Memoria del volcán

El Popocatépetl, volcán de habitual actividad fluctuante, ha sido protagonista de una leyenda, testigo de la historia y fundación de México, modelo de pintores y el reto más osado para miles de visitantes y alpinistas. También para Alejandro Toledo, ascender a él, sentir su majestuosidad, ya forma parte de su memoria.

Las fumarolas del volcán Popocatépetl exhalan vapor de agua, gas y ceniza.
Las fumarolas del volcán Popocatépetl exhalan vapor de agua, gas y ceniza.Fuente: Richard van Wijngaarden / unsplash.com
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La madrugada del 20 de mayo de 2023, en una sala de abordaje de la Terminal II del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, mientras observaba el alboroto causado por las cenizas del volcán Popocatépetl que tenían paralizados todos los vuelos —entre ellos el que tomaría rumbo a León—, recordé mi historia con esa cima.

Estábamos a la expectativa, porque había salidas que se cancelaban definitivamente y otras posteriores que se mantenían, y para las que debía uno registrarse, porque en cualquier momento, pensábamos, podría volver todo a la normalidad, y eso generó pequeñas comunidades con intereses comunes.

En algún momento ya no era yo sólo, sino que estaba asociado a dos mujeres de Mexicali, con quienes compartía el mismo destino. Nos turnábamos para cuidar las maletas, mientras se hacían excursiones alimenticias, sanitarias o informativas. Y juntos analizábamos nuestra realidad inmediata y veíamos posibles soluciones para concluir el viaje. Una era apuntarse en un vuelo y en otro, hasta que uno despegara; otra era rentar un auto... La situación era insólita, pues dependíamos de los humores del volcán. En las redes sociales veíamos videos con las explosiones de ese día; e imaginábamos las pistas cubiertas de ceniza, cuando el mayor peligro está en la ceniza que se mete a los motores de las aeronaves.

Sin imaginar lo que ocurriría ese sábado, planeé el viaje anticipando cualquier imprevisto. Pedí el primer vuelo, y según mis cálculos estaría en el hotel de León hacia las nueve de la mañana para desayunar con calma, dar una clase por Zoom de 10:30 a 12:00, y asistir a las 13:00 horas a mi primera participación literaria de ese día en la Feria Nacional de Libro de León.

Al llegar muy temprano al aeropuerto, hice el ritual de rigor: imprimí mi pase de abordar en los dispensadores automáticos, ingresé a la sección de abordaje luego de minuciosas revisiones, busqué la sala respectiva… Pero todo empezó a enrarecerse. En los pizarrones electrónicos apareció el mensaje de “demorado” en un vuelo sí y otro también, y la terminal se convirtió en un enorme campamento. Lo poco que veíamos del exterior, conforme amanecía, se veía gris, como si lloviera ceniza. Quizá no lo era tanto, pero así se sentía. Un anuncio en los altavoces informó que todos los vuelos estaban suspendidos hasta nuevo aviso.

En alguna pausa, dije a mis nuevas amigas:

—Yo de joven subía al Popocatépetl.

Quizá no me hicieron caso, porque lo que les importaba era llegar a León, para ellas un viaje turístico largamente planeado y con actividades programadas. Pero mi memoria siguió en ese carril, porque era cierto: de joven, como clanero en los Boys Scouts (a lo Manuel Felguérez y Jorge Ibargüengoitia), subí varias veces al volcán Popocatépetl.

Veíamos videos con las explosiones de ese día e imaginábamos las pistas cubiertas de ceniza, cuando el mayor peligro está en la ceniza que se mete
a los motores de las aeronaves.

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“Clanero” era por estar en el clan, que era la última etapa. Era así: lobato, scout o tropero (por la tropa) y clanero, creo. Mis hermanos mayores fueron los primeros en ingresar al grupo 7, que se reunía en los jardines de la parte poniente del Zoológico de Aragón; luego se transformó, no sé por qué, en el grupo 123. Recuerdo mi primer día, a los seis o siete años (¿como lobezno?): me habían cortado unos pantalones largos azules y mis calzones eran holgados, lo que ocasionaba el problema de que estos últimos se resbalaran y se asomaran a la altura de las rodillas, y eso me daba mucha vergüenza. Hay fotos del día en que pasé de los lobatos a la tropa. Luego, quizá después de los 18, en el clan, surgió el proyecto de ascender al Popocatépetl. Empezamos con caminatas diarias, excursiones los fines de semana por La Marquesa y alrededores a pequeñas cimas; el mayor logro hasta entonces fue el Pico del Águila del Ajusco. Y se fijó una fecha: el 12 de octubre. Era el Día de la Fraternidad Montañista, por lo que fuimos cientos los que la noche anterior dormimos en el albergue de Tlamacas.

No había registro de explosiones cercanas en el tiempo, sobra decir. El Popocatépetl entonces dormía. Y era territorio hasta cierto punto seguro. Llegábamos como podíamos a Amecameca, y de ahí salían camiones de transporte de mercancías que nos llevaban como reses a Tlamacas. En la madrugada iniciamos el ascenso; se formó una fila muy larga. Al amanecer llegamos a otro refugio; creo que se llamaba Las Cruces. Algunos concluían en ese punto y se regresaban a Tlamacas, por fatiga o mareo. Yo seguí. Y como al mediodía conquisté el labio inferior de volcán, para observar las fumarolas que venían del cráter y percibir al instante un olor a huevo podrido.

Recuerdo vagamente que en el ascenso me asocié con una mujer, ama de casa, quien se había propuesto el reto de subir al Popocatépetl. Tenía meses realizando caminatas mañaneras luego de dejar a sus hijos en la escuela. Y lo consiguió ese 12 de octubre. Nos apoyamos para que cumpliera cada uno su cometido.

Yo levaba una cámara, por lo que sé cómo iba vestido ese día, con el pasamontañas y los goggles; la camisola de los scouts, un suéter, chaleco rojo y chamarra azul con vivos cremas y de un azul más claro; pantalón café (debajo unos pants), doble media, botas del ejército y los spikes, que se amarraban a los zapatos. Más el piolet de fierro y madera, comprado, me parece, en La Lagunilla. (Creo que aún lo tengo, embodegado.)

Hay una imagen en la que me bautizan con hielo del volcán por haber realizado mi primer ascenso.

Descender era hasta cierto punto divertido. Una vez que uno pasaba la zona de hielo todo era deslizarse en la arena dando algunos brincos. Sólo había que sujetar bien el piolet, que si se dejaba suelto podría pegarle a uno mismo o a otro escalador.

1996 y 2022 fueron años fatídicos para los alpinistas del Popo.
1996 y 2022 fueron años fatídicos para los alpinistas del Popo.Fuente: Gobierno de México

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Volví varias veces. En una de esas intenté una ruta diferente, tomando como punto de partida el labio superior del cráter, y me encontré de pronto atrapado en una suerte de río de piedras en lento descenso (¿cómo le llamaban?, ¿el Ventorrillo?), que terminaba en un precipicio, y de seguir por ahí era probable una caída mortal. Era como estar atrapado en un pantano, o en arenas movedizas, pero rocoso. Zona de muchos riesgos. Me costó más de una hora de mucha angustia salir de ahí. No había nadie en los alrededores.

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Presumí mis logros con el volcán a una mujer a la que entonces cortejaba, y ella se mostró interesada en que ascendiéramos juntos. Pasé por ella un sábado al mediodía y me sorprendió con un hermanito de unos doce años que estaba apuntadísimo para acompañarnos.

—No es una excursión. No puedo hacerme responsable de tu hermano.

—Está muy ilusionado. ¿Qué puede pasar? Yo me encargo de él.

No debí haber aceptado. Fue una pesadilla completa. El muchacho era como Daniel el Travieso o Memín Pinguín. Un verdadero demonio. Le rompió los lentes a un guardia.

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Era yo reportero en un diario y se acercaron a mí los del Socorro Alpino para una serie de reportajes. Me contaron de un muchacho que había sobrevivido a una excursión familiar en el Popocatépetl, y fui a visitarlo a Cholula.

Se llamaba Agustín García Campos. La excursión familiar había sido el domingo 17 de septiembre de 1989, nueve años atrás de cuando tuve con él esa charla. Iban con ellos más de veinte personas, de todas las edades; se trataba de llegar en coche a las faldas del volcán y hacer un sencillo día de campo. Un tío, René Tejeda, propuso a los sobrinos una caminata (“A ver hasta dónde llegamos”), que iniciaron ocho de ellos; dos abandonaron pronto. Quedaron seis: con Agustín iba su hermana María Luisa; el tío y tres primos más.

La neblina les advirtió del mal clima. Cuando quisieron descender ya no se ubicaron. Algunos de ellos tenían experiencia como alpinistas. Revisaron el entorno. Buscaron sin suerte un refugio llamado El Queretano. Pasaron las horas. Gritaban pidiendo auxilio. El tío cayó a un barranco y se lastimó. Lo escuchaban a lo lejos, pero ya no se acercaba. Anocheció. Transcurrió otro día completo sin que los encontraran. El tío parecía dormir allá, a la distancia. La noche del lunes seguían con la esperanza de que los hallaran. Se iban quedando dormidos.

Me contó Agustín que vio varias veces la misma escena con distintos personajes: el temblor corporal, el sueño en apariencia tranquilizador, el gesto de alegría… Le llaman la “muerte blanca”. Al amanecer del martes él mismo empezó a sentirse así… pero oyó unos silbatos. Logró levantarse y vio una silueta que se acercaba.

—¡Hey, aquí estamos! —intentó gritar.

El descenso a Tlamacas llevó media hora. Estaban realmente muy cerca del refugio.

Agustín era el más joven de todos; tenía 14 años. Su hermana, María Luisa, 19. Sus primos: Orlando, 26; otro Agustín, 28; Miguel, 30. Y el tío René, 40.

El más pequeño fue el único sobreviviente.

La neblina les advirtió del mal clima. Cuando quisieron descender ya no se ubicaron. Algunos de ellos tenían
experiencia como alpinistas. Revisaron
el entorno. Buscaron sin suerte un refugio.

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Mi último ascenso, incompleto, fue como a los 30 años. Me quedé a unos cien metros de la cima. Llevé a unos amigos suizos, que no tuvieron problema para llegar a la meta, que era el labio inferior del volcán. A mí me dio el mal de montaña. Los esperé en una roca. Sentía que el abismo me jalaba, y me acurruqué junto a una roca, como si ese refugio me impidiera caer.

Luego vinieron las explosiones. Recuerdo haber visto un video de aquellos a quienes sorprendió una de ellas, el 30 de abril de 1996, y murieron. Eran imágenes obtenidas de una cámara hallada en la zona.

Desde entonces el volcán se cerró para los alpinistas, y aunque algunos se han arriesgado a subir, sobornando a los soldados que vigilan la zona, yo no lo haría.

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Al final, en ese sábado de caos en el aeropuerto, la mejor ruta fue terrestre. Mis anfitriones en León me consiguieron una salida desde la Central Camionera del Norte a las diez de la mañana, y hacia allá me trasladé. Mientras viajaba en el autobús rumbo a León sentí que me alejaba de esa memoria mía con el volcán Popocatépetl, que acaso, si pudiera hablar, desde su majestuosidad me diría burlón, como advertencia, aquello de Ramón López Velarde: “Irán a visitarte mis cenizas”.

Coda

Han pasado varios meses de esa experiencia de quedar varado… y armé un plan similar al del 20 de mayo de 2023. Es ahora el 9 de marzo de 2024, también sábado. Conseguí el primer vuelo hacia el Bajío, y voy temprano hacia el aeropuerto con la expectativa de si el volcán me dejará cumplir (o no) mi itinerario: llegar al hotel, esta vez en la ciudad de Guanajuato, a buena hora para el desayuno, dar mi clase sabatina por Zoom de 10:30 a 12:00, y cumplir con mi actividad literaria hacia las 13:00 horas, esta vez la entrega de reconocimientos a dos generaciones de escritores del Fondo para las Letras Guanajuatenses. El volcán ha estado activo y una o dos semanas atrás volvió a cerrar vuelos. Le cuento mis temores al chofer del taxi.

Sorpresivamente, todo ocurre según mis planes. No hay cancelaciones ni retrasos. Los vuelos despegan y aterrizan con esa puntualidad que antes llamábamos inglesa. El domingo 10 de marzo regreso de madrugada a Ciudad de México, y de pronto observo desde la ventanilla a ese viejo amigo que extiende una larga fumarola hacia Puebla, como quien al despertar despacha tranquilo, en la cama, un buen habano. Es una gran postal: el amanecer y los volcanes. Tomo, por lo mismo, algunas fotos con el teléfono celular. Y lo saludo, le doy los buenos días. Por portarse bien conmigo ese fin de semana, le digo:

—Gracias, mano.

Y hasta la próxima.