Los maestros de la sospecha

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Los maestros de la sospecha.
Los maestros de la sospecha.Ilustración: Minimallista / shutterstock.com
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Durante las últimas décadas, la crítica académica hacia la medicina psiquiátrica ha generado un tejido complejo de ideas que enriquecen la discusión en torno a los problemas de la salud mental. Estos discursos surgen en campos tan diversos como la antropología, la sociología, la psicología, el psicoanálisis, la filosofía, y desde el territorio legítimo de los activistas que han sufrido abusos o errores médicos. Pero tienen grados variables de rigor, por lo cual se requiere también una apreciación crítica de la crítica.

En el libro Clasificar en psiquiatría (Siglo XXI, 2013), Néstor Braunstein sintetiza diversos argumentos del discurso antipsiquiátrico: escribe que los diagnósticos psiquiátricos son un caso particular de la medicalización de la vida y la cultura, que a su vez “es un síntoma destacado de un proceso histórico-social más amplio que se extiende por el mundo entero, con brigadas de profesionales ocupados en promover la salud, encubriendo los intereses de las industrias”. Lo que progresa, dice Braunstein, “es el mecanismo de dominación y control de los seres humanos (de sus cuerpos, de sus vidas) al servicio del discurso de los mercados”.

Esta fórmula articula dos vertientes de la antipsiquiatría: por una parte, la crítica clásica al estilo de Michel Foucault, según la cual la función básica de la psiquiatría es participar en los mecanismos de control social; por otra parte, Braunstein incorpora una crítica económica, que la considera una pieza del engranaje industrial que gira en torno a la explotación económica. Esta postura pertenece, en mi opinión, a la corriente más extremista de las hermenéuticas de la sospecha.

En su libro De l’interprétation. Essai sur Freud, Paul Ricoeur elaboró este concepto para referirse a los grandes “maestros de la sospecha”, a saber: Marx, Nietzsche y Freud, quienes elaboraron una crítica demoledora de los símbolos de la divinidad utilizados por las tradiciones religiosas. A lo largo del siglo XX aparecieron nuevas corrientes dentro de la hermenéutica de la sospecha que no dirigen su crítica a la fe religiosa, sino a los sistemas conceptuales que se conciben como promotores o protectores de los sistemas hegemónicos de nuestra vida social.

SI BIEN LAS RELIGIONES aún dominan grandes sectores de la humanidad, la proporción de personas ateas y agnósticas ha crecido significativamente, y en paralelo, el conocimiento científico se ha convertido en un instrumento de legitimación poderoso. De tal forma, las hermenéuticas de la sospecha contemporánea critican la ciencia como una actividad humana que ha sido cómplice de sistemas políticos, económicos y militares hegemónicos.

Desde la posición de un trabajador de la ciencia, considero que hay muchas críticas valiosas a su epistemología y práctica, pero hay una gran diversidad dentro de los discursos anticientíficos y no todos tienen valor: a veces se discute con hombres de paja, caricaturas que promue-ven (de manera accidental o intencional) el resurgimiento de tendencias conservadoras que idealizan los saberes precientíficos.

Una de las figuras retóricas que quiero discutir afirma que la ciencia, con su ontología materialista y su énfasis en la objetividad, la medición, la experimentación y el análisis lógico y matemático, es por principio positivista y occidental. Según este discurso, la Ciencia Occidental (así, con mayúsculas) es una forma específica de colonialismo y su éxito no deriva de sus alcances epistémicos, sino de su alianza con las potencias militares, políticas y económicas extractivistas.

Un estudio científico debe reconocer sus conflictos de interés y limitaciones, así como los efectos de éstos sobre
su validez

Desde luego, este discurso ignora el hecho de que una proporción significativa y creciente de la actividad científica se realiza en África, América Latina, en el Oriente Medio y a lo largo del continente asiático. En efecto, tiene raíces históricas europeas y anglosajonas, pero durante más de cien años ha sido una actividad global y esa tendencia es creciente. Cuando los discursos críticos anticientíficos reconocen este hecho, lo elaboran con la Teoría de la Marioneta, es decir, los científicos de África, América Latina y Asia serían simples agentes del colonialismo, adoctrinados por Occidente: títeres sin criterio propio. Un planteamiento tan condescendiente no es un argumento sino un pasaporte directo a un dogma que ignora todos los matices, las historias, los motivos, negociaciones, proyectos y capacidades regionales.

Los discursos críticos anticientíficos utilizan con frecuencia la palabra positivista como un atajo para descalificar el conocimiento científico. Pero un análisis cuidadoso encuentra que la investigación contemporánea no sigue los preceptos del positivismo clásico o del positivismo lógico. La actividad científica contemporánea no es neutral en términos de los valores que inciden en su formación, y si bien las ciencias persiguen la objetividad —que la Enciclopedia de Filosofía de Stanford define como la fidelidad con los hechos— la investigación reconoce de manera explícita sus múltiples sesgos: de muestreo, medición y análisis, pero también los sesgos políticos, ideológicos y económicos. Un estudio científico contemporáneo de-be reconocer sus conflictos de interés y limitaciones, así como los posibles efectos de éstos sobre la validez o la reproducibilidad del mismo.

En el caso particular de la psiquiatría, muchos críticos plantean que la disciplina ha perdido su rumbo social y humano al adherirse a una ideología “biomédica y cerebrocentrista”, acusada de ser una disciplina “sin cerebro” (cuando su paradigma era psicoanalítico), “sin mente” y “sin cultura” (por su énfasis en la neurociencia). Es verdad que la psiquiatría debe fundamentarse en mejores estudios neurobiológicos, en una ciencia psicológica más robusta, con una amplia y profunda base histórica y sociocultural. Pero debe reconocerse que el estudio neurocientífico no es excluyente con respecto al sociocultural. La psiquiatría reconoce el peso del aprendizaje, de los contextos familiares, históricos y socioculturales, y de los procesos de desprotección social y afectiva que confieren vulnerabilidad frente a las experiencias traumáticas. Pero esto no sucede más allá de nuestra dimensión corporal, sino incluyéndola.

Si un padecimiento psiquiátrico se origina en una historia de interacciones psicológicas y sociales, hay repercusiones corporales mediadas por el sistema nervioso autónomo, el sistema endócrino y el inmunológico. Por otra parte, la actividad del diagnóstico diferencial es legítima y necesaria, porque los médicos deben descartar enfermedades neurológicas, autoinmunes o endócrinas que pueden generar trastornos psiquiátricos. La psiquiatría debería integrar los abordajes neurocientíficos, psicológicos, socioculturales y ecológicos para ofrecer una práctica terapéutica y reflexiva basada en los avances científicos, pero sin perder su énfasis en el diálogo, la deliberación, la protección de la dignidad y la reconstrucción narrativa del sentido de vida, mediante el reencuentro con los valores humanos.