Escribir sobre la violencia

Abordar en un texto los estragos de la guerra contra el narco, el dolor de los demás —recordando aquel libro de Susan Sontag—, precisa de una reflexión ética. Rafael Acosta la ensaya, transitando por varios ejemplos de la literatura mexicana contemporánea, como Fernanda Melchor, Yuri Herrera y Sara Uribe. Con una postura contra la espectacularización de la crueldad, el autor propone representarla de forma no gráfica y, entonces, hacer difícil el acceso a ese sufrimiento: exigirle a quien lee “que transforme esa emoción en un proceso simbólico”.

Escribir sobre la violencia
Escribir sobre la violenciaFoto: Pexels
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Después de terminar mi segunda novela, Conquistador, tuve muchos resquemores acerca de continuar escribiendo sobre la violencia que ha generado la guerra de las drogas en México. Durante unos años me negué a insistir sobre el tema. Mis dudas eran, sobre todo, éticas. ¿Tenía derecho a escribir del dolor y el horror de los otros?

Pasado un tiempo concluí que pocas cosas en el ámbito político y social en México tienen tanto impacto en nuestras vidas y que tratar el tema es, poco más o menos, inevitable. La siguiente pregunta que surgía era: ¿cómo hacerlo? Probablemente merezca más respuestas de las que llegaré a imaginar en los años que me quedan, pero la primera a la que pude arribar es que hay que evitar la representación pornográfica, a través de una escritura que requiera participación activa e intensa del lector. Así empecé a escribir un libro de cuentos en verso, que al mismo tiempo son ensayos. Cada uno se enfoca en las muchas formas en las que alguien puede convertirse en víctima. 

EN ESE LIBRO, llamado Seis ensayos, sobre la violencia, aparecen cuentos escritos en verso alejandrino, romance, libre, endecasílabo, entre otros. Los cuentos son de difícil acceso y exploran, algunos en tono realista y otros en un tono más bien fantástico, el dolor de la guerra a través de distintos conceptos. Algunos son la venganza, el luto, el abandono, el victimario que es víctima a su vez. 

Son formas duras de esta expresión humana, actos de vida y muerte, como los que han sido el enfoque primordial de la literatura. Guerra y paz, Sin novedad en el frente, Los miserables: muy buena parte de la narrativa se enfoca en el amor y la muerte, en los momentos que afectan nuestra existencia de forma desproporcionada. En Meridiano de sangre, novela de Cormac McCarthy, aparece uno de los grandes villanos de la literatura: el juez Holden. Dice respecto al ser humano: “Su meridiano es a la vez el anochecer y la tarde de su día. ¿Ama el juego? Déjalo apostar algo que valga la pena”. La idea de que es sólo la apuesta lo que da significado a la vida resulta, a la vez, terrible e intrigante. Y más terrible aún resulta el razonamiento que sigue McCarthy, donde la guerra es la única actividad humana que confiere significado, porque en ella se apuesta todo, empezando por la vida. 

Ésta es una idea que no comparto, más allá de lo que me fascina la obra de McCarthy, uno de los autores más potentes de la lengua inglesa. Pero lo que me parece más llamativo de su argumento es todas las formas en las que utilizamos la literatura alrededor de la guerra para realizar experimentos mentales sobre el mundo. Éstos son un elemento importante de casi todas las tradiciones literarias. Desde Gilgamesh hasta Rambo, pasando por los caballeros andantes o los tres mosqueteros, muchos de los grandes experimentos ficcionales de lo que sucede con la sociedad tienen que ver con sucesos de guerra, donde los personajes se enfrentan a decisiones de vida o muerte. 

NO HE LLEGADO a contestarme por qué muchos lectores no tienen problema de simpatizar con Paul Bäumer,1 el príncipe Bolkonski2 o Javert,3 y sí con Teresa Mendoza,4 Rosario Tijeras5 o con alguna de las formas narrativas de Pablo Escobar. A pesar del manifiesto abismo de calidad narrativa entre El patrón del mal y Guerra y paz, me parece que esto sólo explica una parte, puesto que a más de una persona que desprecia una novela sobre Pablo Escobar, la he visto seguir una telenovela tradicional. Me parece probable que a la mayor parte de nosotros nos gustaría más vivir en una sociedad donde las únicas historias que tenemos que escribir son las de personas económicamente cómodas que se enamoran, filosofan y se miran el ombligo. Después de todo, una de las funciones principales de la literatura es considerar los detalles de nuestros ombligos, vello a vello. Uno podría decir que el ojo de un escritor está destinado a concentrarse en ellos. 

Durante años me negué a insistir sobre el tema. Mis dudas eran, sobre todo, éticas.
¿Tenía derecho a escribir del dolor y el horror de los otros?

Pero hay más en un escritor que la mirada: debe reproducir el lenguaje de la tribu, como ha hecho Élmer Mendoza, y darnos un puñetazo en la cara, como El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, porque como sociedad hemos dejado que feminicidas como Ángel González Ramos hayan vivido sin pagar su crimen. Debe crear un nuevo lenguaje, como Yuri Herrera en Trabajos del reino; denunciar la responsabilidad de los que han desaparecido a nuestros hermanos, como la Antígona González, de Sara Uribe; retratar la soledad ante el abandono de la ley, como Antonio Ramos Revillas en Salvajes; mirar el caos que han dejado las décadas de neoliberalismo brutal, como Fernanda Melchor; navegar los mitos de una sociedad, como Luis Felipe Lomelí en Indio borrado; dialogar con el amor, como Julián Herbert; explorar la reproducción de la violencia en sus víctimas, como Clyo Mendoza; encontrar la risa en el terror, como Carlos Velázquez; decirnos a qué huele la oscuridad, como Ximena Santaolalla y Eduardo Antonio Parra; recorrer el Acapulco destruido, como Iris García Cuevas y Federico Vite.

Nuestros experimentos mentales son necesarios para el devenir de nuestra cultura. Aun si no son perfectos, revelan cómo el cuarto en el cual nos miramos el ombligo también informa de las sombras que lo colorean. No importa cuánto me preocupen mis problemas de hombre privilegiado, el mundo no deja de existir por ello, ni debería de fingir que lo hace. Las sombras son elementos muy versátiles y no hay una sola forma de pintarlas, ni un solo color, aunque todas sean negras. 

¿Cómo saber a priori qué formas de la violencia puede tener sentido representar? Intentarlo es un ejercicio de futilidad. John Irving dijo en una entrevista que “en el mundo de la escritura sobre escritores, la experiencia personal es, en mi opinión, siempre un elemento sobreestimado y la imaginación es siempre subestimada”. Independientemente de si nuestro tema incluye caballeros, magos y dragones; androides y naves espaciales; multiversos; soldados y sicarios o un escritor poniéndose una lupa en el ombligo, nuestros textos son siempre imaginación que, por definición casi, debe ser impredecible en sus estados más puros. Como decía Ursula K. Le Guin, en City of Illusions: “Sabemos tan poco sobre la imaginación que no podemos siquiera hacer las preguntas correctas sobre ella, mucho menos dar las respuestas correctas”.

Yo no sé si en mi oficio como escritor puedo acercarme a una respuesta acertada, ni siquiera estoy seguro del todo de que pueda hacerme las preguntas correctas, pero tengo que enfocarme en hacer las que me importan y a las que me parece que necesitamos contestar —incluso si no podemos hacerlo correctamente—, lo mejor que yo pueda. Me parece que la imaginación es el corazón mismo del realismo, de nuestras historias, de la pulsión que tenemos por escuchar cosas que nos fascinen y nos manden de vuelta con preguntas que no sabemos responder. Y muchas de esas preguntas tienen que ver con la violencia que nos rodea.

CUANDO EMPECÉ a escribir Conquistador me preguntaba cómo se sentirían los europeos y estadunidenses, que han colonizado el planeta, en la misma situación que aquellos a quienes han colonizado. Mi respuesta pasaba por una historia similar a las versiones alternas, en las que narré en tono brutalmente realista una historia geopolíticamente imposible: un grupo de narcotraficantes se arroja a Europa para conquistarla. ¿Por qué narcotraficantes? Son tal vez el grupo que resulta más creíble, con recursos económicos y brutales como de conquistadores. La historia es a la vez realista y no realista, pero ayuda a explorar qué es un héroe y cómo es la otra cara de un monstruo.

Cuando escribía Seis ensayos sobre la violencia me preguntaba cómo escribir sobre el dolor de las víctimas de nuestra guerra, sin hacer de eso un espectáculo. Y mi repuesta pasaba por hacer difícil el acceso a ese dolor. No como una forma de desplegar versificación a lo tonto, sino como una manera de requerir una participación activa, que transformara esa emoción en un proceso simbólico, a través del cual el duelo significara otra cosa, un destilado de las experiencias que la guerra ha forzado sobre todos nosotros. 

Me preguntaba después cómo los que están en las posiciones privilegiadas sufren el sistema en el que vivimos. No tanto porque quiera hacer otra versión de Los ricos también lloran, sino porque me parece importante buscar cómo todos sufren dentro del sistema económico en el que estamos insertos. Una forma de superar la polarización en la que se hallan casi todos los espacios de nuestros procesos políticos es encontrar posiciones en común. Aun si todo mecanismo de opresión tiene opresores y oprimidos, las posturas nunca son tan claras y tan separadas; normalmente los opresores también sufren de alguna manera y la liberación tiene que tener cuando menos algunos elementos en común, positivos para todos. 

Cuando escribía La vocación del lobo, lo primero que quería explorar es qué se traiciona en el camino al poder. Otra vez, el narco era el entorno perfecto para este experimento: ¿quién más idóneo que un grupo de personajes que baila todas las noches con la traición? ¿Qué mejor que alguien que tiene que vivir a salto de mata, aunque sea entre las matas más caras del mundo? Para hacer esto pensé en otro de los grandes grupos de personas que traicionan sus ideas: los espías. Creo que es interesante observar la yuxtaposición de este género, popularizado durante la Guerra Fría, con el mundo mitológico del narcotráfico. Esta mezcla nos permite explorar de qué modo a través de los años se genera la paranoia, la desconfianza y la traición de las mismas cosas que llevaron a los personajes a buscar el poder. Estoy plenamente consciente de que yo no soy la primera persona que reflexiona sobre cómo el dinero y el poder transforman. Pero igual que ningún escritor descubrió el amor, me parece que todavía hay mucho territorio para explorar la pulsión de tener siempre más. Cada día parece que se intensifica esta búsqueda, como lo que estudiaba Lauren Berlant en su libro El optimismo cruel: es un afecto que obstaculiza la misma promesa que te hace.

Ahora, mientras escribo Si una noche de canícula un borracho…, reflexiono sobre cómo el estilo de vida que lleva la gente más privilegiada en México contribuye justamente a crear la violencia que nos destruye. Decidí hacerlo en una novela que ya es un poco de época, puesta en Monterrey a principios de los dos miles, con toda su música y subculturas, con toda la maravillosa fiesta que había ahí antes de que empezara la guerra de las drogas. En ella quiero explorar la futilidad de todos los proyectos de vida de la gente que destruye nuestro entorno buscando más dinero, más negocios, la expansión constante. Para hacerlo, nada mejor que hacerlo chistoso, divertido, una historia inmersa en la fiesta, en el sexo, la música, las drogas, el alcohol, todo el estilo de vida que cuando es practicado por los hijos de alguien se envidia, pero cuando lo siguen quienes suben, se vilipendia. El libro sigue la historia de dos jóvenes que recorren las distintas fiestas de la ciudad durante 24 horas y cuenta cómo ese hedonismo no resuelve ninguno de los problemas más importantes de los protagonistas: sólo produce dolor que no tiene ningún propósito y que no cumple objetivo alguno.

Creo que esta exploración es importante, aunque no sé si sea tan valiosa como me gustaría. En última instancia, cuando veo películas como Toro salvaje, de Martin Scorsese, yo, igual que buena parte de los espectadores, me quedo fascinado con un personaje como LaMotta, un tipo sin cualidades redentoras, y con la manera en que la película lo explora. En Taxi Driver también vemos de qué manera una persona pierde la cabeza. 

El narrador no siempre aprueba lo que narra, pero nuestra responsabilidad es ser honestos en la exploración, tener los pies en la tierra mientras la cabeza surca las nubes, ir adonde nos lleva la curiosidad, pero ser descarnados con lo que encontramos. Para mirarse el ombligo —que es, en última instancia nuestra responsabilidad como artistas—, hay que saber no sólo como mirarlo, sino dónde está.

Notas

1 Piloto de guerra alemán; protagonista de Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque.

2 Protagonista de Guerra y paz, de León Tolstói.

3 Antagonista en Los miserables, de Víctor Hugo.

4 Protagonista de La reina del sur, de Arturo Pérez-Reverte.

5 Protagonista de Rosario Tijeras, del colombiano Jorge Franco.