Joker, de Todd Phillips

Joker, de Todd Phillips
Por:
  • naief_yehya

Ciudad Gótica está en decadencia. Montañas de basura crecen sobre las aceras y las ratas han perdido el miedo a la gente. La infraestructura se colapsa y los servicios públicos se desintegran por los constantes recortes de las políticas de austeridad. Mientras, Wall Street está de fiesta. La aritmética neoliberal es sencilla: si los ricos tienen más, los pobres eventualmente se verán beneficiados: es el trickle-down effect [efecto de goteo]. Pero la lluvia de abundancia en este universo alternativo reaganiano nunca se concreta y en el fondo de la sociedad la podredumbre, el desencanto y la rabia aumentan.

Ése es el mundo donde Todd Phillips, uno de los herederos del cine de la transgresión del Lower East Side neoyorquino (que demostró ser un director competente y comercialmente rentable con la trilogía The Hangover, así como Road Trip y Due Date), ha situado su historia originaria del Guasón en Joker. Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) es un payaso de alquiler que vive con su madre enferma y lucha para sobrellevar la soledad, la depresión, la esquizofrenia y la pobreza. No es muy buen payaso y es peor aún como cómico standupero; su percepción de la realidad está distorsionada en gran medida por el maltrato que sufrió de la madre y su insistencia de que “Arthur siempre fue un niño feliz”, cuando en realidad padecía de una condición que lo hacía reír incontrolablemente en cualquier situación estresante. El payaso es blanco fácil de jóvenes que lo patean por diversión, de colegas que se burlan de él por ser raro y de la maquinaria impersonal de un gobierno incompetente y ausente. El único placer de Arthur es ver el show nocturno de variedad de su héroe, Murray Franklin (Robert De Niro): un guiño gigante a El rey de la comedia.

Cuando parece que la situación no puede ser peor, la ciudad recorta los servicios médicos y Arthur queda sin acceso a medicamentos y terapia. Entonces Randall, uno de sus compañeros, le ofrece un arma para protegerse. Arthur es testigo cuando tres yuppies borrachos acosan a una mujer y su reacción es un ataque de risa; lo golpean, hasta que en su desesperación usa el arma para defenderse. El triple asesinato lo convierte en celebridad instantánea en un ciudad dividida, donde los ricos ven esa acción como un acto cobarde y la masa, como justicia. En este mundo irredimible aparece Thomas Wayne (Brett Cullen) —el padre del privilegiado Bruce, quien será más tarde Batman—, no como el filántropo de los cómics, sino como un millonario despiadado que quiere lanzar su carrera a la alcaldía con su fortuna y usa al payaso asesino como propaganda. De esta manera se elimina uno de los elementos centrales de la épica de Batman: la riqueza de los Wayne es resultado de la explotación y nunca sirvió para ayudar a los desamparados. Aunque Joker está situado en una era que evoca Taxi Driver, en realidad es una cinta para la era Trump, quien como Wayne es una figura mediática ostentosa que disfruta de humillar a sus adversarios. Wayne llama payasos a los inconformes, con lo que les da una identidad que estos se apropian gustosos —como cuando Hillary Clinton llamó a las masas trumpistas deplorables.

Desde antes del estreno se celebraba la actuación de Phoenix como un prodigio histórico y por supuesto el actor cumplió. Pero también Joker fue objeto del escándalo meses antes de llegar a las pantallas, por el temor de ataques armados (al grado de que se habló de censurarlo), al tiempo que despertaba expectativas hiperinfladas (producto de la epidemia de historietitis que ha tomado por asalto al cine desde el demencial éxito del universo Marvel, así como por el sentido de propiedad que tienen los fanáticos del cómic con estas películas). También algunos críticos y parte del público celebraron o condenaron las citas y referencias a Scorsese como si descubrieran el hilo negro, hasta perder de vista que ese coqueteo cinefílico sirve para contrarrestar la monomanía del universo de DC. De modo que Joker cayó en el territorio de la estridencia, entre el elogio desproporcionado y la ira histérica, tanto de conservadores que ven ahí las aterradoras señales de la decadencia del imperio, hasta de progresistas que temen que su lucha se devalúe al presentar a un loco violento como líder de una insurrección popular.

"El Joker no mata porque la locura lo haya empujado hacia el mal, sino porque no le ha dado desapego. Incita a una revuelta, pero es inconsciente de su papel”.

Donde no hay controversia es en la fabulosa calidad visual y sonora del filme. La fotografía con tonos setenteros y sabor apocalíptico de Lawrence Sher y la música agónica de chelo de Hildur Guðnadóttir, imprimen una gravedad sórdida y un aplomo a la historia que impide cualquier interpretación errónea de las intenciones de Phillips. El director y coguionista, más allá del nihilismo, ha creado una obra política, no con la ilusión absurda de provocar una revuelta social, sino con el humor negro de que una megacorporación lance un filme en contra del capitalismo devastador de las últimas décadas.

Arthur no entiende nada de política, como muchos otros apenas puede con sus propios problemas, sin embargo se convierte en un vengador que asesina a sus acosadores, primero los yuppies ebrios, luego Randall, su propia madre y después Franklin, quien lo ridiculiza a nivel nacional al mostrar en su programa su fallida rutina de standup y burlarse de él. Arthur pasa de ser una más de las numerosas víctimas de la violencia gratuita y de la muerte de la civilidad a convertirse en insospechado líder de las masas. Pero el Joker no mata porque la locura lo haya empujado hacia el mal, sino porque no le ha dado claridad y desapego. Incita a una revuelta, es una pieza central de ella, pero a la vez es inconsciente de su papel. Nadie lo conoce y sus momentos públicos son episodios de trance donde canaliza al personaje que aspira a ser. El suyo es un liderazgo sin identidad, sin ideología y sin programa, un reflejo de las rebeliones mundiales de las últimas décadas. Así, éste es un filme del populismo desesperado y descabezado.

La cinta es brillante, porque parte de la certeza de que la historia del origen de un supervillano fatuo y ridículo como el Guasón sería inútil, si no fuera porque pone en evidencia lo que Juan Villoro ha señalado como el poder perturbador de la risa no compartida. La carcajada insistente y punzante que no invita a reír sino que es percibida como una burla, un señalamiento, una forma de desvincularse de las emociones y negar el poder de otros, de ahí su fuerza inquietante. No hay nada de segunda mano en este ejercicio desesperanzado que se ofrece como entretenimiento a partir de mitos de historieta. Arthur no tiene nada más que esa risa incontrolable e histérica (que hace pensar en el síndrome de Tourette del protagonista de Motherless Brooklyn): ése es su súperpoder y eso basta para construir una leyenda transgresora.