Pinocho, de Guillermo del Toro

Filo luminoso

Pinocho, de Guillermo del Toro
Pinocho, de Guillermo del ToroFuente: netflixlife.com
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El relato serial que el florentino Carlo Lorenzini escribió bajo el seudónimo Carlo Collodi en 1881 y que en 1883 apareció en forma de libro, se convirtió en uno de los cuentos infantiles más populares de la historia gracias a la versión de Disney, de 1940. A pesar del éxito de la cinta de Luske, Jackson Sharpsteen et al., que sentó el precedente de cómo endulzar tragedias para un público infantil, la historia de Geppetto y su hijo artificial ha sido adaptada y reinterpretada en docenas de ocasiones y tonos, además de que en los últimos años ha estado muy presente por la versiones de Matteo Garrone (2019) y de Robert Zemeckis (2022).

Los elementos fantásticos y monstruosos del relato desde luego resultaban idóneos para que Guillermo del Toro, quien se ha caracterizado por ser un visionario para reciclar obsesiones juveniles y nostalgia, hiciera su propia versión. El Pinocho de Del Toro, codirigido con Mark Gustafson y coescrito con Patrick McHale, es una obra de animación cuadro por cuadro (stop motion) con deslumbrantes y complejos diseños de marionetas talladas a mano (que revelan su manufactura artesanal) y la impecable construcción de un universo físico y fascinante donde todos los personajes parecen títeres. Si bien el estilo es muy particular hay algunos ecos de la estética claustrofóbica, abominable y abigarrada de los hermanos Quay.

La cinta, situada entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, comienza con Geppetto (con voz de David Bradley), considerado entonces por sus vecinos como un “ciudadano italiano modelo”, y su hijo Carlo, de diez años, quienes viven felices hasta que una noche en 1916, mientras el carpintero trabaja en la estatua de Cristo en la iglesia local, una bomba le arranca la vida a Carlo. Ge-ppetto entierra a su hijo y planta un pino cerca de su lá-pida. Incapaz de consolarse o recuperarse de su pérdida, en una noche lluviosa de 1930, mientras está ebrio, corta el pino y fabrica una burda marioneta de su hijo en madera sin pulir ni barnizar, a la que esa noche le da vida una quimera con cuatro alas y voz de Tilda Swinton.

La historia es narrada por Sebastian J. Cricket (Pepe Grillo en voz de Ewan McGregor), un insecto con ambiciones literarias que vive en el corazón del muñeco y más que servir de conciencia es un chiste reiterativo. La marioneta es presentada como un ser a la vez conmovedor y grotesco, incapaz de pasar por un ser humano y predispuesto a causar enormes problemas a Geppetto en una comunidad conservadora, donde la iglesia y los fascistas, representados por el Podestà (o representante civil local en voz de Ron Perlman), vigilan a los ciudadanos.

El mundo que descubre Pinocho no es sólo un pueblo mojigato, sino uno que se entrega al fanatismo nacionalista

PARA INICIARSE EN EL CINE DE ANIMACIÓN, Del Toro eligió un elemento netamente político, al situar su alegoría en el auge del fascismo italiano. De esa manera el mundo que descubre Pinocho (voz de Gregory Mann), con su extrema curiosidad y exuberante ingenuidad, no es sólo un pueblo mojigato y espantadizo, sino uno que se entrega al fanatismo nacionalista. Pinocho cae en las redes de un empresario circense autoritario y cruel, el Conde Volpe (Christoph Waltz), un estafador que además resulta ser un propagandista. Volpe, acompañado por el mono Spa-zzaturra (con chillidos de Cate Blanchett), explota a Pi-nocho como un fenómeno, lo cual es un reflejo de un mundo que está cayendo en manos de líderes despiadados y manipuladores.

La metáfora es simple y evidente, pero no por ello menos efectiva: el fascismo convierte a todos en marionetas y víctimas. La fantasía infantil se hunde en el territorio del horror criminal totalitario pero intenta mantenerse ligera y entretenida, lo cual da para una mezcla un tanto indigesta. La ironía, entonces, radica en mostrar que el niño irreverente de madera es más humano, libre e independiente que los obedientes ciudadanos que llevan al poder a Benito Mussolini, mandan a sus hijos a las juventudes fascistas y al sacrificio en el frente de combate.

Obviamente, la cinta se realizó antes de la llegada de Giorgia Meloni y su partido filofascista al poder, pero se gestó en el tiempo del caos ideológico de los nacionalismos que dieron lugar al Brexit, el trumpismo y docenas de variaciones ideológicas en cada continente. Por eso la metáfora de los títeres no es sólo una referencia histórica sino una señal de alarma contemporánea y una obsesión personal (antes fue el franquismo, en El espinazo del diablo y El laberinto del fauno). Lamentablemente, el espectro del autoritarismo no va más allá de una burda caricatura del Duce como un enano infantilizado y ridículo.

La historia es una reflexión en torno a la paternidad (con la muy obsesiva tendencia de eliminar a las madres de los cuentos infantiles) que va desde el Duce visto como el padre de Italia hasta el humilde Geppetto, quien pasa de la perfección del hijo ideal, amoroso y respetuoso, Carlo, al caos, desenfreno, peligrosa desobediencia y necedad de Pinocho, quien refleja de esa manera la verdadera naturaleza humana.

Estamos ante otra narrativa frankensteiniana en la que el padre del monstruo fabrica a un descendiente sin pensar en las consecuencias. Sin embargo, Geppetto no abandona a su creación. Uno de los mejores momentos es cuando, al ver que los vecinos le temen y odian, Pinocho le pregunta a su creador porqué adoran a otra figura humana tallada en madera: el Cristo en la cruz. Esta reflexión iconoclasta de Del Toro es aguda y pone en evidencia la fe y el miedo de las representaciones talladas en madera de lo divino y del fetiche de un ser querido.

Con su sobriedad y desesperanza, la cinta no puede evitar el sentimentalismo y las predecibles trampas emocionales del cine con mensaje. Sin embargo, podemos ver que se asoma un cierto sarcasmo e ironía que queda revelado en los atroces e insufribles números musicales de Alexandre Desplat, los cuales no pueden verse más que como parodias de las alegorías disneyanas. Aquí las canciones son estridentes y a pesar de su carácter lúdico son cacofonías desentonadas, el equivalente auditivo de las imperfecciones de la marioneta. En su tercer acto la cinta da un giro filosófico peculiar, al presentar a una quimera esfinge, la diosa de la muerte (Swinton, también), quien le explica a Pinocho que tendrá que morir muchas veces hasta dejar realmente de existir, como una manera de enfatizar que sólo el dolor y la experiencia de la muerte nos hacen humanos. De esta forma el Pinocho de Del Toro no busca ser un “niño de verdad” sino que poco a poco consigue humanizarse y madurar a través del sufrimiento.

La cinta es un espléndido objeto artesanal, tallado y esculpido con delicadeza. A la vez es un relato esperanzador y trágico. Una mirada fatalista sobre la certeza de que somos presa fácil de las ideologías extremas, así como un reflexión sobre la cualidad humana de crear objetos y la ilusión de elaborar seres artificiales. En un tiempo de inteligencia artificial, de obsceno abuso de los gráficos computarizados y delirante desprecio por la mano de obra humana, ésta es una elegía del respeto a la creatividad, el oficio y la aberración.