Oficinas Públicas

Oficinas Públicas
Por:
  • francisco_hinojosa

Hace unos cuatro años tomé el metro para ir a la Universidad Claustro de Sor Juana. Me bajé en la estación Pino Suárez. Al salir, entre un mundo de gente, pasó corriendo cerca de mí un niño que alcanzó a rozarme. Una vez en la calle una señora me advirtió que tenía manchado el pantalón a la altura del bolsillo derecho: era una especie de espuma para rasurar o de crema. Ella misma me ofreció generosamente una toalla que tenía en la mano para limpiarme.

Mientras me ayudaba, del otro lado, un joven como de quince años partía un pedazo de hoja de papel para colaborar con la labor de limpieza. Les agradecí a ambos su solidaridad y busqué dónde comprar unos kleenex para terminar de quitar la mancha. Entonces me di cuenta de que me habían robado la cartera. Los amables ladrones, por supuesto, se habían esfumado. Me apresuré a cancelar, desde el Claustro, mis tres tarjetas. Al día siguiente me enteré de que a una de ellas le habían cargado algo más de tres mil quinientos pesos. El banco se ofreció a reponérmelos siempre y cuando hiciera una denuncia ante una agencia del ministerio público. Y así lo hice. La oficina que me correspondía para levantar el acta estaba por el rumbo de La Lagunilla. El lugar era inhóspito y sórdido. El agente que me atendió de mala gana me pidió que redactara los sucesos del ilícito en un formato que me dio. Tuve que salir a conseguir un bolígrafo porque allí no había. Redacté los hechos tal cual los recordaba. El oficial del MP leyó mi manuscrito y con evidente molestia me dijo: “Usted no sabe narrar”. Y a continuación me dio una nueva hoja y, con base en lo que yo había escrito, me dictó mi informe.

Por ejemplo, en donde yo decía “una mujer se acercó a mí”, él prefirió que dijera “una persona de sexo femenino se aproximó a mí”. No soy el único: algo similar me contó Juan Villoro que le había sucedido en otro taller literario también coordinado por la PGR.

Viene esto al caso porque recientemente visité un par de lugares oficiales con el mismo propósito: levantar una denuncia y una queja. Resulta que nuestro hijo viajó de Nueva York a México como menor no acompañado, algo que ya había hecho en otras ocasiones. Es necesario pagar una suma (230 dólares por ambos trayectos) para que una aeromoza se encargue de él. Esta vez lo hizo pero lo regresó sin su pasaporte estadunidense (tiene doble nacionalidad) y con el pase de abordar de otro niño. Hicimos las gestiones necesarias para recuperar su documento, tanto por vía telefónica como a través de la página de internet de Aeroméxico. Después de mucho insistir, nos otorgaron un número de folio para darle seguimiento. Sin embargo, antes de transcurridas 48 horas decidieron darle carpetazo. Eso nos obligó a acudir a una agencia del MP especializada en atención a turistas nacionales y extranjeros. La oficina ubicada en la Zona Rosa, aunque pequeña, era pulcra y atendida por personal con vocación de servicio público. Nunca supimos por qué su decoración exhibía fotografías y pinturas de elefantes y en la sala de espera había una buena selección de libros sobre la naturaleza. El trámite fue expedito: salimos con un amparo que nos protege de cualquier mal uso que se le pueda dar al documento extraviado.

La siguiente parada, previa cita hecha por internet, fue en la Profeco.

Ciertamente la oficina tiene más parecido con otras que conocemos, pero se siente más organizada. Nos atendieron con rapidez y amabilidad y no nos ofrecieron una asesoría literaria gratuita: la narración de los hechos bastaba para levantar la

queja y citar al departamento legal de

la aerolínea a principios de marzo para llegar a una solución: la búsqueda real del pasaporte a través de los datos que ya conocen, que seguramente está en manos, por equivocación, de la familia del niño cuyo pase de abordar, también por equivocación, está en nuestras manos. Intuyo la solución decepcionante que tendrá el asunto, pero no me adelanto: seguiré informando.