This is not Pink Floyd

El corrido del eterno retorno

This is not Pink Floyd
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Según la psicología, la clave para olvidar el pasado y seguir adelante radica en concentrarse en el presente. Las giras de Roger Waters se basan en no dejar morir el pasado, en exprimirlo hasta lo mitológico. Y lo ha conseguido con éxito. Por qué la gente continúa asistiendo a sus conciertos no es un misterio. Detrás de la maquinaria productora de dinero en que se ha convertido el exbajista hay un elemento poderoso, irrevocable: la canción. Más allá del chairismo de boutique que exhibe el exlíder de Pink Floyd, pulsa una energía que nace de las necesidades más profundas de la rebelión: “We don’t need no thought control”. Y aunque vivamos en un mundo cada vez más controlado, existe una auténtica necesidad de proferir este grito de auxilio, no importa que sea en un ambiente inofensivo, como lo es un concierto de rock. Waters lo sabe y a sus 79 años está dispuesto a seguir aprovechándose de ello.

Su gira más reciente, This Is Not A Drill, que arrancó hace unos días en Monterrey, también se ocupa de mirar hacia atrás. Hacia un pasado musical glorioso, que protagonizó Pink Floyd. Pero ahora con énfasis particular en la figura de Syd Barrett. Por supuesto que el espectáculo está salpicado de las ideas políticas de Waters. Antes de arrancar el show, en las pantallas aparece una leyenda que dice que si alguien está en desacuerdo con la politización de Waters mejor que se vaya a chupar al bar del lugar. Pero el eje del concierto ya no gira en la reiteración de lo malo que es el capitalismo.

LA VUELTA AL PASADO de Waters en This Is Not A Drill presenta sin embargo una contradicción. Waters quiere modificarlo, aunque tanto jugo le ha sacado. Es sabido por los fans de Pink Floyd que uno de los momentos más álgidos de su discografía es “Comfortably Numb”. Y esto representa una llaga para Waters, quien no lo puede ocultar. Y es con esta canción con la que empieza el show de esta gira. La mala leche que Waters siente por Gilmour se mantiene íntegra, a pesar de que ya han pasado décadas. Waters se va a ir a la tumba con ese resentimiento intacto.

Después comenzó el viaje por la remembranza. En las pantallas aparecieron muchísimas imágenes de Pink Floyd, pero sólo durante su etapa con Syd Barret, que fue muy corta, mientras sonaban las canciones en las que tocó David Gilmour. La nostalgia que pretende vender Waters en esta gira es una chapuza. Quiere borrar una parte del pasado que lo hizo lo que es ahora. Pero a pesar de ignorar olímpicamente que existe un Pink Floyd con Gilmour, no puede escapar de la historia.

La gente acude por las canciones, pero también por
la calidad del show 

La gente acude por las canciones, pero también por la calidad del show. Algo en lo que Waters es un experto. A diferencia de la gira anterior, que tenía el escenario dividido en dos por un muro, en ésta su diseño fue de lo más democrático. Una pasarela en forma de cruz albergaba a la banda. Esto permitía que Waters se situara en cada extremo del escenario y tuviera al público de frente. Y eso hizo todo el show, rotar lo más cerca posible, que es siempre lo que desea el fan, sin importar en qué localidad compró el boleto.

La barbacoa no se hizo esperar y una oveja inflable gigante empezó a sobrevolar la Arena Monterrey mientras sonaba “Sheep”. Luego le tocó el turno al chicharrón de la Ramos. El cerdo también sobrevoló el recinto.  Waters repasó momentos de Wish You Were Here, The Wall y The Dark Side of The Moon. Encima de la banda cuatro pantallas, también en forma de cruz, pasaban las imágenes. Y de ahí salieron los láser que dirigidos hacia el piso conformaban el famoso triángulo.

Hasta aquí, Roger Waters resulta impecable. El problema empieza cuando se lanza a tirarle a todo y a todos, y es cuando uno de verdad le toma la palabra de irse al bar. Trump y demás. El asunto es que nunca le tira a Ticketmaster. Y uno como espectador no puede evitar resentir cierta hipocresía.

No pudo faltar el chantaje emocional de Waters agitando la bandera de México. Más que un gesto natural, parece parte de un guion. Al salir del concierto, el fan quisiera llevarse un suvenir, una playera. Pero las oficiales cuestan seiscientos pesos. No son accesibles para todos. Está más que claro que ser fan de Waters no es para chairos, sino para gente con poder adquisitivo.

Vender la nostalgia a precio de oro, he ahí la calidad de uno de nuestros más grandes humanistas.