Licorice Pizza

El corrido del eterno retorno

Licorice Pizza.
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La obra de Paul Thomas Anderson está atravesada por la fatalidad. Desde Hard Eight (Sydney: Juego, prostitución y muerte, 1996) hasta The Master (2012). Rompió el molde con Inherent Vice (Vicio propio, 2014), una comedia negra basada en la novela de uno de los autores más emblemáticos de la narrativa gringa, Thomas Pynchon. Pero volvería al camino del exceso con Phanthom Thread (El hilo fantasma, 2017). Lo que parecía el trabajo de una vida dedicado a explorar la oscuridad cada vez más compleja de la condición humana dio un giro sorpresivo con Licorice Pizza.

De Paul Thomas Anderson se puede esperar cualquier cosa. Sin embargo, lo que ninguno sospechamos es que filmara una película rosa. Pese a que en su filmografía figura una comedia romántica, claro, retorcida a su manera, Punch-Drunk Love (Embriagado de amor, 2002). Con matones, líneas calientes y amor psicótico. Si Paul Thomas Anderson puede hacer actuar a Adam Sandler y a Tom Cruise puede hacer lo que sea. Incluso hacer volver a la pantalla a su actor fetiche, Philip Seymour Hoffman, a través de su hijo, Cooper Hoffman, en Licorice Pizza.

Decir que sin conflicto no hay historia no es faltar a la verdad, pero tampoco se trata de una ley inamovible de la narrativa. Existen muchos productos narrativos que no tratan de nada y sin embargo son grandes obras. Se necesita mucha audacia para filmar dos horas trece minutos sin una trama explícita. Y no es que Licorice Pizza carezca de ésta, lo que ocurre es que el amorío entre los dos personajes principales se dilata de tal manera que parece que no se dirige hacia ningún lado. Es como una especie de no hacer: sólo pintar situaciones en pantalla. Que se desdoblan sin asomo de llegar a una situación límite que produzca un cambio radical en la historia.

En los momentos de peligro, la pureza del universo de Alana y Gary permanece intacta

Lo anterior podría ser el peor defecto en otra cinta, pero en Paul Thomas Anderson se convierte en una virtud. Sólo él posee la audacia para mantener al espectador anclado a las correrías de Alana y Gary. Ella, una mujer de veinticinco años que no gasta su tiempo con gente de su edad, sino con personas diez años menores. Él, un adolescente de quince que hace de todo, desde actuar hasta vender camas de agua y montar un negocio de máquinas de pinball, pero sin un afán de emprendedurismo serio, más bien como una manera de prolongar la aventura. No queda muy claro cuál, pero no por ello es menos divertida.

Licorice Pizza no es la típica historia de chico-conoce-chica. De la que el cine está plagado. Y aunque hay una exploración de la sexualidad, tampoco es un tema central. Del cual también sobran las películas. Pero al mismo tiempo sí es una historia de chico-conoce-chica. Y sí hay un despertar sexual, pero incipiente. Entonces todo se resume en un encuentro de dos personas que comienza en una amistad y cristaliza en un enamoramiento de lo más maduro. Y que no exista el sexo entre los protagonistas, que no haya nada turbio, retorcido, que todo se mantenga en un plano de inocencia, hacen de Licorice Pizza una película hermosa. La muestra de que en este mundo tan endurecido todavía quedan espacios para disfrutar de la vida sin dolor.

La película no está exenta de sorpresas. Como la irrupción de Tom Waits en un papel pequeñito pero entrañable como Rex Blau. Thomas Anderson, como muchos de los fans del poeta de Sebastopol, sabe que desde hace quince años o más no se presenta en vivo, y por ello su aparición en pantalla les estruja el corazón a sus seguidores.

Y para equilibrar la balanza está Jon Peters, novio de Barbra Streisand, quien es el único personaje que parece que va a introducir un problema en la trama, cuya personalidad nociva está a punto de tocar a Alana y Gary pero al final no sucede. Y el único estallido de violencia es la destrucción de un parabrisas por parte de Gary, cuyo acto está más marcado por el esparcimiento que por la defenestración. Incluso en estos momentos de cierto peligro, la pureza del universo de Alana y Gary permanece intacta.

Licorice Pizza tiene un poder especial: cuando termina, el espectador no puede sino suspirar. Sufrir un acceso de felicidad. Y aceptar que en la película no acontece gran cosa. Y que no hay nada de malo en ello. Salir de la sala y querer quedarse a vivir dentro de este nuevo mundo creado por Thomas Anderson. Y amar, amar con mucha intensidad, el milagro del cine.