiUnaMenos lleva implícita una resistencia, un hasta aquí, una amenaza (no aguantaremos ni una menos), una advertencia de acción que no excluye a los hombres: ellos también pueden gritar su hartazgo. #NiUnaMenos no difunde sino que dispara el acto, te dispone para salir a la calle a defender el cuerpo de las otras como si se tratara del tuyo. Lo que no quita el alivio de poder escribir: “a mí también me pasó”; el jefe, el padre, el hermano, el compañero de trabajo, el chofer del taxi, del autobús, el maestro de la escuela, el marido de mi madre, el novio de mi hermana, un desconocido en una calle oscura, un uniformado en medio de la tarde, un chico en el centro comercial a plena luz del día, en el metro... El #NiUnaMenos trae escrita nuestra agenda, esa a la que hace referencia Rita Segato cuando me dice que el otro “no es nuestro debate”.

La importancia del disenso

Las feministas tenemos serias dificultades para disentir y aceptar las diferencias de opinión. A veces siento que cada vez menos feministas podemos hablar desde un “nosotras”. Entonces me viene a la mente la abogada argentina Haydée Birgin, cuando hablaba de las fronteras identitarias de las feministas: esa necesidad de “pintar la raya” y decir: “yo sí soy una feminista auténtica”, o como dice Margaret Atwood,2 señalar “quién es la buena o la mala feminista” o, en el peor de los casos, “quién ha dejado de serlo, quién ya no merece ser llamada así”, y de esa manera congelar el debate de las ideas. En los últimos años me he visto confrontada con opiniones de amigas y colegas feministas (sin hablar de las redes sociales) que me sitúan en posiciones muy enfrentadas con ellas. Principalmente en relación con la sororidad, la violencia, el trabajo sexual, la maternidad subrogada, la aplicación del concepto de feminicidio, el hecho de considerar a las mujeres “víctimas” hasta que se demuestre lo contrario.

En este sentido, mi paso por lo “políticamente incorrecto” sería:

• No partir de la idea de que los hombres (en plural) son agresores en potencia, culpables en primer grado sin el beneficio —que nos brinda el orden legal a todas y todos— de su debido proceso;

• No pensar que todos los asesinatos de mujeres son feminicidios;

• No creer que todas las mujeres son víctimas;

• Tampoco, que todos los hombres son culpables;

• No aceptar de buen grado los “escraches” (ese patíbulo mediático, al decir de Tere Incháustegui) que se hacen en las facultades y las redes por considerarlos, desde mi punto de vista, como un quiebre del orden jurídico del que acaban por ser cómplices;

• Defender, como un mantra, la capacidad de autonomía de las mujeres;

• Pensar que las mujeres son sujetos que actúan, se relacionan, dicen, hacen, piensan, planean, desean, quieren, hablan, razonan, toman decisiones, se equivocan.

• Pensar que las mujeres no existimos como amalgama, no nos comportamos siempre de la misma manera, ni partimos de los mismos deseos o impulsos,

• Y por último, que no siempre es mejor (en el sentido de la ética, bondad, inocencia, generosidad, solidaridad, confianza) una mujer que un hombre.

Curiosamente, después de que se pronunciara el grupo de feministas francesas, siento que ha caído el muro de lo políticamente correcto, y quienes pensamos diferente, aun siendo feministas (o malas feministas, como dice Margaret Atwood), podemos tener derecho a la palabra sin que se nos reste legitimidad. Esto, para mí, es una ganancia. No me gustan los pensamientos únicos ni los discursos condescendientes. Me gustan las paradojas, como decía Olimpia de Gouges, y no creo que toda violencia hacia las mujeres se explique ni se resuelva aplicando una fórmula que diga: hombre activo y malo hace daño a mujer pasiva y buena.

Si todo es acoso, entonces nada lo es

Creo que englobar cualquier tipo de conducta masculina de seducción bajo la etiqueta de “acoso” o “presunción de violencia” es el primer paso para no ver lo que realmente es violencia. Aquella frase de Andrea Dworkin, “todo sexo heterosexual es violación”, podría llevarnos a pensar que todo deseo masculino heterosexual es activo, impositivo y, potencialmente, acoso; y hacernos pasar de largo eso que las francesas ponen de relieve: la cuestión de las mujeres como sujetos activos y deseantes.

No vamos a explorar aquí la naturaleza del deseo, pero todos sabemos que el deseo es ingobernable, lo que no quieres ahora puedes quererlo un instante después, y que hombres y mujeres habitamos por igual ese lugar de confusión, avances y retrocesos. A veces percibo que hablamos de los hombres (todos los hombres) como seres “horribles” cuya “naturaleza sexual irrefrenable” los impele a comportarse como lo hacen. Hombres que manejan su deseo y nos lo imponen de manera exitosa (para ellos) y reiterada. A las mujeres, en contraposición, el deseo se nos estaría escapando de las manos constantemente, desprovistas de cualquier empoderamiento erótico.

Yo creo que el deseo se nos escapa a todos de las manos y en ese lugar coloco el “derecho a importunar”, como dice el texto francés que referimos. El derecho a importunar es sólo, entiendo yo, una invitación a que pasen cosas (sexualmente hablando). No justifica la violencia ni trivializa las enormes tragedias cotidianas que le suceden a las mujeres, pero sí afirma las muy diversas, espontáneas, improvisadas maneras o estrategias en que las mujeres y los hombres se acercan para tener una relación, sea como sea y del tipo que sea. No todo es violencia entre seres humanos: también hay deseo, amor, amistad, placer. Y no todo se puede regular.

El miedo como amenaza a la libertad sexual

Hay un miedo que recorre la vida de las mujeres (y de las feministas): el miedo al acoso sexual en todas sus formas y expresiones. A nadie le resultará extraño que hable del “continuo de violencias” que padecen las mujeres incluso antes de nacer. La discriminación vinculada al género prepara el terreno para todos los demás tipos de violencia, de tal forma que la mayoría de los hombres y mujeres del planeta llegan a considerar natural (e incluso defienden) la dominación masculina y la consiguiente subordinación femenina. Uno de los grandes triunfos del feminismo ha sido justamente desvelar con argumentos teóricos y científicos esta falacia y cuestionar con nuevas miradas y prácticas la injusta y también violenta concepción binaria del mundo y la división sexual del trabajo. La violencia histórica que han sufrido los cuerpos de las mujeres está en nuestra memoria como género, y nadie necesita explicarnos demasiado para que aprendamos esa lección. La lucha del feminismo, hasta el presente, ha sido entre otras cosas por demostrar que las mujeres no necesitamos de la tutela de los hombres ni de otras mujeres que nos digan qué hacer o no hacer con nuestros cuerpos. En ese camino, el aprendizaje de la autonomía radica en asumir la libertad en toda su expresión, con los derechos y obligaciones que nos plantea. Traigo aquí el párrafo final del texto de las francesas porque pienso que no es una afrenta ni una amenaza, sino una invitación a pensarnos y construirnos como seres más fuertes: “Porque no somos reducibles a nuestro cuerpo. Nuestra libertad interior es inviolable.”

Entender la dignidad de las mujeres no sólo en función de su sexualidad sino de todo lo que nos constituye como seres humanos, lejos de debilitarnos, es una vía que nos fortalece; una invitación a repensar qué tanto le cedemos al patriarcado sobre nuestra mente y nuestros cuerpos.

El enojo

Varias veces me he encontrado con el argumento de que hay sutilezas en el debate que no se pueden aceptar por el enojo que las jóvenes, sobre to-do, tienen respecto al tema de violencia, el acoso callejero, en la universidad o el trabajo. Las feministas siempre estamos enojadas y no sólo las jóvenes, claro. El enfado es un buen disparador de la acción política. Pero para transformar hay que salir del enfado, escuchar y pensar de manera diferente el problema de la violencia y las estrategias para acabar con ella que no han funcionado. Las cifras de feminicidios en este país son altísimas; la violencia en el espacio académico es por todos conocida; y sin embargo, apenas llevamos diez años con una ley al respecto.3 Eso enfada, pero debo decir que históricamente las mujeres hemos reaccionado con el enojo para pelear nuestros derechos más básicos. No es de ahora y temo que la prisa por resolver, por ahorrar violencia, nos haga tomar atajos, o pasar de largo las complejidades de los problemas que nos azotan.

Somos patriarcado

Pero si además de todos los frentes que tenemos abiertos, queremos acabar con el sistema patriarcal, ¿no deberíamos empezar por pensarnos a nosotras mismas, mujeres feministas, como sujetos patriarcales que hemos sido troqueladas en este sistema sexo/género, este orden en el que impera la dominación masculina (afuera y adentro)? ¿No deberíamos, acaso, poner al menos en duda la soberanía, libertad, autonomía, originalidad y el carácter innovador de nuestras convicciones? ¿No deberíamos rastrear los vestigios del patriarcado en nuestra manera de analizar esta realidad de violencia que vivimos? ¿No sería bueno que pensáramos qué parte del todo no estamos viendo? ¿En qué estamos ciegas?

“Somos patriarcado”, dice María Jesús Izquierdo. Y añado, con Rita Laura Segato: “La violación es sentida como un asesinato moral solamente porque habitamos una atmósfera patriarcal”.