El sueño de lo inalámbrico

Fetiches ordinarios

El sueño de lo inalámbrico
El sueño de lo inalámbricoFoto: Cortesía del autor
Por:

Ha vuelto la fiebre de lo inalámbrico. Los cables tienen alta propensión al enredo, e incluso uno se puede enmarañar consigo mismo como funcionario con el hilo de sus excusas. Queremos transmisiones claras, limpias, invisibles, que no delaten el esfuerzo que las sostiene. Queremos que la información vuele a la nube de manera pulcra y confiable, y que los mensajes se propaguen a todos los rincones, montados con elegancia en las señales, dispersándose sobre la sinuosidad de las ondas, sin el incordio de esos conductores y enchufes que tanto nos recuerdan nuestra propia corporalidad y nuestras tripas.

No nos complace ver los cables expuestos, como no nos complacería el espectáculo del sistema nervioso al desnudo. Un nido amorfo de cables, pero incluso el tendido eléctrico más ordenado, tienen algo de impúdico, de grotesco, de desventrado. Tal vez, como imagina Lucia Berlin en uno de sus crudos y magníficos relatos, si el cuerpo fuera transparente y pudiéramos asistir a sus procesos, contemplaríamos día y noche, como si se tratara de una película íntima, la digestión, la formación de leche en las glándulas mamarias, el flujo de la sangre hasta las yemas de los dedos. Entonces no apartaríamos la mirada de nosotros mismos y llevaríamos el narcisismo hacia terrenos insospechados, jactándonos, por ejemplo, de nuestra función hepática. Si ha de haber cables, si no hay manera de eliminarlos de la faz del planeta, que hagan su trabajo en las sombras, silenciosos y discretos adentro de las paredes o bajo tierra, de ser posible en el fondo del mar, como los ductos trasatlánticos que sólo atestiguan las criaturas del abismo.

EL SUEÑO de lo inalámbrico es un sueño recurrente pero ya un tanto empolvado. Después de que Guglielmo Marconi desarrollara el primer sistema telegráfico sin cables a fines del siglo XIX, el imaginario quedó prendado de una promesa electrizante y aérea, en que la magia de la acción a distancia parecía hermanarse con el culto moderno de lo instantáneo. Cuando una parte del espectro electromagnético se conquistó para las transmisiones de radio, la suerte final de los cables parecía echada. Los futuristas, inspirados en el modelo de la radiofonía, impulsaron una “imaginación sin hilos” para liberar el arte de los embrollos de sintaxis consabidas. Las célebres “palabras en libertad” de Marinetti no sólo enarbolaban la velocidad y la desarticulación del lenguaje, sino también las ventajas de una poesía inalámbrica, desembarazada del viejo cableado retórico. En México, el movimiento Estridentista, al grito de “¡Viva el mole de guajolote!”, hizo la alabanza de la radio, de las pulsaciones acústicas, de la telegrafía sin hilos. Sintonizar las ondas hertzianas era la onda en aquel entonces. Aunque no se me ocurre un platillo más denso que el mole, por alguna razón congeniaba con el vértigo vanguardista de lo sutil y lo vibrátil, con las irradiaciones que viajan más allá de la atmósfera y pueden ser captadas por los extraterrestres.

A UN SIGLO de distancia, la nueva obsesión por lo wireless presenta un cariz ascético, despojado, a medias minimalista. Nuestras arterias podrán estar saturadas de cochambre, pero las comunicaciones portan el sello de lo intangible. Hace no mucho un escritor de renombre festejaba que los libros se desprendieran del “lastre” de sus soportes físicos; quizá supone que las cadenas digitales de ceros y unos se hospedan en el Topus Uranus. Me pregunto si celebraría también que en el otro extremo de la lectura no hubiera cuerpos, ojos, vísceras. Una biblioteca visitada por mentes flotantes, por ectoplasmas satisfechos, en la que reciben por ciencia infusa —a control remoto o vía Bluetooth—, los libros, o ya ni siquiera eso, un torrente de datos comprimidos.

Asociamos lo inalámbrico con una marioneta que corta los hilos de su yugo y toma el control. ¡Un saltito de pura libertad!

La revolución digital comporta una dosis de esoterismo, acaso porque sus intercambios remiten a la telepatía. Ya que una serie de TV o una sinfonía pueden cifrarse en el lenguaje binario y atravesar el espacio en cuestión de segundos, ahora se cree en la inmaculada transmisión de la información. Se ha desechado el mesmerismo, el espiritismo, las curas magnéticas; el éter luminífero, que se representaba como una sustancia o medio de propagación, es una pieza de museo en el gabinete de curiosidades científicas. Sin embargo, nos entregamos con fervor al credo de la inmaterialidad de lo virtual. Si necesitamos compartir un archivo en un mismo cuarto, antes de condescender a la vulgaridad de lo palpable, antes de conectar un sucio y ennegrecido cable o una perdidiza memoria USB, acudimos a las antenas repetidoras o a los satélites que circundan el planeta parecidos a moscas, como si los armatostes que pueblan las azoteas y los terrenos baldíos pudieran desaparecer disimulados detrás de una palmera, o como si los enjambres siderales no fueran a convertirse algún día en chatarra espacial. Habría que asomarse a las entrañas de la nube, a los búnkers donde se alojan los grandes servidores y motores de búsqueda, para constatar la masa gigantesca de cables y circuitos que sostienen la fantasía de lo inalámbrico.

PRESCINDIR DE CABLES augura independencia, autonomía de movimiento, cortar el cordón umbilical. La etimología es elocuente: del latín in- dependēre, dejar de colgar desde arriba, no estar sujeto a una voluntad ajena. Asociamos lo inalámbrico con una marioneta que corta los hilos de su yugo y toma el control. ¡Aaah, un saltito de pura libertad! Pero la batería está al dos por ciento y no aparece por ningún lado el maldito cable del celular; habrá que enchufar la laptop de una vez, que el algoritmo no va a alimentarse solo. ¿No han visto en las cafeterías al desfachatado que saca un multicontacto para dar vida a sus cuatro o cinco dispositivos? ¡El Angst de la pila baja! Nunca antes nuestra cordura había pendido de un hilo como ahora de las reservas de litio de Sudamérica. Por vías oblicuas, se diría que también regula los niveles de litio de nuestros cerebros.

En la era del wifi, el futuro apuesta por explotar la energía de la radiación electromagnética a fin de transmitir, como vaticinaba Tesla, electricidad a través del aire. Mientras tanto, un cable a tierra nos hace reconocer que estamos atrapados en una jungla de lianas de cobre. La conectividad continua, los lazos vinculantes, las redes sociales que capturan la subjetividad con nudos poderosos de(penden) de esos alambres forrados que ahora se sujetan con velcro para contener su tendencia a la promiscuidad. Como no hay entradas ni puertos universales y cada avance tecnológico trae consigo su propio conector, tengo un cajón dedicado exclusivamente a cables, adaptadores, hubs. El salto decisivo hacia lo inalámbrico sería desconectarse por completo.