Palomear a los Arctic Monkeys

Palomear a los Arctic Monkeys
Por:
  • Jorge Martinez

Si algo malo puede pasar, pasará.

Ley de Murphy

JUEVES. Cinco y media de la tarde. A finales de marzo ya empezó el calorón en La Laguna. Hace rato que tengo encajadas las esposas y me arden las muñecas. Sudo en la parte trasera de una unidad de la Fiscalía General de Coahuila. Enfrente vienen dos judiciales, rayban oscuros, piratas. Hablan en clave. En silencio tarareo “Old Yellow Bricks” y recreo la escena. En la esquina de la Juárez con la Acuña, un Mazda blanco me cerró el paso y el piloto bajó el vidrio: “Te vamos a hacer una revisión de rutina. Oríllate”, me dijo amenazante y me detuve frente a la zapatería de Pipo, justo enmedio del Mercado Juárez.

Mañana, en Monterrey, se presentan los Arctic Monkeys. La última vez que estuvieron en México fue hace cinco años, en el Corona Capital del exD.F. No fui. Ahora vienen a la octava edición del festival regio Pa’l Norte, apenas a unas horas de Torreón. No me lo voy a perder. Podría recitar de memoria los setlists del Glastonbury 2007 y 2013. También el del Austin City Limits de este año. Escuchar en vivo a los monos árticos es un sueño que me ha mantenido en vilo. Pienso esto mientras observo el marranero que tienen los fiscales en su unidad: salsa maggie y clamato en los revisteros, cajetillas de cigarros vacías en el piso, restos de tacos regados por los asientos.

Nos acabamos de estacionar frente al Bosque. Luego de casi veinticinco cuadras por fin iniciaremos la negociación. La Tabla de Orientación de Dosis Máximas de Consumo Personal de Inmediato es clara: no más de cinco gramos de indica o sativa por individuo. La marihuana sigue siendo ilegal en México y en Coahuila está caliente. Amén del abono para los dos días del festival, ahora tengo que desembolsar más dinero si quiero ver a los árticos; si no, emepé y corralón, pasar de doce a cuarenta  y ocho horas en los separos y adiós al sueño regiomontano.

“Que dijo el comandante que sí”, me informa uno y me quita las esposas el otro. En el asiento de atrás abro mi cartera y cuento los billetes. Me apañan todo el dinero que iba a llevar al festival. Bajo de la unidad y me despido de los judiciales. “Al tiro”, les digo. “Al tiro tú. Nosotros qué”, me responde el que maneja. Vuelvo a mi carro.

Antes de llegar al Estadio Revolución se me emparejan otra vez los judiciales y el piloto me pide que baje el vidrio. Viene a mi mente la maldita Ley de Murphy: ¿qué más puede salir mal? Entre la burla y la curiosidad, el judicial me dice:

—Cabrón, eres el primer escritor que conozco al que le gustan las cumbias.

—¿Ah, sí? —le respondo.

El semáforo sigue en rojo. Recuerdo que cuando me pararon traía mi playlist más famoso en Spotify, Ciudad Cumbia, cerca de cinco horas de puros cumbiones laguneros: Chicos de Barrio, Los Primeritos de Colombia, Los Capi. Justo ahora escucho los “Ojitos mentirosos” de Tropicalísimo Apache.

—Nada más que esos güeyes, los escritores, son bien cocotes, ¿no? Tú me saliste rarito, ¿a poco te das tus viajezotes con Apache? —me pregunta al viento el oficial y quema las llantas del Mazda. Se van riendo.

Nada más había ido a centro a comprar unos lonches de adobada para el camino pero no hay falla: mañana voy a cumplir un sueño.

VIERNES. Once treinta de la noche. El Parque Fundidora está apretujado, los escenarios demasiado cerca, el sonido viciado. Hace frío y un cabrón deambula desnudo entre la raza. No entiendo nada. El Fundidora está repleto de sombreros y jeans a la cadera, Polaroids, luces fosforescentes. En algunos puntos del recinto es posible escuchar al mismo tiempo a Nicky Jam y a Salón Acapulco. Parece un programa de Chavana.

En el escenario principal, donde van a tocar los árticos, Rubén Albarrán repite el discurso del domingo pasado en el Vive Latino: feminismo, libre albedrío, hermanos animalitos y pachamama. Su acento chilango desentona entre tanta tecate y playeras de ti-gue-res y rayados. No tengo nada contra los tacubos, pero sospecho que pronto formarán parte del setlist sinfónico de Rock en tu Idioma. Me enfrento a los codazos de cabrones que van con sus morras al concierto y piensan que uno viene a agarrarles las nalgas. Nada que ver. Lo único que quiero es estar lo más cerca posible de Alex Turner.

Estoy a punto de cumplir un sueño. Me toca palomear a los Arctic Monkeys. Al tiempo que me integro a la masa pienso en la arrogancia del fanático: no sólo quiere el sudor del frontman en la cara, también quiere escuchar sus canciones. No importa que el último disco de los árticos sea repetitivo siempre y cuando, claro, retumbe el Whatever People Say I Am, That’s What I’m Not en el Fundidora.

Me emociono porque ya estoy cerca y empieza a faltarme el aire. Sigo empujando hasta que un cholo me pone el codo en el cuello y otro me saca las llaves del carro. Se las arrebato. Obviamente ya no tengo celular. La hago de pedo y llegan otros dos refuerzos a mi espalda. El careo dura segundos, lo suficiente para saber que es mejor irme a chingar mi madre —como amablemente me recomendó el hampa— y siento una profunda tristeza: hace dos semanas terminé con la güerita y me había pedido una canción cuando me devolvió sus boletos. Todavía no había decidido cuál.

Me di la vuelta desamparado y desanduve el camino hasta la salida. Cuando llegué a la estación del metro, el cielo se pintó con fuegos artificiales. Los árticos salían a las doce con diez y el puto tren no pasaba. Yo sólo quería alejarme cuanto antes. Había apostado que la primera canción sería “Do I Wanna Know?”, pero seguramente en eso también iba a perder. Maldita Ley de Murphy. En la mañana, luego del clonazepam, lo descubriría. Cualquiera podría decirme que soy un pendejo, que debí quedarme y aguantar vara. Pero no. El fanático es un arrogante y yo no pretendía echar a perder así un sueño de ese tamaño. Estaba deshecho.

En el tren, me senté en el vagón vacío de la Línea 1 del Metrorrey. En silencio empecé a cantar “A Certain Romance”. But all of that’s the point is not, güerita, the point’s that there ain’t no romance around there. Ya había decidido la canción, pero ahora cómo chingados iba a mandársela.

SÁBADO. Seis en punto de la tarde. Estoy en Escobedo, un poco apendejado por el clona. Afuera, en la cochera, mis amigos prenden el carbón y ponen a asar unas costillas cargadas. Todos se comportan a la altura: nadie me dice nada del concierto. Me animo a comer a pesar de las circunstancias pero no dejo de pensar que se me rompió el corazón. Cursi, ¿no?, casi como las únicas tres canciones que tienen los Kings of Lion, el plato fuerte de hoy. Pienso en la güerita, los fiscales, el atraco.

Cuando llego al Fundidora, una masa nostálgica entona “Martha tiene un marcapasos” y luego “La muralla verde”. No sé a quién se le ocurrió juntar a Hombres G con Enanitos Verdes, pero seguramente es un ser analógico. En el siguiente escenario aparece Residente. “Atrévete-te-te. Salte del clóset”. Ahora me parece un lugar mucho más irreal que anoche. El Pa’l Norte es una miscelánea: vaqueros buchones y diademas de flores, cholos, fresas, todos perreando hasta el suelo. Una verdadera masacre visual y auditiva.

Los sudamericanos anuncian su espectáculo como “El show más feliz del mundo”. En el escenario hay un circo con trapecistas y acróbatas. Los Caligaris son unos payasos pero prenden a la raza. No somos muchos, no somos pocos, pero estamos todos locos. Ese ambiente de barra, las remeras de Boca y River, el tufo a marihuana, sólo me había tocado con la Caravana Mágica en el Vive Latino 2016. Pero ya no me importa nada: yo venía a cumplir un sueño y fracasé.

Cuando abandono el recinto me siento desolado, quizá mi cuerpo me cobra todo el ajetreo: las punzadas en el vientre no paran y las sienes no dejan de palpitar. Me tiemblan las manos. Estoy al borde del ataque de ansiedad, pero prendo un cigarro antes de subir al metro. Como ayer, dejé mi carro en la estación Anáhuac. Ahí establecimos el punto de reunión y hay que esperar a los que se quedaron acaramelados con Kings of Lion. Ya nada más me puede pasar, pero pronto me doy cuenta de que estoy equivocado. Maldita Ley de Murphy.

DESDE UNA PATRULLA MUNICIPAL, el piloto me venadea con una linterna. Un policía gordo desciende y me pide que baje del automóvil, pero esta vez no he cometido ningún delito. Sólo estoy esperando, aunque mi carro es sospechoso por el polarizado y las placas de Durango. Le digo que no voy a bajar pero la amenaza es fuerte: “Ni eres de aquí, compa, mejor alíneate”. Extiendo mis papeles y me bajo. El policía que viene manejando me ordena acercarme a la ventanilla de la patrulla. Está encabronado:

—A ver, aquí no andas con tus chingaderas, cabrón —me dice mientras el otro me vigila por la espalda.

—Tá bueno, oficial, nomás dígame qué estoy haciendo.

—Avánzale media cuadra. Allá platicamos —escucho a mis espaldas.

Subo al carro y me estaciono casi en la esquina. Pienso en la güerita, los fiscales, el atraco, los municipales regios que me extorsionan. En los pinches lonches que fui a comprar el jueves y que llegaron apestosos a Monterrey. Platico con los municipales, tengo las luces de la patrulla en la cara. Aunque no hay delito que perseguir, de nuevo el chantaje, la llamada al comandante, el mordiscón.

—De jodido danos para la cena —me dice el gordo—. Y vete a chingar a tu madre.

Otro amable consejo del hampa.

DOMINGO. Siete cuarenta y cinco de la tarde. Ya estoy en Torreón. No he sabido nada del concierto de los árticos. Quién sabe cuánto tiempo pasará para estar así de cerca de Alex Turner. Una vez en casa, prendo la compu. Quiero saber dos cosas: si gané la apuesta y si tocaron la canción de la güerita. Busco el setlist de los Arctic Monkeys y sonrío. Este fin de semana he ganado algo: ni modo, güerita, ya será para la otra.

Toma eso, maldita Ley de Murphy.