Rosa huele a monzón

Rosa huele a monzón
Por:
  • gabriel rodriguez

Como apenas el día anterior fue el Súper Tazón, el mercado de artesanías de La Ciudadela está lleno de ponchos y sarapes de Saltillo con los escudos de varios equipos de la NFL. Cuelgan alrededor de nosotros ostentando, a la par, cartulinas fluorescentes que comunican sus recién obtenidos descuentos. Rosa está debajo de uno de los Patriotas de Nueva Inglaterra. Feo como escupir en misa. El viento pretende agitarlo pero se ve que es pesado. Tosco, se zangolotean nomás sus flecos. Es azul y plata y lleno de diamantes mixtecos y tiene un cincuenta por ciento de rebaja. Los Pats perdieron, leí en todos los periódicos que me topé en el camino.

—¿Viste el juego anoche? —me pregunta Rosa.

—Sólo en vigilia como tocino —le respondo, pero como veo que mi fra-

se sólo le parece un jirón de metá-

fora, agrego que me metí al cine a esa hora.

—Y viste Doctor Zhivago o cuál. El partido duró cinco horas.

—Huí de la algarabía voluntariamente. Jamás le he entendido a ese deporte. Según yo hay más comerciales que jugadas. No sabía que te eran relevantes esas ceremonias deportivas. Nunca quisiste acompañarme a ver al Azul.

—Tuve que soplármelo enterito. Todos mis inquilinos son gringos. Hasta me pinté la cara.

Un niño nos ofrece unos diminutos imanes de pasta con forma de sopes, pozole, tacos y otras garnachas.

—No, gracias —decimos los dos al mismo tiempo.

—Menudo punto de encuentro elegiste —digo—. Entiendo que te dé pena que te vean a mi lado...

—No empieces, Alán.

—No. En serio. Además llegué como media hora antes. Me paseé por los pasillos del mercado sólo para hacer corajes. Los chipiturcos de futbol americano son una cosa pero... acabo de ver una versión prehispánica de la ardilla que sale en La Era del Hielo. Venden marionetas de madera con la cara del expresidente que tú  prefieras. Venden alcancías de marrano pintadas como los integrantes de Kiss. Es un delirio este lugar. Te juro que pensé que me había explotado la tacha.

—Es normal que la artesanía de los mercados se adapte a las influencias populares más chicharroneras. Los artesanos indígenas también ven tele. Además es lo que vende.

—Me recuerda a esa sección que ha crecido mucho últimamente en las librerías, donde venden pisapapeles con la cara de Edgar Allan Poe o cortadores de pizza con forma de bicicleta.

—O marionetas de Einstein, para el dedo.

—Si lo analizas es una pinche locura. Tazas con la oreja rota y la cara de Van Gogh impresa.

—Piénsalo así: no hay un día en el que no veas un Minion en la calle. Ya sea en forma de piñata o en la mochila de un niño. Vemos más Minions que Mona Lisas o Marilyn Monroes. Hoy en día es más probable que en la tlapalería tengan colgando un póster de los Minions que a Cristo en agonía.

—Quizá exageras. Hablando de eso: no hay día en el que no te vea en sueños o piense en ti desnuda en cualquier rincón de mi casa.

Silencio incómodo. A lo lejos, un cumbión. Rosa huele a una temporada propicia para navegar. Me mira a los ojos. Sin decir nada. Sabe cómo volver inermes mis más arrojados ímpetus. Después de todo ya no somos hermanastros. Es decir: nada sucio ni inmoral impide que nos demos unos bocinazos, ¿no? Vamos pasando junto a la fonda que está adentro del mercado.

—Qué bueno se ve ese guacamole.

—Te invito uno —le respondo. Inmediatamente arrepentido. No tengo más de veinte pesos en la bolsa.

Nos sentamos. La mesera nos reparte hojas enmicadas. Ordenamos. Yo, agua del filtro. Ella, una coca cola sin azúcar. El guacamole para los dos. En la mesa de enfrente unos turistas enrojecidos por el sol de la ciudad se agencian sendas cervezas con Clamato y salsitas. A cuatro colonias de ahí yo tengo acceso a varias Sol gratis en la tiendita de mi cuñado. O bueno, no gratis: a cuenta. Aquí, en medio de La Ciudadela, no poseo sino una Maruchan en la panza y unas tremendas ganas de beber hasta olvidar que soy, lo que viene siendo, un fracaso.

—Bueno. Por qué me citaste aquí, ya dime —le digo.

—Simple. Tenía que venir a comprar unas cosas. Artesanías. A propósito de lo que estabas quejándote hace apenas un rato. ¿Te acuerdas lo que decíamos siempre acerca de los turistas? Bueno, lo puse en práctica...

Y saca una enorme Frida Kahlo con cola de sirena y actitud sexi. Luego pone sobre la mesa una Virgen de Guadalupe que parece caricatura japonesa ojona, ¡dios mío! Más que manto sagrado parece que está en pijama. Estoy a nada de empezar a gritar palabrotas. Rosa saca una tercera artesanía: una mezcla entre Wolverine y la Catrina de Posadas. Remata la colección con un Cristo hecho con clavos doblados; no se me ocurre algo, simbólicamente, de peor gusto. No puedo sino desear que ya traigan la canasta de pan gratis. De perdida unos totopos.

—Chingo a mi madre para siempre —comento—, ojalá que en vez de barro, nos hubieran hecho con frijoles refritos.

—¡No, y espérate! Tengo algo para ti, mi exhermanastro favorito.

Del fondo de su bolsa saca un cenicero. Del borde del cenicero cuelga Condorito.

—Ya no fumo.

—¡Qué chingados! —exclama Rosa.

—Ya no fumo. Es un vicio inmaduro y de mal gusto. Un vicio del siglo pasado. Un vicio propio de nuestros papás, la neta.

Realmente dejé de fumar porque es caro. Un vicio carísimo. Un vicio relajante y que ayuda a sobrellevar la vida pero para el que, de momento, no me alcanza. Sale más barato un tamal verde que dos Marlboro sueltos.

—Bueno. Eso arruina mi chiste —me dice Rosa. Mete sus artesanías monstruosas de nuevo en su bolsa para el mandado.

—¿Ya también eres humorista?

—Mi chiste de los exnovios. Lo conoces.

—Cuéntamelo otra vez.

—Yo tenía un novio que fumaba mucho. Cuando regresaba a casa me chocaba llegar con toda la ropa oliendo a cigarro. Un día encontré a ese novio soplando humo encima de mi suéter.

—¿Neta?

—Espera. Luego tuve un novio que tenía un gato. Me chocaba regresar a mi casa con la ropa llena de pelos. Un día encontré a ese novio untando a su gato encima de mi suéter...

—Me encantaría soltar una carcajada. Lo juro.

Un niño nos suplica que le compremos mazapanes asoleados y probablemente pulverizados. Le decimos que no al mismo tiempo. En la espalda, el chamaco trae el nombre de Messi aunque la playera es de las Chivas.

—¿Cómo te va, Alán? He escuchado cosas de ti que no me laten nadita.

—Todo lo que te cuenten es cierto. Me va mal. Mis pinturas no le interesan a nadie. No pienso regresar a trabajar en publicidad. Prefiero morirme de hambre pintando mis tarugadas que diseñando anuncios de yogurt o servicios de telefonía. Mi vida es una mierda desde que nuestros padres se separaron y tú te casaste con el hombre aquel que unta gatos en tus faldas. ¿Cómo me dijiste que se llama?

—No te he dicho cómo se llama. Vi a tu novia nueva en Instagram. Muy bella. Cuando tengan cachorros, ¿me guardan uno?

—Bien. Ésa es la Rosa que me gusta... combativa.

—No vine a pelearme contigo. Me preocupas y lo sabes. Crecimos juntos y nuestros papás en algún momento se amaron. Déjame ayudarte. Aún te queda dinero del premio que ganaste, ¿verdad? ¿Necesitas dinero? Sólo dímelo.

—Me queda dinero del narcopremio. Era una lanota.

Falso. Todo el dinero de ese premio lo gasté en sushi y vinos con refil, hoteles en la ciudad de Oaxaca, tablas de carnes frías, libros con separador de listón, pinceles y ladrillos de cigarros. Ah, y condones con textura. Lo poco que me quedó después de un año lo gasté en cervezas artesanales con alto grado de alcohol y una Diosa Blanca de Graves a la que sigo sin quitarle el plástico porque probablemente acabe vendiéndola en una librería de viejo. Estoy en la ruina.

—De verdad, me preocupas.

—Rézale por mi alma a tu artesanía de la Virgencita. Plis.

—Ya. Hagamos las paces. Esto quizá te dé risa. ¿Sabes para qué son estas mugres que compré?

—No sé si quiero saberlo.

—Rento las casas de mi madre, tu exmadrastra adorada, a extranjeros que vienen a sentir que ellos descubrieron los tlacoyos. Apartan los hogares vía internet. Yo subo fotos de las habitaciones, de la vista, del refrigerador. Bueno. Cuando llegan les hago un pequeño tour por la casa. Enumero las decoraciones y me invento artistas contemporáneos que hicieron cada una de estas artesanías de mierda. Los turistas no indagan. Si les dices que un cenicero fue hecho para un emperador azteca se lo creen. Apenas se regresan a Seattle o a Yokohama yo les mando fotos de estos mismos objetos, pero rotos. Sin una pierna o con partes quebradas. Es placentero hacerle daño a un alebrije, créeme. La cosa es que si no me pagan yo puedo calificarlos mal en la app y eso es lo peor que les puede pasar porque ya nadie les rentaría sus casas en el mundo. Son capaces de pagarte lo que sea por una máscara de luchador vomitada. Además siempre llegan a dormir pedos, ebrios del peor de los tequilas. Juran que ellos rompieron tu Árbol de la Vida diseñado por un chiapaneco con apellido de italiano.

—Te amo. Casémonos.

—Esa propuesta llega caduca, querido. Y lo sabes. Incluso más tarde que el

mentado guacamole.

Y alza la mano solicitando la presencia de la mesera. Veo su axila sin rasurar. Es lo más cerca que estaré de su sexo en lo que me queda de vida. O tal vez no. Pienso en su cama decorada con focos de árbol navideño. Suena su teléfono. Una fea canción de Morrisey. Ella se aleja dando brinquitos en busca de privacidad y yo la veo en medio del patio. Rosa. El mercado de artesanías delirantes vivifica su belleza. Prisión, cuartel y depósito de armas, La Ciudadela posee una reina. Trae los pelos pintados de rojo y uno de esos estúpidos sostenes que más bien son arneses llenos de tirantes y aros. No es un día soleado pero un cañón de luz polizón se encarga de que el anillo en su mano brille como la más pura de todas las creaciones humanas. Debí pintarla más, usarla de modelo. Quizá esos cuadros sí se hubieran vendido. Quizá debí ahorrar. ¿Qué nos detuvo? Si de todas maneras salimos de vientres distintos. Necesito una cerveza.

Vuelve a la mesa disculpándose. Se tiene que ir. Un taxi que ella no pidió se aproxima. Me muestra un mapa en su teléfono y un automóvil diminuto que, en efecto, está cerca. Mete la mano en su bolsa de dama.

—No. Déjalo. Te invito tu refresco, que de hecho jamás llegó a la mesa —digo, metiéndome en un broncón. ¿De dónde voy a sacar para pagar una cuenta de menos de cien pesos? Siento como si no me hubiera bañado en semanas.

Pero lo que saca del bolso es un libro que le presté la última vez que nos vimos. Una novela japonesa cachonda. Buena edición. Pienso que podré ir a venderla mañana y sacar lo de un par de latas de atún.

—Me encantó. La comentamos en un mes. Yo te digo dónde nos vemos. ¿Okey? Me da gusto que hayas dejado el fumanchú. Cuídate. Me latió verte.

Asiento. O algo parecido. Me urge que se vaya. Me urge que se vaya para que no me vea arrojando el cenicero de Condorito al suelo con lágrimas en los ojos. Plop.

Se despide con un beso al aire. Se aleja cargando sus bolsas llenas de artesanías horripilantes, baratonas pruebas físicas de que vivimos en un siglo donde los símbolos están despoblados de sentido, culeros recuerditos de un presente podrido. Pienso en aquellas figuras de barro hechas a imagen y semejanza de nadie. Si el Dios del Antiguo Testamento fue el primer escultor de la historia, carajo, también fue el último. El perfume de Rosa permanece a mi lado escasos segundos. Quizás alegue una ida al baño y más bien huya corriendo hacia el metro. Sopeso mi bolsillo del pantalón en busca de un milagro. Escasas monedas haciendo un escandalito. Colonia Tabacalera, colonia San Rafael, Santa María la Ribera. Lindavista. La miscelánea de mi cuñado detrás de la Vasconcelos. El olor a monzón vuelve sorpresivamente pero Rosa no está enfrente de mí. Suena mi teléfono. Tengo un mensaje de voz suyo:

“Ah, por cierto. Encontré un billete de quinientos en tu libro. ¿Te acuerdas que cuando ganaste el premio metiste varo en algunos libros al azar? Bueno: sorpresa. Muy buena novela, ya la comentaremos, chau...”.

Hojeo el tomo. Dos Benitos Juárez me observan con acre recelo.

Jamás puse dinero en libro alguno. Jamás. Supongo que es algo que le dije para provocar en ella la falsa idea de que ahorré un porcentaje de dicha cifra. Yo quería que, cuando éramos hermanastros, ella creyera que poseía un futuro. La evoco gritándome cosas. Hace frío. Los climas severos siempre están en presente. Y según dicen, por la noche se pondrá peor. Frente frío número doce.

Lo que Rosa escuchó es cierto: me han corrido de casa y duermo en una azotea del Centro entre lienzos afectados por la humedad, jaulas de ropa secándose y tanques de gas con fugas. Diario despierto con náuseas. Un poncho con el logo de Green Bay a mitad de precio me caería bastante bien.

Alzo la mano en busca de la mesera.

Ni sus luces.