Mis esquinas y las de la ciudad

Mis esquinas y las de la ciudad
Por:
  • JM-Servin

No me enteré de que unos ladrones intentaron robar un departamento del primer piso del edificio donde vivo. Escalaron una de las vallas de acero que la PFP usaba, antes de la entrada del nuevo gobierno, para impedir el paso de manifestantes y plantonistas, y que ahora dejó abandonadas en la esquina de Ayuntamiento, a sólo un par de metros de mi domicilio. Esas vallas en ambos lados de la calle se han convertido en un escondite para rateros, dormitorio de vagabundos y letrinas. Supongo que fue más de un ladrón quien arrastró la valla para escalar tres metros hasta el toldo de cemento que cubre los locales de la planta baja, e intentar meterse al departamento cuatro del primer piso, donde vive una pareja de ancianos que llevan toda una vida como propietarios. Tienen una hija no fea, no guapa, los padres y ella fuman como chacuacos (por la ventana de mi baño y de la recámara entra el olor a cigarro) y es madre soltera con dos hijas simpáticas que ahora son adolescentes pizpiretas. Hasta hace unos años vivían todos ahí. Vi crecer a esas niñas, que de un día para otro ya tenían pretendientes y novios que atraían o rechazaban de la misma manera en la que lo hacía su madre. De pronto se mudaron y esporádicamente pasan los fines de semana con los viejos y a veces a madre e hijas las cortejan en el zaguán o en el pasillo de la planta baja que conduce a los dos bloques de departamentos.

El intento de robo a casa habitación (tal y como lo describen los tabloides siguiendo las definiciones judiciales) ocurrió el domingo 29 de marzo a eso de las seis de la mañana. Carmelita se había parado al baño y al momento de abrir la puerta de su recámara que da al comedor y estancia a través de un pasillo, escuchó ruidos; entre la penumbra vio que alguien agachado forzaba, empujando con la mano, el seguro de una de las dos ventanas de la estancia que dan a la calle. Carmelita prendió la luz del comedor. El presunto zorrero (así se conoce a quien entra robar a domicilios o negocios) huyó por donde había subido al verse descubierto por una anciana de cabellera peinada al estilo a-go-go, teñida de color caoba, quien al final del pasillo que conduce al salón principal gritaba por auxilio a su marido, postrado en cama desde meses atrás por una enfermedad degenerativa que ha menguado la altanería y los malos modos que mostraba con los vecinos. A veces desde mi recámara lo oigo toser y carraspear. Me pregunto por qué se aferra a la vida. A don Roberto aún lo topo muy de vez en cuando al bajar las escaleras de mi domicilio en el último piso y él sale de su departamento ayudado de un bastón y su mujer de camino a una clínica del IMSS ubicada en Indios Verdes. Años atrás nos enemistamos cuando la administradora del edificio nos encargó tramitar un apoyo de diez mil pesos en la delegación Cuauhtémoc para pintar el pasillo de entrada, a cambio de colgar en la parte alta de la fachada del edificio, justo arriba de mi departamento, una pancarta de agradecimiento a Morena. Me opuse terminantemente, pero a los pocos días el viejo subió a la azotea y sin pedirme permiso colgó la pancarta. Lo increpé, discutimos y acordamos de mal modo colgarla en una parte de la azotea que da a la calle en el lado opuesto. Me hizo pensar en alguna trama de Alfred Hitchcock donde alguien cae misteriosamente desde lo alto de un edificio. Dos días después corté los amarres y dejé caer la lona en la azotea del terreno baldío a un lado. El viejo me acusó con los condóminos, tan agradecidos como él por la dádiva, y durante un buen tiempo nadie me dirigió el saludo.

"Mariquita, la administradora, pertenece a una familia de cinco hermanos cuyos padres fueron conserjes desde aquel año de inauguración. El dueño le regaló un departamento a cada uno de los hermanos en agradecimiento".

LA PAREJA de ancianos no llamó a la policía para reportar el intento de robo. Pero activaron la alerta vecinal del edificio que funciona mediante el chisme y el rumor.

El intento de zorrazo ocurrió el pasado 5 de abril de 2019, según me informaron durante una junta vespertina de condóminos. Llevo trece años viviendo en el Edificio Castañón González 1940, habitado y controlado por una mayoría de propietarios que nacieron ahí o tienen por lo menos treinta años de antigüedad. El nombre del edificio al parecer lo debe a uno de los socios de una compañía tabaquera en la calle Pugibet. Tiene tres pisos, pero es de techos muy altos y con dos bloques de departamentos separados por un patio principal. Hay familias de cuatro generaciones. Mariquita, la actual administradora, pertenece a una familia de cinco hermanos cuyos padres fueron conserjes desde aquel año de inauguración. Mucho después el dueño les regaló un departamento a cada uno de los hermanos en agradecimiento a su lealtad y honradez. Para beneficio de todos se apoderaron de la administración y no hay quien respingue ante sus decisiones. Soy el único condómino que suele hacer reuniones que se prolongan hasta la madrugada, pero la noche del intento de robo me fui a dormir poco antes de la medianoche. De-bido al flujo constante de toda clase de vehículos que circulan por Bucareli es difícil distinguir otra clase de ruidos callejeros, sobre todo durante la noche. A veces me despierta un camión que transporta cerdos al matadero. El hedor a mierda y los chillidos anuncian su llegada desde la Avenida Morelos, dos calles al norte. Eso me recordó que los ancianos no sólo se salvaron del robo, sino de esa costumbre de los zorreros de cagarse dentro de las casas para dejar huella de su paso por el lugar.

[caption id="attachment_974750" align="alignnone" width="696"] Exterior del Edificio Castañón González y, abajo, El Cuartel. Foto: J. M. Servín[/caption]

Fercito, administrador del fondabar El Cuartel, me había contado en detalle que una semana antes del intento de robo a los ancianos, también durante la madrugada abrieron el local y les robaron buena parte del equipo de sonido. Está ubicado en la planta baja, es amplio y heredó la insipidez de otros antros que fueron tomando el lugar de la cantina Bucareli, tradicional y de buen servicio, cuyo dueño, Lucio, un viejillo jorobado y amigable, tuvo que traspasar por la falta de clientela debido a los continuos cierres de calle que han destruido la actividad comercial de la zona. El Cuartel organiza los fines de semana tocadas en vivo de ska o rockabilly. A veces de rock pesado. Achispado, si llego temprano a casa o estoy aburrido en ella, voy por un par de cervezas y a recordar que alguna vez en mi juventud hubiera querido emborracharme en un lugar así. Me gusta que a las puertas de mi domicilio haya un bar de ese tipo, le da cierta viveza a una zona desolada por las noches pero que sobre Bucareli, hacia el norte, tiene intensa actividad antrera after hours para parroquianos de economía precaria y dudosa actividad. Ya sólo quedan dos de las cinco piqueras que daban cortinazo para seguir la parranda una vez pasada la hora oficial del cierre. Las otras tres, una tras otra, fueron clausuradas y el edificio amurallado con placas de metal para prevenir invasiones en lo que construyen otro condominio. Antes era común que clausuraran esas piqueras para reabrirlas de inmediato. Supongo que los dueños de La Covachita, en la esquina con Artículo 123, y de El Oso, sobre la misma calle pero casi esquina con Iturbide, deben estar muy apalancados en la alcaldía para que al día de hoy dos de sus locales sigan vendiendo las 24 horas cerveza que sabe a agua. Del Bucardón, ni hablemos. Es otra insípida ocurrencia gentrificadora.

HASTA HACE unos cinco años, en la misma planta baja de mi domicilio pero opuesto a donde está El Cuartel, había un tugurio abierto las 24 horas todos los días del año: El Consorcio, que tenía una de las mejores rocolas del rumbo. Negocio de 24 horas, incombustible. Broncas a golpes entre parroquianos o entre la misma familia, escandalera de borrachos cantando a todo volumen alguna rola de Led Zeppelin o José José. En fin, lo de siempre en esos refugios de bajo perfil. A veces, desde mi departamento mi mujer y yo nos carcajeábamos de las discusiones y broncas que se armaban en la madrugada. En alguna ocasión vimos desde la ventana cómo le arrancaban una prótesis de pierna a una parroquiana broncuda que alguien más arrastraba hacia la calle, con policías federales como testigos que jamás intervenían en los pleitos.

"En alguna ocasión vimos desde la ventana cómo le arrancaban una prótesis de pierna a una parroquiana broncuda que alguien más arrastraba hacia la calle, con policías federales como testigos que jamás intervenían en los pleitos".

La familia dueña del lugar me tenía bien checado y en alguna ocasión el hijo mayor y administrador de la piquera me reclamó por no pasar nunca a tomarme una cerveza. Era de madrugada y afortunadamente yo venía lúcido. Decidí entrar en ese mismo momento, me tomé dos caguamas observando solitario desde una mesa de plástico, pegada a un rincón cercano a la calle, a la distinguida clientela y su adormecida sonrisilla, haciendo desfiguros o durmiendo la mona: menesterosos, soldados en día franco, judiciales, güilas, burócratas de archivo y algún aspirante a bohemio proveniente de las orillas de la ciudad. Miman su cerveza como si fuera la pareja de  su vida. Pero una vez que se la acaban la hacen a un lado cruelmente, como a una cualquiera, despectivos por haber terminado pronto el embrujo del enamoramiento. Piden otra, con esta sí me quedo, mesero, parecen decir una vez que lleva la nueva botella bien fría. No hay mucho que darle vueltas al por qué personas de todo tipo caemos bajo el influjo del alcohol. Hay que saber lo que provoca en nuestro organismo la peor ginebra o bebida de nuestra preferencia. El alcohol es un estupefaciente muy fuerte y un sedante cuyos efectos son imprevisibles aún cuando le tengamos tomada la medida. Es un refuerzo positivo a nuestra necesidad de placer o, por decirlo de otro modo, de nuestra urgente negativa a reconocer nuestro sufrimiento, que es a lo único que conduce la sobriedad. Los dipsómanos vivimos dos vidas, de hecho. Preferimos aquella que repta bajo la insoportable rutina de los días. En fin.

Al rato me despedí de los dueños agradeciéndoles su hospitalidad y prometiendo regresar. Así lo hice hasta que en 2009, poco después de la epidemia H1N1, clausuraron definitivamente El Consorcio y tuvo que reabrir semanas después a dos calles, al norte. Reinicié mis visitas de vez en cuando, a veces con mi exmujer; le encantaba meterse ahí, más que a mí. Bailaba y cantaba. Atraía a la clientela y, ahogados todos de borrachos, nosotros poníamos a prueba nuestra suerte conviviendo con maricas atrabancados, soldados lujuriosos y vejetes felices porque mi ex aceptaba que la sacaran a bailar hasta casi infartarlos. Los fascinaba su aspecto de mujer guapa y mundana mientras yo permanecía sentado con aire de Don en una mesa con dos caguamas y dos vasos de un tequila adulterado, alerta para proteger a la descocada bailarina, convencido de que ni sobrio podría hacerle frente a una horda de derrotados violentos y rencorosos. Y sin embargo, nos respetaban. A saber si nuestra apariencia de fuereños de la noche ruda nos daba una venia por nuestro atrevimiento de incursionar en los dominios de la hermandad traicionera que te ofrece la crápula.

"El jefe de cuadrante era de apariencia indígena, chaparrón y regordete. Humilde en su trato, apocado por sus complejos raciales y la autoridad denigrada que representa. A veces me comporto así y no llevo uniforme".

MIENTRAS FERCITO me ponía al tan-to del cortinazo en El Cuartel, en la esquina de Emilio Dondé, unos veinte metros al sur de mi edificio, estaban apostados en la jardinera cinco sujetos menesterosos que yo había visto rondando la manzana desde semanas atrás. Esa esquina curva es parte de las cuatro que forman la glorieta del Reloj Chino. Es un lote baldío inmenso, invadido por la hierba, que puedo ver desde la azotea de mi edificio. Hace unos años había locales comerciales y la esquina era muy transitada por las noches gracias a El Consorcio y a una tienda de abarrotes donde me surtía a deshoras de alcohol y cigarros. Bajaba frecuentemente en las madrugadas y frente a la tienda, en la jardinera de hierro, invariablemente había recargada una banda de jóvenes adictos a los inhalantes que pedían dinero al que pasara por ahí. Era una aduana durísima y peligrosa. A mí no me molestaban porque sabían que era vecino y cliente frecuente. Poco después me di cuenta que uno de los encargados de la tienda les vendía las monas. Un buen día derrumbaron la construcción de un piso que incluía una fonda, una refaccionaria de piezas para coche y una tlapalería que les vendía tíner y pegamento a algunos indigentes y estudiantes de la zona. El ding dong del Reloj de tres campanas que marcan las horas y medias horas durante día y noche suena más sombrío desde que cerró la miscelánea.

Fercito me dijo: estamos seguro de que fueron estos weyes, señalando con la mirada a los menesterosos que caminaban en dirección nuestra de manera culposa y medio desafiante, delatándose, como si siguieran su vagabundeo cotidiano mendigando para comprar alcohol en La Alianza, la vinatería ubicada a una calle de donde vivo, en la esquina de Atenas y Abraham González, enfrente de Gobernación. Le creí a medias a Fercito pues los sujetos no tienen pinta de poder abrir candados, encargarse de un robo a negocio en la madrugada y llevarse equipo profesional de sonido. Se requiere organización, una camioneta y complicidad de la policía que ronda a todas horas la avenida, en bici, patrulla y a pie. Sin embargo, podrían ser los mismos que usaron como escalera la valla de la policía federal para intentar robar el departamento de los ancianos. Aunque también pudieron trepar por la reja en forma de rombo de la bodega de muebles a un lado del edificio. Hasta yo podría hacerlo. El dueño del bar no levantó denuncia. Los ancianos tampoco. Desde entonces no he visto a la pandilla en los alrededores. Tienen pinta de mostros, esa estirpe de desposeídos lumpen, detenidos por delitos insignificantes, que surten la demanda de servidumbre en penales y reclusorios.

[caption id="attachment_974752" align="alignnone" width="696"] Una acera de Bucareli. Foto: J. M. Servín[/caption]

En la junta de vecinos, diez representantes de los 18 departamentos propusieron instalar alambre de púas en el toldo. Opino, sugiero. Soy figura de autoridad no reconocida luego de trece años de vivir ahí. Mis modos y oralidad les dejan claro que soy un escritor, una persona instruida que no forma parte del montón, así me ubiquen como trasnochador anfitrión de bacanales que se prolongan hasta altas horas de la madrugada. Alguna vez uno de ellos me vio en la televisión. Mi ego aflora sin darme cuenta con mi actitud ante mis apocados vecinos con muchos más años que yo como propietarios de sus departamentos. Soy un ñero bohemio de economía precaria y sin embargo medio fifí a final de cuentas. Alguien que resiste al Sistema siendo parte de él y también beneficiario. Mi trabajo me ha costado.

EN LA SEMANA posterior a la del robo en el bar, mientras paseaba a Kato temprano, la mañana del domingo 17 de marzo, en la calle de Abraham González por donde se accede a la Secretaría de Gobernación nos topamos con un policía de a pie que se comunicaba a través de un radio. Nos detuvo y amablemente se presentó como jefe de cuadrante, se puso a mis órdenes y luego de preguntarme si vivía en la zona, me informó de su sondeo para conocer las necesidades de los vecinos en cuanto a vigilancia. Apariencia indígena, chaparrón y regordete. Humilde en su trato, apocado por sus complejos raciales y la autoridad denigrada que representa. A veces me comporto así y no llevo uniforme. Me hizo algunas preguntas sobre la seguridad en la zona y le respondí que la presencia de tanto vagabundo en las calles ameritaba atención de la autoridad: están desvalidos y enfermos, dije. Desde hace muchos años llevo un registro con cientos de fotografías en Instagram de indigentes que capto en mis recorridos cotidianos. No sabía lo que es un cuadrante y según el policía es una estrategia de combate a la delincuencia apoyándose en los ciudadanos. Qué bien.

Tengo trece años viviendo en Bucareli y jamás me ha pasado nada que lamentar, dije en lo que reiniciaba el paseo de Kato. El policía me pidió mi nombre, la dirección de mi domicilio, apuntó todo en una hoja de su tableta, se comprometió a pasar el reporte y a prestar auxilio en caso necesario. Me agradeció y se despidió dándome la mano. No le iba a contar que en una ocasión, de madrugada en compañía de mi exmujer, mientras abría a duras penas el pesado zaguán de hierro del Castañón González vimos a un sujeto armado con una navaja, apostado en la misma esquina donde Fercito identificó a la pandilla de menesterosos bajo sospecha de robo. El sujeto se acercó de prisa a nosotros y al momento en que entramos asustados y cerré de un azotón, mientras caminábamos sin mirar atrás, el sujeto gritó: “Sé quién eres y no te tengo miedo”. Volteé intrigado pensando que me conocía y con el corazón palpitando como la vieja cisterna del edificio. No tengo enemigos, eso le ocurre a los poderosos y a los insolentes. Estaba en los huesos, vestía de traje, astroso, con actitud desafiante y volteaba alerta a sus costados. Empujé a mi mujer (hablo en pasado) suavemente por la espalda para que siguiera su camino, protegiéndola, y me detuve a mitad del pasillo para enfrentar al agresor con la seguridad que me daba la distancia al zaguán cerrado. A ver, tírala, pensé mirando la navaja. ¿Qué quieres?, vete a la mierda, dije sin alzar la voz. No sentía miedo, envalentonado por la embriaguez que además, ante el peligro inesperado luego de una noche donde los lazos de amor parecen indestructibles, te crees capaz de retar al destino y a la muerte. No respondió, permaneció quieto, bufando desafiante pero con el cuchillo colgando de su mano derecha como si el brazo no tuviera vida. Sintiendo una mirada apremiante a mis espaldas regresé mis pasos para alcanzar a mi mujer y seguir el extenuante recorrido de tres pisos y 67 escaleras. Ya en casa tomamos un par de tragos más de ginebra, especulando sobre lo que había ocurrido y luego nos fuimos a dormir abrazados. En la cama nos esperaba para un ménage à trois, común a las parejas que se llegaron a amar apasionadamente, la costumbre que apaga el deseo.

"Es el barrio donde camino sin ruta todos los días, apesadumbrado por la sordidez de las calles donde los indigentes forman una tribu de invisibles que propagan una enfermedad incurable de las ciudades: el abandono".

No apunté el nombre ni la placa del jefe de cuadrante. Mi actitud se debió a lo inesperado de la situación y a la desconfianza que hay en la policía de todos los que vivimos en este país. Y sin embargo, le di mis datos y poco después lamenté haberlo hecho, paranoico. En muchas ocasiones y por diversión, sobre todo en recepciones donde te piden dejar nombre sin identificación, doy el de algún personaje: Guillermo Gómez (el Willy Gómez, ídolo setentero de Chivas). Gregorio Cárdenas Hernández. Miguel Inclán.

El mentado cuadrante agrupa trece manzanas a ambos lados de Bucareli. Colonia Juárez y Centro. Calles sórdidas sobre todo de noche, donde señorean los campamentos de indigentes. Hiede a orines, basura y excremento humano. En la mustia Ciudadela, la gente pasea sus perros y usa como atajo el gran pasillo central de la Biblioteca México; hay grupos de baile, en su mayoría de viejos con pensiones miserables, otros que dependen del apoyo para adultos mayores y vagabundos en busca de una banca para dormir la mona. De noche, sobre Enrico Martínez hay actividad prostibularia masculina y en una de las calles adyacentes está un bar swinger. Antes de su época de esplendor en el siglo XVIII, Bucareli estaba rodeada de potreros, charcos y lagunas. Hoy parecería que la avenida y sus alrededores quisieran regresar a sus orígenes, antes de convertirse en el Mazarik de su época. Lotes baldíos, edificios en litigio o abandonados, negocios decaídos, las ruinas del cabaret El Patio repelen la gentrificación en marcha.

Reconozco que sólo percibo mi inmediatez y que mis vecinos están mucho más al tanto de lo que ocurre en el vecindario. A su manera se protegen y saben medir el pulso de su entorno. Su experiencia e intuición me rebasa. Soy como un extranjero en mi ciudad, en mi propio barrio. Donde de madrugada salgo a comprar bebida en la esquina con Artículo 123, en una tienda de abarrotes abierta las 24 horas atendida por un sujeto idéntico a Osorio Chong; así lo apodo: el Chong. Ahí compro mis Melates para que Chong se burle de mis ilusiones, diciéndome luego de pasar el boleto por la máquina de sorteos: “a seguir trabajando”. En mi esquina espero al díler pese a las cámaras de vigilancia y hasta hace poco frente a las narices de los policías federales que resguardaban la Secretaría de Gobernación. Vivo a una calle del Café La Habana pero rara vez me paro ahí. Me deprime y el café es malo. Es un lugar muy concurrido debido a su fama de refugio de intelectuales. García Márquez, Carlos Fuentes, quizá Kerouac, Bolaño. Ahí Patti Smith tuvo una presentación para fans VIP hace un par de años. El Che Guevara y Fidel Castro planearon ahí su Revolución. Alguna vez me entrevistaron ahí para un documental sobre un poeta genio que seguro murió de teporocho pero lo pretenden desaparecido, quizá esté en España o en Marruecos, me dijo el director. Pos de dónde, si era un muerto de hambre, murió en la calle, era un alcohólico descontrolado, rebatí. Dije que ese poeta era una monserga, abusivo y ladrón, y me sacaron del documental. Está de moda buscar figuras ilustres en un país de valores gangrenados.

[caption id="attachment_974753" align="alignnone" width="794"] Campamento de indigentes. Foto: J. M. Servín[/caption]

Es el barrio donde compro bebida en la Alianza, donde camino sin ruta todos los días, apesadumbrado por la sordidez de las calles donde los indigentes forman una tribu de invisibles e indeseables que propagan una enfermedad incurable de las ciudades: el abandono. Algunos mueren sobre la avenida o bajo el techo de algún edificio. Hace no mucho le regalé cien pesos a uno de los escuadrones que tenía su base en lo que fue la entrada de El Patio. Le agradecieron a Kato y lo llenaron de halagos. “La gente del abismo”. Sus alegres comentarios de incredulidad por el inesperado donativo me hizo reír el resto de la tarde.

Es el barrio donde regreso en las madrugadas a pie o en taxi. Ebrio bilioso, dudoso, culposo, endeudado con mi pasado. Donde siempre trato de saber qué ocurre más allá de mi experiencia en las piqueras cercanas o lejanas, invariables en su registro ancestral del democrático hastío de sus parroquianos, donde sus patrones y algunos clientes habituales me conocen bien de tanto verme pasar o entrar a cualquier hora del día, parecido a los demás, me miran con curiosidad y cierto respeto por lo que comunica mi biografía corporal como un refugiado más del éxodo masivo de la esperanza a la desilusión. ¿A quién le importan mis lecturas, sobre todo en bibliotecas públicas? Fascinación y desprecio, temor o indiferencia. Vivir mi vida es siempre un reto a todo lo que no sé, o a lo que sé y me exige salir de mí, a lo que no vivo en carne propia y sin embargo, curioso o morboso. Como náufrago afe-rrado al salvavidas de mi impulso vital que sobrevive a la lucha contra la Gran Ballena, nunca blanca, toda gris: la ciudad indomable.