Este cuerpo soy yo

Si bien cada una vive ser mujer de forma particular, existen violencias comunes a todas, en México y en el mundo:
toqueteos sexuales desde la niñez o pubertad, elegir la ropa pensando cómo no exponernos a una agresión, la delgadez en forma de imperativo social, además de la recurrencia de violaciones, de feminicidios. Y está por otro lado el mensaje omnipresente, señala Raquel Castro, de que siempre tenemos algo que arreglarnos: piel, pechos, cabello, piernas, nariz. En este ensayo personal —en el que es fácil encontrarnos— revisa éstas y otras normas sobre el cuerpo femenino, el cambio que está teniendo lugar en nuestra autopercepción y cómo podemos sumarnos a él

Este cuerpo soy yo
Este cuerpo soy yoIlustración: rawpixel.com
Por:

Comienzo a escribir este tex-to con muchas ideas en la cabeza y muchos achaques en el cuerpo: desde el dolor de espalda que me acompaña intermitentemente desde hace algunos años hasta la visión borrosa que me dejó el encierro pandémico, por no hablar de una punzada ocasional en el tobillo, recuerdo de un esguince con dislocación de peroné que me hizo renunciar a los zapatos de tacón hace diez años. Alguna vez creí que yo era una y mi cuerpo otro, pero esa concepción de la identidad, más grecocristiana que judeocristiana, ya no me convence. 

Es verdad: durante mucho tiempo pensé que la parte importante de mi ser era el espíritu, el alma o la conciencia, y que el cuerpo era básicamente un lastre: una limitación. Así lo aprendí en la iglesia (mi familia, protestante, se tomaba la religión muy en serio) y así me pareció con-firmarlo la escuela. En la primaria esta confirmación se dio naturalmente por mi torpeza para todo lo que fuera correr, brincar o pegarle a una pelota; y en la secundaria, por la súbita llegada de los cambios físicos y, claro, del periodo menstrual.

¿Por qué los cambios del cuerpo me reforzaron la impresión de que mi parte física era una carga? No es que hayan sido una sorpresa. Ya sabía que iban a llegar. En la clase de Ciencias Naturales, ya desde quinto o sexto de primaria, nos habían hablado de la pubertad y los órganos reproductores y todo eso. Pero a nadie se le ocurrió decirme que de pronto iba a sentir molestias en los todavía inexistentes senos (¡hola, botón mamario!), en los brazos y en las piernas (¡hola, dolor del crecimiento!) o que mi menarquia no iba a ser de ese color rojo brillante como había visto, un poco por error y otro poco a escondidas, en la película La laguna azul (esa fantasía que es Robinson Crusoe cruzada con la revista Penthouse, estelarizada por Brooke Shields, que llegó a mi vida gracias a que uno de mis tíos compró su primera videocasetera y varias películas, y la dejó ahí, al alcance de la chamacada).

Y hubo algo más. Algo más imprevisto todavía, más extraño y terrible.Recuerdo bien que mi mamá me había dicho que ella había empezado a menstruar a los 14, casi 15 años, y que esperaba que me pasara igual, para que pudiera llegar a ser tan alta como ella. También recuerdo que dedicó mucho más tiempo a otras lecciones que en un primer momento me parecieron absurdas…, pero que, lamentablemente, muy pronto tuve ocasión de comprender: “Si un hombre se te pega mucho en el camión o en el metro, usa tu codo para alejarlo”, me dijo. Y también dijo: “Ponte un segurito siempre en la blusa de la escuela, arriba del primer botón, y si alguno sentado junto a ti empieza a frotar su pierna contra la tuya, quítate el segurito y pícalo con él sin que te vea”. Me dijo que si me daba cuenta de que alguien me seguía, me acercara a cualquier mujer adulta y le pidiera ayuda, o simplemente fingiera que iba con ella. “Una entiende”, me aseguró. 

Yo quería preguntarle muchas cosas. ¿Por qué hacen eso algunos hombres? ¿Por qué nos miran así, por qué nos enseñan partes de sus cuerpos, nos murmuran cosas al oído, nos siguen, nos tocan sin permiso? Eran otros tiempos. Ahora, a mis preguntas no formuladas tendría que agregar: ¿por qué nos violan, nos secuestran, nos matan, nos tiran en un barranco o en un canal de aguas negras? ¿Por qué nos tratan como si nuestros cuerpos no albergaran un alma, como si nuestros cuerpos fueran objetos, y encima objetos de todos o de nadie?

CÓMO ME HUBIERA gustado hablar de todo esto con mi mamá. Ella murió cuando yo tenía 15 años, así que para la mayor parte de aquellas dudas hizo falta buscar respuestas en libros y revistas y, sobre todo, en otras mujeres: mis primas, amigas, alguna maestra… Debo decir que tuve suerte: mi primer trabajo formal fue como guionista para un programa televisivo de contenido social, y mi jefa de entonces, la cineasta y activista María Eugenia Tamés, siempre tuvo tiempo y paciencia para escuchar y resolver mis dudas, o para acercarme a especialistas en los diversos temas, desde aquellos relacionados con la salud física y la prevención de enfermedades, hasta los que me parecían (y me siguen pareciendo) más complicados: la inequidad y la violencia de género y la manera en que todos estos asuntos moldean de una forma u otra nuestra identidad.

Desde aquel tiempo pienso mucho en estas cuestiones, y no sólo como escritora, buscando ideas para el desarrollo de una trama o un personaje. Recuerden esto: muchas más mujeres de lo que parece tienen muy presentes estas cuestiones todo el tiempo, y las ven aparecer en todas partes.

Vivir en un cuerpo de mujer
Vivir en un cuerpo de mujerIlustración: rawpixel.com

Un ejemplo que puede parecer superficial: la elección de atuendos que hacemos cada día. En una plática con varios amigos y amigas, ellos coincidieron en que, en general, buscan ropa que les quede bien, con la que se sientan cómodos y que sea adecuada al clima y la ocasión social. Nosotras, en cambio, comenzamos por definir si vamos a movernos en transporte público o en automóvil, si vamos a estar en la calle hasta la noche, si vamos con amigas, solas, o con hombres a los que consideramos aliados o a los que apenas conocemos… todo eso para poder saber qué tan riesgoso puede ser ponernos tacones, faldas cortas, escotes o pantalones pegados. Y de todas formas no nos engañamos: sabemos que la agresión (desde un piropo no deseado o una mirada lasciva) puede llegar a cualquier ho-ra del día, en cualquier lugar, sin importar cómo estemos vestidas. 

A una de nosotras, cuando iba del metro a su trabajo a eso de las nueve de la mañana, un fulano con aspecto de oficinista la abordó diciendo “perdóneme, no lo puedo evitar”, mientras le metía la mano en el escote y debajo del brasier. Otra tenía nueve años la primera vez que en la calle le dijeron bizcochito, con ese tono asqueroso que tantas sabemos reconocer aunque no lo podamos definir. Una más contó del maestro de secundaria que le dijo que la había soñado desnuda y yo me acordé de cuando, a los 17, recibí una nalgada en el metro a pesar de que llevaba un pants holgado y para nada sexy.

¿Por qué nos tratan como si nuestros cuerpos no albergaran un alma, como si nuestros cuerpos fueran objetos, y encima objetos de todos o de nadie?

No le pasa sólo a mi grupo de amigas. De acuerdo con datos del UNICEF, el acoso en la vía pública comienza, en promedio, cuando la víctima tiene entre nueve y diez años de edad; además, cuatro de cada diez mujeres adolescentes ha vivido violencia sexual. Y no se trata de que antes estas cosas no pasaran, sino que las veíamos menos porque se consideraban como algo normal. Era normal que, si estabas en la calle y no en tu familia, alguien te insultara o te tocara sin permiso. Era normal que te sintieras sucia, culpable, y que se lo ocultaras a los hombres de tu casa, sobre todo si el agresor era alguien conocido, para que no se hiciera más grande el problema. También era normal que la agresión viniera precisamente de uno de esos hombres de la casa, quienes consideraban que los cuerpos femeninos a su alrededor les pertenecían y podían disponer de ellos cuando y como quisieran. También era normal que las mujeres de una familia se reunieran en la cocina a platicar a media voz de esas agresiones, que lloraran y se consolaran juntas, y que se dieran ánimos para aguantar porque no había forma de detener esas cosas normales.

Si bien no es una victoria, me da gusto que cada vez menos personas, independientemente de su identidad de género, consideran normal todo esto. Por ejemplo, con respecto a esa charla entre amigos de la que platicaba líneas arriba, para mí fue todo un logro que los hombres presentes no cambiaran de tema o trivializaran lo que les decíamos por medio de chistes, y que además se mostraran sorprendidos y hasta apenados (“Nunca me lo hubiera imaginado”, dijo uno de ellos. Días después me llamó para contarme que lo había platicado con sus hermanas en una reunión familiar y que “ellas también escogían así su ropa”. Y ahora se sentía culpable de no haberse dado cuenta).

EN ESTE PUNTO tengo que hacer una pausa en la escritura. Un médico me ha dicho que no debo pasar más de cuatro horas al día ante la computadora (ay, qué más quisiera yo) y otro me recomendó hacer pausas al menos cada dos horas para descansar la vista. Aproveché para comer algo y eso me hizo pensar en otra forma en la que mi cuerpo es (o se supone que es) un problema. Hablar de cuerpos femeninos resulta sumamente complejo, también, porque el culto a la juventud, la belleza y la delgadez causa ansiedad y depresión.

Sí, ya sé que los hombres también enfrentan estándares de apariencia muy poco realistas, pero tomemos en cuenta que de cada 10 casos de anorexia, nueve se presentan en mujeres (según datos del IMSS) y que, en general, este trastorno se presenta con mayor frecuencia entre los 12 y los 25 años. Basta asomarnos a las redes sociales para recibir un bombardeo sostenido de dietas, fajas, ejercicios y hasta intervenciones quirúrgicas que prometen reducir la talla y aumentar la felicidad y la autoestima. 

El cuerpo, ése que a veces pensamos como un lastre y otros parecen considerar un objeto público a su disposición, se convierte también en una bolita de arcilla que necesita ser moldeada según los estándares de belleza en turno. Ahí están tintes para ocultar las canas, cremas para prevenir arrugas, productos para dar más volumen a pestañas o labios, maquillaje para afinar narices y mandíbulas, aclaradores de rostros, vellos, dientes o axilas, cremas para alaciar, enchinar, poner en orden o alborotar el cabello… prácticamente no hay región anatómica que no ofrezca un área de oportunidad. Dicho de otro modo, no hay un centímetro de cuerpo femenino que no pueda ser explotado para generar nuevas inseguridades que nos impulsen a buscar la manera de cambiarlo. Y eso sin hablar de la amplia gama de cirugías que se pueden hacer, no por salud sino por mejorar el aspecto. Eliminación de lunares y cicatrices, aumento de busto o glúteos, liposucción en cintura o vientre, cirugía estética de orejas, ombligos y hasta labios vaginales. Todo eso es posible y a todo habrá quien se anime, incluso si es una operación riesgosa.

¿Otro ejemplo? Tengo, como la mayoría de nosotras, uno para casi toda ocasión. Una conocida mía pidió de regalo de 15 años un paquete estético para modificar su nariz, pómulos, mentón y labios. Su familia gozaba de una buena situación económica, así que le concedieron su deseo, aunque se lo hicieron efectivo uno o dos años después, por consejo del cirujano, que opinaba que a los 15 todavía tenía un cuerpo en desarrollo (y yo pensaría que a los 17 también, pero no estudié medicina, así que mi suposición podría ser errónea). En todo caso, esta mujer, casi niña en ese entonces, entró muy emocionada al quirófano y cuando al fin le quitaron vendajes, ya que su cara se había desinflamado, los ojos se le llenaron de lágrimas y dijo con total decepción: “No funcionó. Sigo siendo yo”. Y, por supuesto, todos conocemos al menos alguna historia de terror acerca de una cirugía que salió mal, o de prácticas que en su momento parecían buena idea y se descubrió que traían consigo consecuencias peligrosas e irreversibles. Sí, soñamos con ser bellas, admiradas y aceptadas. Pero, ¿a qué costo?

Prácticamente No hay un centímetro femenino que no pueda ser explotado para generar nuevas inseguridades que nos impulsen a buscar la manera de cambiarlo

OTRA HISTORIA: durante algún tiempo fui asidua a un programa de televisión inglés, Cómo verte bien desnuda (How To Look Good Naked, al aire de 2006 a 2008). Era similar a tantos otros shows de cambio de look, en el cual presentan a la persona que necesita renovar su imagen y entre visitas a estéticas y boutiques le dan charlas de autoestima, aunque aquí jamás le sugerían cirugías estéticas o bajar de peso. Además, la meta de cada episodio era convencer a la protagonista de mostrarse como Diosito la trajo al mundo. En fin. En una ocasión, la mujer a la que iban a transformar tenía una cicatriz debida a una operación de corazón abierto. Desde entonces, jamás usaba un escote: iba por la vida entre suéteres de cuello de tortuga y mascadas. Cuando el conductor logró convencerla de mostrar su cicatriz se me escapó una expresión que aquí se vería un poco fea, pero equivale a: “¡No manches!”. La cicatriz era tan pequeña que fue necesario un acercamiento de la cámara y que la mujer la señalara con el dedo para distinguirla. Ella lloraba, porque veía aquello enorme y horrible. Recuerdo que apagué el televisor y me quedé pensando en cuántas de nuestras imperfecciones serán así: gigantes y dolorosas para nosotras, pero prácticamente invisibles para los demás. Y cuántas otras parecen ser muy importantes para los otros, pero sólo porque alguien decidió, por decir algo, que la celulitis es señal de descuido.

No diré que a partir de entonces me volví segura de mí misma, pero sí que al menos ahora tiendo a cuestionar mis inseguridades. Por ejemplo, ya entendí que el tamaño del cuerpo no es un sentimiento o una emoción, así que cada vez que se me sale un “me siento gorda” me pregunto si lo que experimento es frustración, miedo, tristeza o mi vieja amiga, la ansiedad social, que me visita cada vez que tengo que ir a algún evento público.

Vivir en un cuerpo de mujer
Vivir en un cuerpo de mujerIlustración: rawpixel.com

POR SUPUESTO, nada de esto es nuevo. Ni las inseguridades ni las estrategias para acercar el cuerpo a los estándares de belleza que nos inspiran. Uno de los ejemplos más conocidos probablemente sea el de los pies de loto, práctica china que surgió en el siglo X de nuestra era (¡y siguió en boga hasta principios del XX!), y consistía en vendar los pies de las niñas para que se mantuvieran pequeñitos. Otro más, el cuello de las mujeres padaung, en Tailandia, alargado mediante aros de latón que empujan las clavículas hacia el tórax. Pero es cosa de investigar un poco para encontrar modificaciones estéticas en las más diversas regiones del mundo y en prácticamente todas las épocas de las que hay registro. En Japón se acostumbraba que las mujeres de clase alta se tiñeran de negro los dientes como símbolo de refinamiento, madurez y sumisión (por cierto, el oscurecimiento de los dientes también se practicó en regiones de Ecuador y Perú, antes de la Conquista). Por su parte, muchas culturas africanas utilizaron el peinado, las cicatrices autoinfligidas y los

tatuajes como formas de acentuar la belleza y definir tanto la identidad tribal como la personal. Ya que hablamos de los tatuajes, desde tiempos remotos y hasta la fecha han estado entre nosotros, como una imposición social o una decisión personal. ¿O será un poco de ambas cosas?

Cuando veo fotografías de mujeres neozelandesas, con tatuajes en la barbilla, o de mujeres de la tribu etíope mursi, con el labio inferior agrandado por una tablilla redonda de madera, entiendo que todas ellas estuvieron de acuerdo en seguir la tradición de sus respectivos pueblos pero siempre me asalta la duda: ¿lo habrían hecho de haber tenido más opciones?

Seré muy sincera: en este punto tengo más preguntas que respuestas. ¿Cuándo un estándar de belleza es vehículo de la expresión personal y cuándo resulta un mecanismo de control? ¿Será que puede ser ambas cosas a la vez? Pienso ahora en las mujeres con los pies de loto: generalmente, el procedimiento iniciaba cuando sumaban tres o cuatro años de edad y no tenían ninguna posibilidad de decidir al respecto. Simplemente les rompían el empeine y cuatro dedos de cada pie y les acomodaban los huesos rotos en la forma deseada, con un vendaje apretado. A partir de entonces, caminar les causaría gran dolor, tendrían calambres de por vida y correrían el riesgo de infecciones y gangrena, por no hablar de la completa imposibilidad de valerse por sí mismas. Quizá, de adultas, se decían a sí mismas que había sido una buena decisión (de sus madres y abuelas, no de ellas), pensando que era su única oportunidad de ascender socialmente o demostrar su estatus, pero ¿lo habrían hecho de haber existido otras alternativas para no pasar hambre o sentirse valoradas? ¿Será que futuras sociedades se pregunten lo mismo acerca de nosotras y las dietas, los implantes y las cirugías bariátricas?

QUIERO CREER QUE todas las normas y violencias que se imponen sobre el cuerpo de las mujeres pueden dejar de existir. Quiero pensar que, en un futuro no muy lejano, las madres no tendrán la necesidad de explicarle a sus hijas cómo protegerse del acoso en la calle. Quiero imaginar que les platicarán de cuando las mujeres no tenían derecho a decidir sobre su cuerpo como quien cuenta un cuento de miedo, pero con final feliz.

Y mi esperanza es que esas niñas del futuro no tendrán la menor duda de que el cuerpo y el alma —o la conciencia que lo habita— son un solo ser, bello simplemente por existir.